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Rawls

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John Rawls. | cedoc

Continúa de ayer: ​“Kalecki”

 

Dos temas atraviesan el fondo de todas las controversias y la consecuente polarización de la sociedad: la generación de riqueza y su distribución. En la columna de ayer dedicada al economista polaco contemporáneo de Keynes, Michal Kalecki, desarrollamos el conflicto alrededor de lo primero: la producción de riqueza desde la perspectiva de los dueños del capital y de la de quienes aportan la fuerza laboral.

Hoy continuaremos con la distribución de esa riqueza: primero fue el turno de la economía, segundo es el turno de la justicia, la primera virtud de las organizaciones sociales porque sin ella el principio de cohesión entre sus componentes se desvanece.

Titulamos ambos textos con un nombre propio, el apellido de uno de los mayores economistas de la historia, Kalecki, y de unos de los mayores filósofos del derecho, Rawls, por el autor de Teoría de la justicia, John Rawls –varias veces citado en estas columnas–, conocida también como justicia de la equidad, donde se reconcilian los criterios de libertad e igualdad.

Rawls escribe su tratado a fines de los años 60, se publica en 1971, cuando aún las ideas del llamado liberalismo conservador (un contrasentido terminológico), libertario para ser más claros, no había cobrado la vigencia que fueron consiguiendo tras la caída de la ex Unión Soviética a principios de los años 90.

Se puede juzgar a los jueces por sus fallos pero sin caer en lo mismo de lo que se los acusa

Construye la figura del velo de la ignorancia, donde las personas deben elegir el sistema político y jurídico ideal, sin saber si les tocaría nacer fuertes o débiles, en un hogar con padres ricos o pobres, beneficiados por la genética con múltiples habilidades o carentes de ellas, y “gracias” a todas esas ignorancias las personas terminarían eligiendo un sistema que equilibre el premio a los dotados con el cuidado social a los privados de recursos.

La situación del velo de la ignorancia colocaría a las personas en un “justo” equilibrio entre el altruismo y el egoísmo, ecualizando en proporciones equivalentes libertad e igualdad y dando como resultado un sistema social que resulte mutuamente justo. Tendrá premio aquel a quien le toque ser favorecido por la ruleta de la genética y la fortuna, pero no directamente proporcional a la diferencia con aquel a quien le toque ser desfavorecido en el mismo reparto de atributos, siempre ajenos a los méritos y voluntad del sujeto, para poder destinar parte de los recursos del más dotado al menos dotado.

El contrato social que propone Rawls es la esencia de la justicia distributiva, que tiene como fin la equidad, y no el de la justicia asignativa, que tiene como fin la eficacia en la creación de riqueza, más allá de cuál sea su distribución.

Esto está subyacente en la discusión alrededor del proyecto de juicio político a los cuatro integrantes de la Corte Suprema de Justicia, a quienes se les cuestionan tres grandes grupos de sentencias: los fondos de coparticipación a favor de la Ciudad de Buenos Aires, la más rica del país, la conformación del sistema de gobernancia de la Justicia a través del Consejo de la Magistratura y otorgar a los condenados por delitos de lesa humanidad el beneficio de conmutar sus penas a razón de dos años por cada año de verdadera detención sin condena.

Desde la perspectiva rawliana, ninguna concepción de justicia puede ser debidamente justificada si no atiende el principio básico de la justicia distributiva, por más que se apoye en justificativos legales, si estos son moralmente insignificantes.

Años después de que John Rawls publicara su Teoría de la justicia, otro profesor de la Universidad de Harvard, Roberto Nozick, influido por la creciente valoración de textos libertarios como los de Von Hayeck, Von Mises y Murray Rothbard (la escuela austríaca) y Ayn Rand (La rebelión de Atlas), escribió Anarquía, Estado y utopía abogando por un Estado más pequeño (“ningún Estado mayor que el Estado mínimo es moralmente admisible”) en oposición al Estado de bienestar que defendía Rawls. 

Las ideas de Nozick dieron sustento en los años 90 a la ola neoliberal que se expandió por todo el capitalismo de la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Y fue el filósofo preferido por el intelectual audiovisual argentino de entonces, Mariano Grondona.

La discusión de fondo resulta de cómo debe distribuirse el excedente de riqueza producto de la cooperación social, si las ideas del igualitarismo de Rawls no terminaban siendo injustas porque perjudicaban a los más laboriosos y activos para beneficiar a quienes no hacían nada, o menos de lo que podían, por mejorar su situación. Que la excesiva intervención del Estado subsidiando “vagos” perpetuaba en lugar de solucionar el problema.

Otro gran jurista contemporáneo de los dos mencionados, Ronald Dworkin, escribió en la misma época ¿Es el derecho un sistema de normas? rechazando el apego a la normas sin tener en consideración otros componentes, oponiéndose a la separación en campos diferentes al derecho de la moral, y concibiendo el derecho como una integridad.

Dworkin sostenía que no había ninguna contradicción entre el igualitarismo y la responsabilidad personal de los individuos, que toda justicia debía promover individuos que pudieran ser más plenamente dueños de sus vidas. La responsabilidad individual ha sido siempre el argumento utilizado para criticar el asistencialismo a los menos favorecidos cuando, bien entendida, ciertos programas redistributivos promueven el desarrollo de la responsabilidad individual.

Detrás de la discusión en la Comisión de Juicio Político a los miembros de la Corte Suprema de Justicia subyacen dos perspectivas epistémicas y morales (el mérito) sobre la teleología del derecho y la aplicación de justicia, que en gran medida también incluye la discusión entre normas y fines.

Se puede avanzar en un juicio con pruebas obtenidas ilegalmente: el caso Cuadernos

No es cierto que no se pueda juzgar políticamente a los jueces por sus sentencias pero el clima de grieta ideológica que atrapa toda discusión en la Argentina actual, potenciado aun más en 2023 por ser un año electoral, puede no predisponer un debate a la altura de lo que el tema merece. Cuestiones jurídicas que justificarían polémicas fundadas terminan siendo abordadas desde una lógica maniquea de peronismo-antiperonismo. Otro ejemplo reciente fue la decisión del juez federal Sebastián Ramos de cerrar la investigación sobre los mensajes entre el ministro de Seguridad porteño, Marcelo D’Alesandro, y Silvio Robles, mano derecha del presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti.

El juez Ramos tomó los dichos del fiscal Carlos Stornelli diciendo que “aquellas supuestas comunicaciones que podrían haber sido obtenidas ilegalmente, producto de presuntas maniobras de inteligencia ilegal (...) colisionarían con los más básicos e irrenunciables principios constitucionales”. La que los juristas llaman “exclusión probatoria”, donde se desestima cualquier medio probatorio obtenido por vías ilegítimas, comúnmente conocida a través de la metáfora del “fruto del árbol envenenado”.

Obviamente, si una confesión fue obtenida en una sesión de tortura la prueba debe ser considerada inválida pero un ejemplo práctico más simple es la de un policía que ingresa sin orden de allanamiento a la casa de una persona y descubre un cargamento ilegal, en muchos países esa prueba no se invalida: el delincuente va preso solo que el policía, que también cometió un delito, va igualmente detenido.

Es socialmente útil discutir los fallos de los jueces como, por ejemplo, este del juez federal Sebastián Ramos (¿con el mismo criterio la causa de los cuadernos debería quedar invalidada al tener las fotocopias características de ilegalidad similares?). Y sería muy útil discutir si el dos por uno debe aplicarse restrictivamente o no a todos los condenados, una de las causales del pedido de juicio político a los miembros de la Corte Suprema, o si en el fallo a favor de la Ciudad de Buenos Aires debió haber primado en mayor proporción un criterio de justicia distributiva material. Seriamente.