Como en Europa y Estados Unidos, hablamos del avance de la derecha. La irrupción de Milei, la sustitución del candidato “generación diezmada” por un ex UCD, la posibilidad de que Bullrich sea presidenta y la incapacidad de los partidos de izquierda para ganar votantes reafirman la idea de una “sociedad derechizada”. Pero la derecha local palidece al confrontarse a esas derechas de larga data y enorme concentración de recursos que forman parte del poder real. Como una parodia al uso nostro en la que no existen linajes como el de los Le Pen, ni aparatos con el peso del trumpismo, ni caciques conservadores al frente de países que fueron comunistas, como Orban, ni elites que tallen geopolíticamente, la derecha local se parece mucho más a sus enemigos que a sus mentores.
Alguna vez, Moria Casán comparó a la Argentina con una pizzería, en una metáfora un poco injusta para la generalidad, pero aplicable a esta derecha que les quita el sueño a quienes se creen exentos de compartir sus males. Los bordes que definen aquello que los argentinos entendemos actualmente como izquierda y derecha son difusos y volátiles. Acomodarse, ir viendo para dónde sopla el viento, subirse a la ola: la política nacional recurre a lo propio de un país con media población debajo de la línea de pobreza y ricos que son pobres comparados con los ricos del Primer Mundo.
Hoy es por acá, mañana por allá y pasado se puede volver al punto de partida. Con bases tan flojas, nuestra derechización se parece más al hartazgo esperable ante una calidad de vida que se viene derrumbando al son de las retóricas neoprogresistas. El hartazgo que también sobreviene cuando esperamos mucho una pizza.
