En una película de cuyo nombre no puedo acordarme, un grupo de hombres, jugando al póquer en una cocina, recuerdan una escena de Doce del patíbulo y lloran sin consuelo. Sus novias y esposas los miran extrañados, hay algo que no entienden, pero en cierto modo nadie entiende muy bien lo que pasa –salvo los que lloran–. En cierto modo, todas las películas son de amor. Amor entendido tomísticamente, como el gran motor de la conducta humana.
Hace poco trataba de hacerle entender a una vecina la estupidez que implica llamar a las botellas rellenas de plásticos de un solo uso “botellas de amor”: la idea supone que quien colabora en el reciclaje de plásticos realiza un acto de amor, como si también no realizara un acto de amor el que hiciera cualquier otra cosa, incluso aquellas que entran dentro del campo de lo diabólico: hasta la guerra se hace por amor, por amor al dolor ajeno o a la muerte, pero en cualquier caso siempre por amor.
A partir de esto, la imagen de esos hombres llorando al recordar una escena de guerra cobra otro valor, el mismo que tienen muchas escenas de acción de la serie de películas de Misión imposible. En las seis existentes el amor en ellas es hasta excesivo, descarado. El amor brota de una cierta connaturalidad o sintonía con el bien conocido, mueve a los personajes a buscarlo y desearlo para, una vez poseído, descansar y gozar de él. Ethan Hunt (Tom Cruise) y Julia (Michelle Monaghan) son los prototipos de los seres amantes y amados, y eso es algo que no pasa desapercibido y que incluso inunda cada película de principio a fin. Y dado que el amor, como la buena música, siempre es triste, no es raro ver a un grupo de hombres ante la pantalla secándose las lágrimas.
No son momentos: es algo continuo, connatural a la trama, la fuente de su tristeza, de su melancolía de subterráneo. Algo que no logran desactivar las escenas de acción, las peleas, las persecuciones, las caídas, las balas y los besos. No sé si tal vez no es una elección consciente de Tom Cruise, porque lo mismo sucede en otra serie, la de Jack Reacher. Uno esperaría que se limitaran a ser películas de acción y solamente eso, pero el trasfondo es demasiado triste, demasiado amoroso.
En Zoo o cartas no de amor, Viktor Sklovski reúne las cartas que le escribió a Elsa Triolet, de la que estaba perdidamente enamorado. Elsa era la hermana de Lili Brik –la amante, musa y vaya uno a saber cuántas cosas más de Vladimir Maiakovski–, a la sazón la esposa de Louis Aragón (hablo de Elsa, no de Lili). Viktor comienza lo que espera que sea un intercambio epistolar con una carta en la que confiesa abiertamente su amor, pero lo que recibe a cambio es un rechazo total, brutal, y la prohibición de la escritora de que Viktor vuelva a hablarle de amor. De modo que Sklovski, aceptando la derrota, no vuelve a decir nada al respecto, pero sigue escribiéndole hablándole de arte –como si de algún modo no siguiera hablándole de amor–. En ese entonces, Elsa era stalinista, de manera que para ella las cosas solo tenían un sentido y una interpretación, así que no se lamentó ni censuró la llegada de más cartas, dado que en ellas no aparecía la palabra “amor”. Luego se arrepentiría. Quiero decir, no de haber rechazado a Sklovski, sino de haber sido stalinista.
Prometieron el estreno de Misión imposible 7 para julio de este año, otra vez con dirección de Christopher McQuarrie. Se sabe poco de la trama, mejor dicho nada. Solo el nombre de los actores, los mismos de siempre. Si los que adoran las escenas de amor sienten fuerzas renovadas, espero ansioso mi turno.