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Un recuerdo para Botnia

De pronto, para su sorpresa, se encuentra pensando en Botnia. Militó por esa causa: pegó en la luneta trasera de su auto el sticker de “No a las papeleras”, ahí donde alguna vez pegara el RA de Raúl Alfonsín y antes de eso la leyenda blanquiceleste de que los argentinos somos derechos y humanos. Se convirtió al ecologismo, con la pasión un poco urgente que es tan propia de los conversos.

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De pronto, para su sorpresa, se encuentra pensando en Botnia. Militó por esa causa: pegó en la luneta trasera de su auto el sticker de “No a las papeleras”, ahí donde alguna vez pegara el RA de Raúl Alfonsín y antes de eso la leyenda blanquiceleste de que los argentinos somos derechos y humanos. Se convirtió al ecologismo, con la pasión un poco urgente que es tan propia de los conversos. La contaminación venal, y para él comprobadísima, de las límpidas aguas de nuestro río Uruguay mortificó sus sueños durante noches y noches de desvelos preservacionistas. Se hizo fan de la naturaleza agreste y aprendió lo que es el odio apuntándole al papel o a la pasta para papel. Se asesoró con un mapamundi para ubicar dónde quedaba Finlandia, país del que hasta entonces lo desconocía todo, excepto la existencia de un piloto llamado Hakkinen. Siguió día por día las noticias afligentes de la fábrica aborrecida: la emanación urticante de sus gases nauseabundos, su feo olor, su feo aspecto. Sufrió por la costa del querido Gualeguaychú como se sufre a la distancia por un hermano o por un amigo. Apoyó el corte de puentes. Apoyó las asonadas cívicas en los muelles de Buquebus, ahí en Retiro. Decidió con ardor patriótico que, en el caso de una guerra con el vecino Uruguay, que unos cuantos insinuaban fuertemente, se presentaría como voluntario en algún cuartel que le quedase cerca de la casa. Lo haría por el Litoral y por la pureza del agua.

Pero descubre repentinamente que todo eso ha quedado en nada: era todo y nada es. ¿Cómo puede ser? ¿Se acabó el pestilente olor, se acabaron las fallas mecánicas, se acabó la contaminación visual de esa orilla tan bonita? ¿Acaso recapacitaron los finlandeses y se mandaron a mudar? ¿Acaso reaccionaron los uruguayos y expulsaron al invasor? ¿Acaso rindió sus frutos la larga gesta del campamento rutero, las asambleas entrerrianas, la conciencia verde proyectada en una escala nacional, y por un sencillo prurito de discreción o de modestia se calló ese resultado? ¿Hubo acaso una gran victoria y por humildad se la disimuló? No parece. Más parece haberse producido un desvío en el curso de los acontecimientos.

¿Habrá entonces que pasar así, tan de repente, de la guerra a muerte a la nada total? No lo concibe. No lo concibe, y si lo concibe no lo admite. Se instala frente a la pantalla de su televisor de catorce pulgadas y pasa de canal en canal buscando noticias sobre el conflicto que, hasta hace días, definía los destinos de la patria grande y ponía a prueba la dignidad de los argentinos de bien. Hace zapping y nada encuentra. Nada, nada: ni de Botnia ni de los puentes cortados, ni de la polución ambiental ni de la inminencia de la guerra. A cambio, encuentra otras cosas, otras cosas bien distintas que no obstante, y por motivos que muy bien no se explica, le recuerdan y no poco a eso que tanto lo preocupó y ahora brilla por su ausencia. Lo ve cambiado, pero lo reconoce: reconoce las asambleas con reposeras de playa, reconoce las arengas de inspiración mesopotámica, reconoce en estos cortes de ruta algo de aquellos cortes de puente, reconoce el empeño de mucho obtener con poco negociar, y un me-cago-en-lo-que-diga-el-Congreso-Nacional que le recuerda tremendamente a aquel me-cago-en-lo-que-diga-la-Corte-de-la-Haya, que en su hora suscribió sin un atisbo de duda.

Viendo una cosa evoca la otra, pero no deja de pensar en Botnia, en las emergencias nacionales, en la memoria colectiva, en los baches de esa memoria.