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Retratos

Troya, Rembrandt y las cámaras digitales

Anduve trasteando con la idea de la fotografía, quizá porque desde hace un tiempo nos cae una catarata de exposiciones de fotos.

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Anduve trasteando con la idea de la fotografía, quizá porque desde hace un tiempo nos cae una catarata de exposiciones de fotos. Concluí que nunca me dedicaría a la fotografía como profesión o afición. No sé muy bien por qué y tampoco me voy a poner a averiguarlo, pero sospecho que debe ser por mi adicción excluyente a las palabras: eso de que una imagen dice más que mil palabras, bueno… perdone pero estoy convencida de que no. O de que sí pero de otra manera y a mí me gusta más esa otra manera. Además hay que lidiar con aparatos y una está convencida de que el estado natural de los aparatos es “no funciona”. Así que yo, fotografía no. Me gusta mucho más pensar en retratos porque yo digo “retrato” y no es algo que se descompone (le falta una tuerca o se le salió el pericarpo de la isaloterma derecha) sino en Rembrandt, y ésa es una diferencia que le ocupa a una toda la extensión del alma, la mente y las ganas. Concedo, puede ser Vermeer. Los grandes retratistas del mundo me gustan mucho más que las cámaras digitales o aquellas en las que había que mirar de muy cerca por un agujerito y después llevar el rollo a revelar. Y cuando hablo de retratos pienso, sí, en Rembrandt o en Vermeer, pero también en ésos de quienes ni los nombres sabemos. Aparecen sin que una los busque, en un libro sobre historia del arte o sobre el cine, o sobre la vida cotidiana en Pompeya antes de los fuegos y la lava del Vesubio. Caras de hombres o de mujeres que vivieron y la pasaron bien o mal o ambas cosas juntas o unas detrás de las otras, y que alguna vez posaron para un dibujante. ¿O no? Claro, tal vez no. Tal vez fueron un recuerdo en el ánimo de alguien que los quiso o los admiró. O un encargo que un señor muy rico le hizo al dibujante. La pareja que acaban de encontrar los arqueólogos en lo que fue la Troya de Schliemann, por ejemplo, tal vez encargó su retrato antes de casarse. Tal vez aparecían contra un fondo de montes y nubes, en la pared de la residencia que se iba a transformar ¡tan pronto! en ruinas quemadas. Entre esos retratos y los de mis tías pintados a la carbonilla por Adelita hay un mundo en el que cabe toda la historia de la humanidad. ¿Y por qué no? Pero un momento, falta eso que sucedió cuando alguien descubrió que poniendo una placa de algo que ignoro qué era y cerrando la caja hasta lograr que adentro todo estuviera oscuro, de pronto, oh milagro, oh asombro, oh juguete para los siglos, aparecían la puerta y la ventana y un cachito del mueble que estaba bajo la ventana y hasta una forma indiscreta que podría ser la flor que había caído de un vaso de cristal ahí nomás, en Troya, quiero decir en Pompeya, bueno, vaya a saber si no fue aquí cerca o en París que suele ser escenario más de acuerdo con esas cosas que se inventa la gente, aviones y cine y nouvelle cuisine y prêt-à-porter. Sin el Vesubio cerca y sin tanta gente que se quemó los dedos con ácidos, hoy los chicos agarran una cajita plateada y sacan ciento cinco fotos del cumpleaños de la sucesora de Adelita, de las cuales nos van a quedar cinco, y esas cinco en la computadora. Oiga, no me malinterprete: no soy una nostálgica de tiempos pasados y me encanta vivir en el XXI y escribo en una MacBookPro. Pero una se pone a pensar en una cosa que trae la otra y se le va la imaginación para Troya, qué se le va’ hacer.