El sistema federal argentino, puntillosamente plasmado en la Constitución Nacional, es inobjetable en su diseño jurídico alberdiano. Las provincias gozan de la autonomía correspondiente y de todos los atributos constitucionales que las convierten en entes soberanos, sujetos al orden jerárquico superior de la Nación solo en aquellas materias que se hallan expresamente delegadas conforme a los pactos constitucionales oportunamente celebrados. La Justicia, la seguridad y la educación son de competencia provincial en sus respectivos ámbitos.
Según la reforma constitucional de 1994, los recursos naturales son de propiedad de las jurisdicciones donde se encuentran los yacimientos, fuentes y reservorios de los mismos. En los papeles, al menos, el nuestro aparenta ser un país federal. Sin embargo, en la práctica está muy distante de serlo.
Por distintas razones, el precepto constitucional es letra muerta, sepultado por las deformaciones es paciales y culturales inmanentes del modelo centralista y macrocefálico del país real. Pruebas al canto: ciudad y provincia de Buenos Aires reúnen algo menos de la mitad de la población argentina, la mayor parte concentrada en la llamada Área Metropolitana (AMBA) que fusiona la metrópoli con los cordones urbanos contiguos.
La desafortunada eliminación del Colegio Electoral consumada en la reforma de 1994 potenció aún más el peso electoral de ese distrito en detrimento del resto. La concurrencia de los factores mencionados, entre otras arbitrariedades, condujo a la inequitativa distribución de los recursos fiscales de uso discrecional —cada vez más cuantiosos que los coparticipables— y direccionó buena parte de la creciente emisión monetaria para solventar aportes y subsidios de toda clase a esa porción del padrón electoral.
En dos siglos de existencia como nación independiente, hubo tiempo suficiente para corregir ese formato concéntrico. Sin embargo, no solo que no se hizo sino que se profundizó. Tampoco ninguna de las administraciones democráticas, desde 1983 hasta hoy, osó revertir esa desmesurada concentración física que crece exponencialmente año a año, cuyo resultado es un país fraccionado en tres partes desiguales; las otras dos con similar población cada una: las provincias de la franja central con mayor actividad productiva —Córdoba, Santa Fe, Mendoza y Entre Ríos— y el conjunto de las demás repartidas en distintas regiones.
El centralismo no es neutro en términos políticos e institucionales. Los gobiernos provinciales dependen en mayor o menor medida de la distribución de recursos extraordinarios y partidas presupuestarias no automáticas y, por eso mismo, están sujetos a las condicionalidades que suelen imponerse desde el nivel nacional para acceder a esas ventanillas.
A lo largo de la historia, las provincias no fueron víctimas pasivas y resignadas de ese estado de cosas. Detrás del añejo conflicto entre unitarios y federales siempre estuvo la cuestión del puerto y las rentas aduaneras que no se compartían.
El separatismo también salió a escena en algunas oportunidades, cuyo caso más notorio fue la escisión de la provincia de Buenos Aires de la Confederación Argentina en la década de 1850. Ya en el siglo 20, los arrestos autonómicos y algaradas provincianas se sofocaban con intervenciones federales, de las que hubo para todos los gustos durante gobiernos conservadores, radicales y peronistas.
Sin exagerar, podría decirse que resucitar el exánime federalismo es una de las grandes asignaturas pendientes que resalta en la agenda republicana. Urge replantear la configuración territorial y jurídica de la Argentina y desmontar la acumulación tumoral que fagocita presupuestos y obra como un lastre para el resto del país.
Obviamente, llevará muchos y años y solo será posible en el marco de un amplio concierto de voluntades, algo que escasea en la historia argentina. Y, por supuesto, lejos de cualquier tentación separatista.
Escritor e historiador