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BREXIT

Un callejón sin salida

El Parlamento británico votará el martes un segundo plan de acuerdo para dejar la UE. Gran Bretaña parece un autobús suicida corriendo hacia el precipicio.

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Hace dos años y medio, los británicos respondieron en referéndum esta simple pregunta: “¿Debería el Reino Unido seguir siendo miembro de la Unión Europea o debería dejar la Unión Europea?”. Quedarse (Remain) o Irse (Leave), ésa era la cuestión.  

Votaron casi 35 millones de ciudadanos y triunfó el Leave (52%). El resultado provocó un terremoto político que continúa hasta hoy, salvo que ya nadie está seguro de qué es lo que pasaría si se volviera a votar.

El 29 de marzo se terminan los plazos para elegir si esa salida es negociada y ordenada, o sin red (no deal). El gobierno de Theresa May y su dividida mayoría parlamentaria conservadora deben resolver en nueve semanas lo que no lograron en mil días.

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Lo cierto es que si aquél referéndum hubiera sido sobre cualquier otro tópico el resultado hubiese sido parecido: no, en contra, fuera, basta. Operó como una válvula de presión.

La sociedad británica lució entonces crispada por causas globales y locales (crisis y ajuste, desigualdad social, transformación del empleo, migración, pérdida de legitimidad de partidos tradicionales) que formaron una tormenta perfecta sobre las islas. Un chivo expiatorio –Europa– y una pregunta inoportuna hicieron el resto.

Las formas. El primer error de esa cadena lo cometió el entonces premier conservador David Cameron, quien para contener el malestar de los euroescépticos y ganarse su voto prometió convocar a una consulta si era reelegido en 2015. Ese año fue reelecto por una mayoría contundente, y en 2016 el resultado de la consulta lo eyectó del poder, que terminó –sin elecciones– en manos de May.

Días atrás, el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, reveló que el propio Cameron, ante el estupor que causaba en Bruselas semejante apuesta a todo o nada, le confesó que era solo un recurso para reafirmar su liderazgo.

El premier creyó que repetiría la maniobra de su antecesor laborista Harold Wilson, quien en 1975 ganó (67% a 33%) un primer referéndum sobre la permanencia británica en la entonces CEE. Pero esta vez, no.

Lo que nos lleva primero a una cuestión de formas. Es decir, a los límites que impone el uso de consultas populares para buscar aval a decisiones políticas y diplomáticas tan complejas como el Brexit, o la paz en Colombia.

En general, los líderes políticos activan mecanismos de democracia directa cuando están convencidos de ganar. Pero si pierden, terminan creando un problema mayor.

Un riesgo adicional es que el voto sobre un asunto público sensible se transforme en otro sobre la popularidad de un gobierno o de otras cuestiones y conflictos sin estricta relación con el asunto mismo de la consulta.

La disímil experiencia británica, en un Parlamento de más de siete siglos de historia de representación política de los ciudadanos, sometido a la voluntad popular directa sin margen para deliberar alternativas, invita por lo menos a reflexionar.

En Gran Bretaña, sobraron las bocinas para amplificar un amplio descontento social, empezando por los antieuropeístas del UKIP (United Kingdom Independence Party), una fuerza minúscula que adquirió un protagonismo desproporcionado con el Brexit en 2016.

En cambio, faltó capacidad en la clase política –conservadora, pero también laborista– para procesar a tiempo y transformar positivamente ese malestar que terminó, en cambio, atrapado en una opción de hierro.

El fondo. Gran Bretaña se metió en un callejón sin salida por varios factores de fondo, y uno de ellos fue la carencia de un liderazgo político de mayor calidad, capaz de leer la situación a largo plazo y de explicar a tiempo las consecuencias que tendría abandonar una UE que aceptaba, incluso, la convivencia del euro con la libra.

No hace falta retrotraerse a los grandes fundadores del proyecto europeo, ni caer en el recurso común de íconos británicos como Winston Churchill.

En el caso del Brexit, alcanza con releer hoy a Margaret Thatcher, una de las fundadoras del neoliberalismo, tan insular y reticente como Churchill al dominio de la Europa continental sobre los destinos del Reino Unido.

“El Tratado de Roma –decía Thatcher, en 1987– sigue constituyendo una muy buena base. Permite que los estados miembros de la Comunidad Económica Europea (CEE) logren resultados que no podrían alcanzar por sí solos. Queremos poner énfasis en la construcción de un auténtico mercado común”.

¿Qué causó entonces semejante giro radical de parte de los británicos, si en 2015 gobernaban –y gobiernan todavía con respaldo– los conservadores?

Dicho rápidamente, Gran Bretaña ya no es una isla o dos, sino otra pieza más de un mundo híperconectado y lleno de espejos.

El Brexit refleja muchas resistencias globales de los nuevos tiempos. En Europa, la cesión de soberanía a la UE, asegura ventajas a sus socios y genera, también, burocracias supranacionales irritantes que reglamentan hasta el grado de la curvatura de las bananas que ingresan al mercado común.

Ese euroescepticismo se combinó letalmente con las consecuencias del shock económico de 2008-2009, con la creciente demonización de la inmigración y con las veloces mutaciones del empleo que trae la globalización (los jóvenes votaron masivamente a favor de seguir en la UE).

El No a la UE supuso un berrinche social, un rapto de bronca colectiva. Ahora, un Parlamento sin respuestas, frente a una sociedad más confundida todavía, empieza a alimentar con fuerza la idea de un segundo referéndum.

Al pedido inicial de un grupo de laboristas (no de su líder, el equilibrista Jeremy Corbyn), se sumó esta semana desde la UE el gobierno de Alemania, para sugerir que la única salida hacia adelante era... dar marcha atrás.

El martes el Parlamento votará un segundo plan de acuerdo de May. Sin un sólido consenso, Gran Bretaña parecerá un autobús suicida corriendo hacia el precipicio del 29 de marzo con la mitad de los pasajeros tratando de saltar por la ventana y la otra negando el vacío.

Salvo que, más asustados que enojados, los británicos acepten frenar y volver a revisar el mapa del siglo XXI, en el que las islas solas, en muchos sentidos, ya no existen.

*Presidente Fundación Embajada Abierta.