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Veinte mil pesos

En su tan lúcido como riguroso estudio de los escritos póstumos de Alberdi, Oscar Terán señalaba los riesgos ciertos de una tendencia al reduccionismo economicista (que no es lo mismo, por cierto, que la atención prestada al factor económico): “un sustrato económico que en no pocos pasajes de los póstumos aplasta su discurso en un reduccionismo economicista”. Ese efecto de aplastamiento reduccionista no puede sino afectar, a su vez, la noción de libertad que ese Alberdi pone en juego: una versión demasiado estrecha que inscribe la libertad en el plano de la iniciativa económica, apostando (es la palabra) a que de ella puedan derivarse sus otras variantes. Un criterio así, sin embargo, termina relegando, hasta el punto de un descarte, otros pilares decisivos del pensamiento liberal, como son los de la política o los de la educación (y ahí es donde el Alberdi final discrepa del liberalismo de Mitre o discrepa del liberalismo de Sarmiento).

Oscar Terán advierte con claridad los límites inexorables de esta concepción de la libertad de Alberdi: “Aun si el valor rector que lo orienta es efectivamente la libertad, es esta misma la que, al absolutizarse, no acepta ley ni fuero y, carente de un sistema de reglas que la controle, produce irremisiblemente efectos de desgobierno”. Esa pura “lógica del interés”, que lleva hasta a prescindir de “la potencia de la virtud”, encuentra evidentemente sus problemas, porque deriva en un “egoísmo productivista” que no va sino a complicarse en la esfera del espacio público. Es un límite para el liberalismo de Alberdi y es un límite para su antiestatalismo: “Este antiestatalismo doctrinario no puede sin embargo ocultar la intervención del Estado como factor constituyente de las sociedades sudamericanas, y esta evidencia se torna clamorosa en la demanda alberdiana de una forma de gobierno eficaz para inducir el orden social”.

Refracción del Estado, en principio, pero apelación al Estado, a la vez, y esto último para qué: para poner orden, afianzando para eso un poder fuerte, una autoridad centralizada. Aun al precio, o necesariamente al precio, de restringir las libertades políticas y el sentido mismo de la democracia liberal: “legitimar así la restricción de la participación política junto con el ejercicio de libertades prácticamente ilimitadas en el mundo económico”. Es entonces que Oscar Terán retoma una definición de José Luis Romero, cuando habla de un “pensamiento republicano autoritario”, o retoma una definición de Tulio Halperín Donghi, cuando habla del “autoritarismo progresista” de Alberdi (lo de “progresista” hay que entenderlo en su sentido decimonónico y no en el actual, aunque el actual ha derivado poco menos que en cualquier cosa).

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Este Alberdi, el de los escritos póstumos, asume posturas distintas de las que el propio Alberdi sostuvo en otras etapas y en otros contextos (el Alberdi del romanticismo, el que se permitió ilusionarse con que Rosas lo remediaría todo, el que se permitió ilusionarse con que Urquiza remediaría a Rosas, etc.). Porque hubo también un Juan Bautista Alberdi que impulsó “un haz de libertades solidarias”, sospechando del “liberalismo de aquellos liberales que son tan amigos de la libertad comercial cuanto desconfiados de la ampliación de la participación política”, asumiendo que “no hay verdadera libertad donde no son libres todos por igual”. Para ellos, “el disidente es el enemigo”; para ellos, la libertad no se basa en “el gobierno de sí mismos, sino en mandar a los demás y monopolizar el poder, tomando por autonomía lo que es justamente el despotismo”.

Cuando se dice Alberdi, entonces, ¿de qué Alberdi se habla? Porque hubo varios a lo largo del tiempo (o uno mismo que, a lo largo del tiempo, fue variando sus enfoques). Se dice libertad, sí, pero ¿de qué clase de libertad se habla? Porque hay una que, bajo el criterio estrecho de un reduccionismo economicista, activa la restricción o activa la supresión de las otras libertades. Alberdi es una figura notable en la historia argentina, pero precisa, como toda figura, verse historizado a su vez. Si no, bien puede ser objeto de una artimaña de deshistorización, en procura de un desconocimiento buscado y fomentado. Véase, por ejemplo, el billete actual de veinte mil pesos. Ahí está la imagen del rostro de Alberdi, ahí está la imagen de la casa natal de Alberdi. Y, a diferencia de los otros billetes circulantes, no hay un solo dato siquiera que indique un contexto histórico: ni de tiempo, ni de lugar.

No son sólo los animalitos los que pueden utilizarse en un afán de deshistorización ideológica. También se puede deshistorizar la historia (y si acaso los historiadores replican, se los agrede para hacerlos callar).