Tres pandemias acechan al mismo tiempo a nuestra humanidad compartida: la del Covid 19; la del sobrepeso, obesidad y enfermedades crónicas no transmisibles y la de la desigualdad. Las tres, relacionadas entre sí, están fuertemente asociadas a la degradación ambiental y al modelo agroindustrial dominante.
En Argentina se impuso desde 1996 un modelo agroindustrial basado en la producción extractiva de monocultivos (la soja ocupa el 60% de la superficie cultivada del país) transgénicos tolerantes o resistentes a agrotóxicos (57 de los 61 eventos transgénicos aprobados fueron diseñados específicamente para eso); uso intensivo de agrotóxicos (525 millones de l/kg por año, de más de 5200 formulados comerciales distintos, lo que nos convierte en el país que más agrotóxicos por persona por año utiliza en el mundo) y de fertilizantes sintéticos derivados de combustibles fósiles (su consumo aumentó un 1500% en estos 24 años de agronegocio transgénico), destinados principalmente a la exportación (el 98% de la soja se exporta a otros mercados para alimentar animales, generar agrocombustibles o materias primas para la industria).
A esto se le suma una distribución camión-dependiente de los alimentos (con los consecuentes incrementos en los costos y precios y el aumento de las emisiones de gases responsables del cambio climático) y una intermediación y comercialización altamente concentradas en las que los hipermercados y supermercados detentan el 75% del mercado.
En cuanto al consumo, prima la deslocalización y desestacionalización de las dietas y el creciente desplazamiento de los alimentos naturales o mínimamente procesados –comida real- por objetos comestibles no identificados (OCNI´s) ultraprocesados - las estrellas del modelo agroindustrial.
El modelo agroindustrial dominante nos está enfermando y matando: muchxs niñxs han muerto como consecuencia de la intoxicación por agrotóxicos y han aumentado los cánceres, los trastornos neurodegenerativos a edades cada vez más tempranas (alzheimer, parkinson, autismo) y del sistema endocrino, las malformaciones, enfermedades respiratorias y de la piel, los trastornos de fertilidad y los abortos espontáneos, como consecuencia de la exposición ambiental crónica a los venenos, tanto en el campo y los pueblos fumigados como en la Ciudad (a la que los venenos llegan a través del aire, agua y alimentos). Además, los agrotóxicos, como demuestra la literatura científica libre de conflictos de intereses, debilitan o suprimen el sistema inmunológico, justamente lo que más deberíamos cuidar para hacer frente a ésta u otras pandemias por venir.
Como si esto fuera poco, genera contaminación del suelo, del aire, del agua, de la fauna silvestre y de los alimentos; destruye los polinizadores de los que depende el 70% de nuestros alimentos para existir; provoca concentración, extranjerización y conflictos por la tierra (perdimos 200.000 productores en los últimos 20 años); desplazamientos de campesinos y pueblos originarios, éxodo rural y hacinamiento urbano (siendo el octavo país más grande del mundo, el 92% de su población vive en pueblos y ciudades y hay más de 4100 barrios populares censados, el 50% de los cuales nació en los últimos 20 años, aumentando los riesgos de transmisión de enfermedades por el hacinamiento, como se hace evidente en estos momentos); desplazamiento de otros cultivos (pasamos de la diversidad agrícola que nos caracterizaba al monocultivo) y de la ganadería bovina (encerrando a las vacas en feedlots, lo que genera contaminación ambiental, carnes con mayor grasa saturada, uso de antibióticos responsables de la creciente resistencia bacteriana y un verdadero caldo de cultivo de zoonosis de todo tipo (vaca loca, gripe porcina, aviar, entre otras); deforestación y destrucción de selvas y humedales (lo cual altera los equilibrios ecosistémicos y nos pone en contacto con nuevos virus y bacterias); aumento de la emisión de gases responsables del cambio climático (más de la mitad de los gases son producidos por el modelo agroindustrial en su conjunto); degradación de los suelos y desertificación (hemos perdido hasta el 50% de fertilidad en los mejores suelos); expansión de malezas resistentes y tolerantes (cada vez hay más y son más resistentes y se recurre a cócteles cada vez más tóxicos para pretender inútilmente “combatirlas” en un círculo vicioso), pérdida de biodiversidad (nos hemos cargado el 75% de la biodiversidad global en menos de 100 años) e inundaciones (con las consecuencias materiales, económicas y psicológicas que traen consigo).
Premio Perfil 2019 a la lucha contra los agrotóxicos
Todo esto se hace en el nombre del loable fin de “alimentar al mundo”. Sin embargo, el hambre ha aumentado en el mundo y en nuestro país y se ha disparado la pandemia del sobrepeso, la obesidad y las enfermedades crónicas no transmisibles, asociadas al modelo productivo veneno-dependiente y a los objetos comestibles ultraprocesados, ricos en transgénicos, agrotóxicos, azúcar, grasas, sal y aditivos químicos que el modelo pone en nuestras mesas. Lo único que ha alimentado el modelo agroindustrial son los bolsillos de los accionistas de las industrias que controlan el negocio, cada vez más concentrados y escandalosamente ricos, es decir, la pandemia de la desigualdad.
La alternativa al modelo agroindustrial dominante es el paradigma de la Soberanía Alimentaria.
La Soberanía Alimentaria aboga por otros modos, en plural, de producir nuestros alimentos en armonía con la naturaleza de la que somos parte, que englobamos genéricamente en la “agroecología” pero que incluye, entre otras, a la permacultura, la agroecología extensiva, la agricultura ancestral y la agricultura biodinámica; esa agroecología –hoy más que nunca es importante destacarlo- es de base campesina, una agricultura con agricultores y agricultoras, poniendo en el centro del sistema productivo a la agricultura familiar, campesina e indígena, a los pastores tradicionales y a los pescadores artesanales.
La prioridad del sistema agroalimentario debe ser alimentar adecuadamente a los 45 millones de habitantes que somos en el país, y si hay un excedente (y la realidad de nuestros bienes comunes naturales es que nos permitiría tenerlos) podríamos compartirlos con otros pueblos. Hacia el interior del territorio se debe propender a la localización de los sistemas alimentarios, generar sistemas de producción local para abastecimiento local, fortalecer la economía social y popular y el acercamiento directo del productor con el comensal, garantizándoles a unos y otros un precio justo, y a los comensales el acceso a un alimento sano producido de manera local, por un agricultor que de esa manera arraiga en el territorio.
La Soberanía Alimentaria nos invita a repensar la situación de nuestros bienes comunes naturales, necesarios para la producción de los alimentos: tierra, agua, semillas. En este paradigma la tierra debe estar en manos de quienes la trabajan, la necesitan y la cuidan, y por eso la soberanía alimentaria retoma y vuelve a enarbolar la bandera histórica de la reforma agraria, popular e integral. Del mismo modo las semillas, lejos de ser mercancía patentable u objeto de “derecho de obtentor”, son patrimonio común de los pueblos que deben seguir estando en manos de las agricultoras y agricultores, para producir alimentos sanos, seguros y soberanos. Y finalmente el agua, lejos de ser una mercancía privatizada, apropiada por las empresas, es y debe seguir siendo un derecho humano y un bien común al servicio de la vida.
"Es una buena manera de cuidar los precios"
Para la Soberanía Alimentaria los alimentos no son meras mercancías libradas a la especulación y los juegos del mercado, sino un derecho humano reconocido constitucionalmente que el Estado en todos los niveles –nacional, provincial y municipal- debe respetar, garantizar y adoptar medidas para hacerlo efectivo.
Por último, la construcción del paradigma de la soberanía alimentaria requiere de una ciencia digna, en diálogo de saberes con los pueblos originarios y comunidades campesinas, y puesta al servicio de los pueblos y no de la reproducción y legitimación del capital.
Por todo esto, el paradigma de la soberanía alimentaria nos ofrece una salida colectiva a las tres pandemias que estamos sufriendo.
Más allá de si la intervención y eventual expropiación de Vicentin es o no un paso hacia la soberanía alimentaria –enhorabuena el debate- es necesario, urgente y posible dar no sólo un paso, sino varios al mismo tiempo de manera coherente y articulada –caminar, en definitiva- hacia la realización de la soberanía alimentaria en nuestro país.
Es un paradigma al que, esperamos, le haya llegado su tiempo.
* Abogado de derechos humanos y Soberanía Alimentaria. Integrante de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la Escuela de Nutrición de la Universidad de Buenos Aires, la Red de Abogadas y Abogados por la Soberanía Alimentaria (REDASA) y el Museo del Hambre.