“Al principio hubo nubes y nubes, pesadas y negras, expulsadas por algunos vientos, detenidas en el horizonte por un cinturón de montañas. Todo se oscureció y los objetos se cubrieron de escamas regulares, parecidas a láminas de acero, cotas de malla, que desmenuzaban, desperdiciaban, la poca claridad que aún quedaba”. Podría seguir. Conozco esa página de memoria. Es la descripción de una tormenta que dura trece días y que acompaña las andanzas de François Besson en su ascensión hacia la nada luego del suicidio de una amiga. La novela no importa tanto como ese comienzo, esa larga descripción del cielo encapotado que antecede a una lluvia torrencial, algo sin importancia. Lo que trajo a mi mente aquella descripción era un comentario leído al pasar en alguna parte acerca de la abundancia de descripción de escenas sexuales en la narrativa actual, y el hecho de que nadie parezca querer aceptar que describir una escena amorosa es algo demasiado difícil y nadie lo logra con éxito. El amor es el portal por el que en literatura se cuela la estupidez. Miserablemente, asoman los lugares comunes, las metáforas banales, esa lírica erótica lamentable, esa recurrencia barata a la diferencia y la repetición, algo que ni Joyce en sus cartas a Nora Barnacle supo evitar.
Conozco solo dos escritores capaces de describir largas escenas de sexo sin que uno experimente esa vergüenza ajena que lleva a que con una mano cerremos el libro y con la otra nos tomemos la frente, preguntándonos qué falta hacía: Arno Schmidt y Andrew Vachss. Seguramente habrá alguien más, pero sinceramente lo dudo. Las escenas de sexo, en literatura al menos, se eluden, no porque alguna moral entre en juego, sino porque describir escenas amorosas es demasiado complicado y sus resultados siempre son desalentadores.
En ese libro inevitable llamado La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas, Román Gubern ensaya una pequeña teoría acerca del nacimiento del cine pornográfico: es lo que el cine evita mostrar; si en los westerns se evitara mostrar las cabalgatas, en eso consistiría el cine pornográfico, en cabalgatas. Son cosas interesantes. Me refiero a pensar que aquello que no se muestra abre la puerta para algo que debe mostrarse y que muchos adoran mirar. Es algo que en la pantalla funciona a su modo, pero que en literatura, inevitablemente, logra como resultado algo espantoso. Y sin embargo nadie parece querer rendirse, y siguen intentándolo, probando.
Tengo la impresión de que los escritores no tienen amigos. Es decir, como suele pasar, creen tenerlos, pero en realidad no los tienen. Nadie se atreve a decirles cara a cara la verdad, algo así como “quita eso, por el amor de Dios”, o cualquier frase similar. Es el tipo de cosas que un verdadero amigo diría sin titubear, y sin siquiera haber llegado al final de la escena, simplemente tropezando con la primera metáfora, tipo “las lianas de sus brazos...”.
Existe en el Reino Unido un premio ejemplar, que lamentablemente no tiene parangón en otras lenguas, como debería. Se trata del Bad Sex in Fiction Award, que existe desde 1993. Sus creadores pretenden estimular a los autores a escribir escenas de sexo tratando de evitar las banalidades, algo que no lograron Erri De Luca, Morrisey, Tom Wolfe, Norman Mailer, Nancy Huston, Johathan Littell y Ben Okri, entre muchos otros, todos ellos vencedores del premio. Naturalmente, se trata de un premio que nadie quiere recibir, pero a la vez se trata del único premio verdaderamente justo, sobre todo porque apunta a premiar a los elefantes de las letras contemporáneas, a aquellos que realmente cuentan.
Describir cielos es menos complicado, más reconfortante, y sus movimientos pueden ser igual de sugestivos –¡o más!– que el de dos cuerpos empeñados en hacer movimientos ridículos.