Decía Ludwig Wittgenstein que lo impresionaba que una interpretación se pudiera ver. Confieso que a mí me pasa lo mismo, y más aún cuando hay tantos que no se dan cuenta. Porque, en verdad, estamos “viendo” interpretaciones todo el tiempo. Un conservador, por ejemplo, suele ver en un desocupado a un holgazán; y un socialista, en cambio, a alguien que necesita ayuda y protección. En medio de la crisis de 2008, la revista conservadora inglesa The Economist publicó un par de editoriales memorables sosteniendo que no había que confundir pragmatismo con intervencionismo. Para que se entienda mejor: que los gobiernos rescatasen a los bancos que especularon vorazmente y estafaron al público no debía ser visto como intervencionismo (una mala cosa), sino como pragmatismo (algo muy razonable). Por añadidura, una interpretación que tiene éxito y se generaliza acaba siendo constitutiva de la realidad en la cual todos nos movemos. Las consecuencias pueden ser inmensas. Vaya una muestra histórica conocida.
¿Cómo logró Hernán Cortés, con sólo unos doscientos hombres, dominar a un ejército azteca de veinte mil guerreros? Quiso el azar que 1519, el año de su desembarco en América, fuese también un momento excepcional en el que coincidían los tres calendarios que usaban los aztecas y, por eso, éstos esperaban que se produjera entonces el retorno de Quetzalcóatl, su dios civilizador. De ahí que Moctezuma no dudase en darle la bienvenida al español y que éste aprovechara la oportunidad para presentarse en efecto como la reencarnación de la serpiente emplumada. Los aztecas tardaron diez años en comprobar su error, y cuando lo hicieron ya era tarde. He ahí los efectos de la interpretación. Porque: ¿a quién veían los aztecas cuando aparecía Hernán Cortés? ¿A Hernán Cortés o a Quetzalcóatl? Para suerte de Hernán Cortés, veían a Quetzalcóatl. Pero tan notable como el hecho de que las interpretaciones se puedan ver es que sin ellas ni siquiera lograríamos vivir en sociedad. Es necesario que participemos de las premisas y de las estructuras que les dan sustento a esas interpretaciones y las establecen como válidas al tiempo que excluyen lecturas alternativas. Pocos escritores lo comprendieron mejor que Jorge Luis Borges.
Basta recordar su “Funes el memorioso”, donde relata la historia de un paisano que se cayó del caballo y, a causa del golpe, adquirió la capacidad de acordarse de todo. El hecho mismo resulta anecdótico. La clave del cuento debe buscarse allí donde el narrador nos dice que Funes “no era muy capaz de pensar”. ¿Por qué? Ya lo había explicado William James, un autor frecuentado por Borges y en quien seguramente se inspiró: “El principal trabajo de la memoria es olvidar”. Funes no lo podía hacer. Su mente absorbía todo pero carecía de principios de interpretación que le permitieran ordenar el material y prescindir de lo irrelevante. O sea que su pobre cabeza albergaba un caos por completo inmanejable. Pues bien, básicamente llamamos “cultura” al complejo conjunto de interpretaciones que organizan en forma selectiva nuestro modo de darle sentido al mundo. Por eso, así como la pregunta central de la física moderna es cómo está compuesta la materia, la nuestra es cuáles son los factores que le dan sustento a la cultura. Para intentar una primera respuesta, voy a ocuparme del que considero uno de los principales de esos factores, partiendo de una hipótesis que comenzó a gestarse hace más de veinticuatro siglos.
Me refiero al sentido común. Sólo que los usos de esta noción fueron variando considerablemente en el tiempo. Conviene señalarlo de entrada tanto para evitar confusiones como para controlar la dispersión de sus significados y de los sedimentos que éstos fueron dejando. De manera que, en esta introducción, me propongo allanar el camino, revisando brevemente algunos de los hitos más relevantes de su trayectoria. Para hacerlo, conviene empezar indicando que ha habido hasta ahora básicamente dos grandes modos (no incompatibles) de tratar el sentido común: como una facultad cognitiva que se les atribuye a todos los seres humanos, y como una construcción social de rasgos muy cambiantes en el tiempo y en el espacio. (…)
Poseemos entonces –cito a Aristóteles– “un sentido común que aprehende los sensibles comunes de manera no incidental y que no es un sentido especial (como los otros)”. La novedad radica en que postula así que el organismo se halla dotado de una función sensorial sintética que “resulta esencial para discriminar los datos de los sentidos especiales y para detectar los sensibles comunes”. Dada su importancia, tienta considerar esta función como un “sexto sentido”, y ha sido frecuente hacerlo. Pero, según se ve, el propio Aristóteles aclara que se sitúa a otro nivel que los sentidos especiales cuyas impresiones se encarga de comparar y de coordinar. Por eso, Hannah Arendt, por ejemplo, al llamarlo un sexto sentido, se apresura a advertir que es el “más elevado de los sentidos”, o sea, que difiere de los demás. (…)
Con algunas variantes, esta visión aristotélica del sentido común dominó los campos de la filosofía, de la psicología, de la medicina y de la estética hasta el siglo XVII, es decir, hasta bien avanzada la Edad Moderna. Sin abandonar el paradigma general, la primera modificación de peso es la que introduce en el siglo XI el filósofo persa Avicena, quien discrimina entre los sentidos “externos” e “internos” y coloca el sentido común y la imaginación entre los segundos: uno es el encargado de recibir y de combinar las percepciones de los sentidos externos, mientras que la tarea de la otra consiste en preservar sus resultados luego de que se disipan los estímulos sensoriales inmediatos que los produjeron. Pero Avicena da un paso más. Ya en el siglo VI a.C., Alcmeón, un discípulo de Pitágoras muy respetado por Platón, había sostenido que las sensaciones se alojan en el cerebro y no en el corazón. Avicena hace lo mismo y precisa que el sentido común y la imaginación ocupan la parte anterior del primer ventrículo cerebral.
*Abogado y ensayista / Fragmento de su nuevo libro El sentido común y la política (Editorial Fondo de Cultura Económica).