Nuestro país tiene una dilatada característica, una manera de aceptar los hechos de la realidad como si fuesen naturales, que en muchos casos lo diferencia de otros puntos del planeta. Ya ha sido dicho en este mismo espacio, las huelgas generales, que son una medida excepcional, muy infrecuentes en cualquier país del mundo, en la Argentina son bastante rutinarias. No estoy hablando de esta época sino de la larga trayectoria que lleva la peripecia sindical en la Argentina en el sentido de que la huelga general ha sido una herramienta utilizada en incontables oportunidades contra diferentes gobiernos, varios dictatoriales, porque hubo paros ciertamente muy valerosos y hasta heroicos sobre finales de la última dictadura militar, pero también contra gobiernos legales y legítimos. En el caso paradigmático del gobierno de Raúl Alfonsín, que intentaba poner de pie a la Argentina tras la noche de la dictadura, las dirigencias sindicales peronistas le descerrajaron trece paros generales.
Los años posteriores no modificaron grandemente esta técnica sino que, por el contrario, la fueron complementando con otro tipo de recursos lamentablemente poco ajustados al gobierno de la ley. Así como el sindicato de los camioneros aplicó la técnica de los bloqueos de las plantas donde no podía reclutar personal para afiliarlo a su sindicato, también se fue haciendo bastante normal y natural la idea de cortar con piquetes las vías de circulación, haciendo que la gente se vea imposibilitada de ir a trabajar.
Cabe preguntarse qué pasó este jueves 28 de agosto de 2014, y si es verdad, como dicen algunos colegas, que no fue ni un “parazo” ni un “parito”, una definición bastante apropiada. Qué fue lo que sucedió: quienes pararon y por qué pararon. Las razones que esgrimía el sindicalismo que resolvió llevar adelante esta medida, se centralizaban en dos grandes reclamos: la reapertura a las paritarias y, efectivamente, mover hacia arriba el mínimo de los sueldos para que no tenga vigencia llamado el impuesto a “las ganancias”. Sin embargo, también han aparecido en las calles, hace ya varios días, carteles de la CGT cuya consigna por el paro era “contra la inseguridad”, una frase ambigua y contradictoria, sobre todo viniendo de boca de los sindicalistas. Presumo que se referían a la inseguridad laboral: en ese punto hay un dato de la realidad que no han inventado ni José Luis Barrionuevo ni Hugo Moyano, el país hoy presenta un escenario laboral muy trémulo, y titubeante, con mucha gente del sector formal con la posibilidad de quedarse sin esa fuente de trabajo formal. Hay, consecuentemente, muchos nervios y temor.
La respuesta del gobierno de Cristina Kirchner no se hizo esperar y fue muy contundente: no habrá reapertura de paritarias, ni se considerará retocar el impuesto a las ganancias, y aun cuando para Moyano los porcentajes de adhesión al paro fueron muy altos, para ministro de Trabajo, Carlos Tomada, dicho con toda frescura: “No hay condiciones que ameriten la reapertura de las paritarias”. ¿Por qué? Para Tomada no se han terminado de cobrar la mayor parte de los convenios colectivos, que en los últimos meses se han ido confirmando, y que ajustan con el nivel un poco por debajo de la inflación en la Argentina, que no es menor al 30/32 % anual.
Además, Tomada dijo: “La mayoría de los trabajadores no tienen nada que ver con el impuesto a las ganancias”. Me gustaría que Tomada, un hombre articulado, y con formación escolar adecuada, explicara si los datos consolidan o confirman realmente esta idea de que la mayor parte de los trabajadores del sector formal no son alcanzados por este temible impuesto a las ganancias, que convierte al salario en rentabilidad una ganancia eventual.
¿Fue, en consecuencia, un paro a medias, entre “parazo” y “parito”? Y sí fuera, la gente que no fue a trabajar, ¿por qué no lo hizo? ¿Por adhesión al reclamo de Moyano, Barrionuevo o los sindicatos aliados? ¿O por temor? Acá aparece la nube oscura y siempre intimidatoria: en muchos casos, la sociedad argentina se maneja por intuiciones de orden eminentemente familiar, o percepciones que se vinculan con su seguridad o inseguridad cotidiana. Tampoco es para condenar a los argentinos, porque la inseguridad es un dato muy concreto y muy real. No me gusta hablar de inseguridad, vengo hace largos años insistiendo en que lo que corresponde es hablar de criminalidad, no de “inseguridad”. La inseguridad es una palabra demasiado sutil, polivalente y ambigua.
Pero, efectivamente, en una sociedad en la que el temor justificadamente está a la orden del día, en donde salideras y entraderas son el lenguaje de cada jornada, en un día como hoy, que se haya amenazado con hechos de violencia –que, afortunadamente, no fueron graves- alcanzaría para que mucha gente se quede en su casa para no correr riesgos. Pero tampoco tengo derecho a decir que no hubo adhesión firme de sectores de trabajadores que la están pasando, en todo caso, “no bien”, y, en muchos casos, bastante mal.
En consecuencia, mañana no va a implicar ningún cambio en la vida de la gente. El Gobierno, con su habitual perspicacia y vocación de poder por las “guerras culturales”, estuvo trabajando en la labor sucia de ganarse gremios estratégicos. Su gran victoria fue, precisamente, haberse metido literalmente en el bolsillo al filósofo renacentista Roberto Fernández, el caudillo del gremio de tranviarios, cuyo nombre es de por si arcaico, porque ya no existen, por lo menos en la zona metropolitana, tranvías, que sí los hay en otras partes del país. La UTA, al menos en la versión porteña, supuestamente representa a los colectiveros, y los colectiveros hoy trabajaron. Trabajaron pero, sin embargo, muy poca gente se subió a ellos, porque de algún modo estaba presente, como espada de Damocles, la posibilidad de que muchos de ellos fuesen atacados.
Así que la jornada deja un sabor agridulce, de incertidumbre, en donde todo sigue abierto de cara al futuro. También cabe decir, y esto no lo podría cuestionar el kirchnerismo, que si hubiese un masivo y consolidado apoyo de la clase obrera al modelo que dice encarnar el Gobierno, no importa lo que hubiese sucedido, esos colectivos así como los subtes hoy deberían haber estado llenos de trabajadores, yendo a sus empleos, algo que no sucedió.
Fue una expresión de protesta atendible y perfectamente legítima, si se tiene en cuenta la degradación del poder adquisitivo del salario, pero ante un gobierno que, una vez, vuelve a demostrar, aún cuando se define peronista, una actitud ante este tipo de paros, que ni siquiera se podría percibir en otros gobiernos que nunca presumieron pertenecer al movimiento peronista. El país sigue siendo, básicamente, a esta hora y mañana por la mañana, exactamente igual a lo que era ayer y antes de ayer.
(*) Emitido en Radio Mitre, el jueves 28 de agosto de 2014.