La misma sociedad (en realidad una parte significativa de ella) que expresó de manera multitudinaria e inédita su alegría por la conquista de la Copa del Mundo, y que lo hizo dos veces, una el domingo 18 de diciembre y otra el martes 20, la segunda exhibiendo algunos de sus aspectos más oscuros, es la que, a partir del día siguiente del segundo festejo, permaneció muda y quieta mientras el gobierno nacional serruchaba los pilares de la República. Como en este país la memoria es corta y evasiva, conviene recordar que el alzamiento del presidente nominal y más de una docena de señores feudales que se escudan bajo el cargo de gobernadores consistió en la negativa a cumplir con un fallo de la Corte Suprema, máxima instancia de la Justicia, tal como la contempla la Constitución. El golpe institucional, acaudillado por un autopublicitado profesor de Derecho que, de manera torcida, da sucesivas pruebas de desconocimiento de la materia que dice enseñar, no tardó en convertirse en un nuevo dislate cuando los levantiscos acordaron pagar lo que debían, pero con bonos. Otra vez el ladrido anticonstitucional no pudo ser respaldado por el tamaño de los colmillos. Pero la anomia que parece constitutiva del “ser nacional” tuvo esta vez su máximo ejemplo en la conducta de quienes deberían ser los primeros en honrar la ley (aunque si recordamos alguna fiesta clandestina en la residencia oficial durante la pandemia, o el vacunatorio vip, entre otras cosas, sabemos que es ilusorio esperar tal cosa).
Al ver el grado de fragmentación y agrietamiento de la sociedad se podría entender, hasta por ahí, que en las provincias se hubiera visto como un “privilegio” de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el fallo de la Corte que le restituía fondos escamoteados en su momento para cederlos a la provincia de Buenos Aires. Pero la quietud, la indiferencia, la indolencia de los ciudadanos porteños respecto de un avasallamiento que, a la larga o a la corta, los perjudicaría es llamativa y sintomática. La misma sociedad que ayer desenfundaba las tapas de las cacerolas por motivos trascendentes en algunos casos y nimios en otros, pero que conservaba capacidad de reacción e indignación, parece ahora anestesiada y anémica, sin interés o sin capacidad, de expresarse, salvo por un éxito deportivo que lo merece, pero que tampoco fue un logro de la sociedad, sino de un grupo de jugadores que se agrupó, estableció un acuerdo de principios y tuvo el compromiso, la disciplina, la responsabilidad y contó con el liderazgo para alcanzar su propósito de una manera que no acontece cotidiana y colectivamente en el país.
La indiferencia social ante el grosero atentado contra la Constitución podría explicarse por dos motivos. Uno, el síndrome de indefención adquirida, algo de lo que padecen quienes han sido golpeados y abusados durante largo tiempo, al punto que dejan de defenderse y se entregan mansamente al golpeador y abusador. Se ve mucho en casos de violencia doméstica y puede hacerse un paralelo social. Otra razón sería la definitiva desconexión entre ciudadanía y política, causada por la repetida y creciente mala praxis de los políticos de todos los colores y filiaciones, que ha generado el asco hacia ellos y hacia la política que termina en esta peligrosa indiferencia. Mucho más peligrosa si se recuerda que, en apenas diez meses (el 27 de octubre), habrá elecciones presidenciales y, por muchas copas mundiales que se ganen, queda cada vez menos margen para reanimar a una República tambaleante, a una democracia cada día más formal y más vacía, y para construir con ellas la visión común que permita poner la energía, los valores y la creatividad colectivos al servicio de un porvenir real. Un primer paso para salir de esta indiferencia autoinmune sería empezar a exigir programas a quienes se pelean por candidaturas, en ser rigurosos en esa exigencia, en reaccionar ante sus aberraciones o ante su tibieza, según el caso, entender que el voto no es un paso burocrático, sino una manera de marcarles la cancha a quienes no respetan reglas de juego. Terminar cuanto antes con esta siesta perniciosa.
*Escritor y periodista.