En este país donde el ambiente literario se solaza en hablar de “locos lindos”, prescribo los efectos de leer a Pablo Farrés: abducción vertiginosa y trepanación lobotomizadora.
Desde cierto punto de vista, Farrés escribe clausuras, obras que aniquilan potencias anteriores de la literatura para abrir, quizás, regiones todavía no bautizadas. Así, concibió la última novela metaliteraria o teoría-ficción (Literatura Argentina cierra para siempre las posibilidades que había abierto Piglia, más de tres décadas atrás, con Respiración artificial); la última ficción sobre Malvinas (Mi pequeña guerra inútil hace estallar el dispositivo ideológico o testimonial en torno al acontecimiento y lo fetichiza en una des-cerebración total); la última ficción especulativa sobre el problema de la Inteligencia Artificial (Las pasiones alegres acelera hasta tal nivel de disolución expresionista el colapso de los futuros post-humanos e in-humanos, que, después de la cima, sólo queda la perspectiva de la rehumanización… y aquí, Farrés dialoga cara a cara con Laiseca)… incluso cierra para siempre la novela sobre el Sida (la disolución referencial y el extrañamiento tramposo que Bellatin había formulado con respecto al Sida en Salón de belleza, a comienzos de los noventa, alcanza en Las series infinitas, todavía inédita, el máximo de diseminación significante, el extremo y la hecatombe iterativa que convierte el virus, o la lógica de lo viral/virósico, en el modelo y fetiche de una máquina de narrar: la mayor y última novela sobre el Sida que, sin embargo, no es de ninguna manera una novela sobre el Sida). No se puede ir más lejos en los “géneros” que Farrés mancha. Como todo gigante, Farrés quiere construir, pero destruye. Arquitecto hacia atrás. Y El libro del buen olvido (Nudista) es la última literatura del yo: su sátira final (una sátira más seria que un infarto), la burla terminal de sus procedimientos, pero también la explotación y humillación integral de sus utopías para buscar una diseminación cósmica donde no cabe el Yo. Una novela que, con la solemnidad anacrónica de una catarsis psicológica (en el sentido polleriano de lo catártico), desquicia y desmonta el nodo único de la literatura del yo, la memoria como generador de discursividad y como formulador de identidad. Si se apagan todos los centros de memoria y se somete al Yo a un olvido-recuerdo cuyas condiciones de totalidad hacen de estos pares algo reversible, la literatura del yo se torna imposible: entonces ahí, en esa muerte, comienza la escritura. Hay que matar la literatura para que la escritura comience.
Andrés Jorsman, el narrador de El Libro del Buen Olvido retorna derrotado, tras separarse de su pareja, a la casa de su madre, a la habitación que fue escenario de su infancia y adolescencia. La regresión nostálgica se torna siniestra casi de inmediato. Descubre en un armario una resma amarillenta de hojas, el original de una novela ilegible. El hedor estancado de la posibilidad implicada en todo regreso al pasado se sintomatiza en una de las clásicas amnesias retrógadas de Farrés: el narrador no puede retener en la memoria ni una sola palabra de las que lee. No puede leer. Cada avance en este libro de arena invertido deja la mente en blanco, como si, cada milímetro de avance activara un alarma de represión, la decodificación se resbalara sin agarrarse a nada y el sistema mental se reseteara por completo. Asimismo, súbitamente, como efecto diseminado de ese Libro del Buen Olvido, todo el entorno humano del personaje, e incluso el Estado, olvidan su existencia. Una sucesión de borramientos imposibles en un mundo estragado. Sumidos en un iscariotismo incomprensible, todos niegan haberlo conocido. O el libro engendró un olvido a escala cósmica, o bien le instaló a él, artificialmente, una memoria ficticia. Es la perfecta pesadilla infantil de la apatía total y su fantasía persecutoria. Hasta aquí, pareciera que estamos en el terreno confortable de la literatura fantástica –el asombro cognitivo ante la irrupción de lo imposible, la intervención de un objeto mágico que funciona como catalizador y umbral…–, pero en Farrés nada se detiene en lo amniótico de la literatura: el descenso hacia la inhóspita intemperie es de rigor. Como en las mutaciones kafkianas, el asombro ante lo absurdo no importa tanto como las implicancias de este hecho como punta para desmadejar tácitas infraestructuras de un orden demiúrgico o develar cierto sospechado sustrato amoral y maquínico del universo: una agencia que por, ontológicamente inhumana (inhuman), nosotros percibimos como axiológicamente inhumana (inhumane), y cuyo mero roce, en tanto Dentada Cosa Numénica, devela una malla aporética de las cosas.
Lejos de la moda banalizada del new weird tal como se pretende en sus versionados nacionales, Farrés formula el más genuino acercamiento a algo que podría rotularse (si de rotular se tratara) como un weird argentino. Este juicio ya juega a la frivolidad a tres puntas, pero vale la pena el riesgo. Farrés, en cuya escritura se juegan ángulos vírgenes de Borges y Levrero, es también un lector de Ligotti, de Millhauser, de Danielewski, de China Miéville, de Greg Egan y M. John Harrison… ¡un lector de Michael Cisco! Me atrevería a decir incluso que en Las pasiones alegres y en la todavía inédita Las series infinitas logra la utopía (o distopía en este caso) de una ficción aceleracionista absoluta que estira hasta su extremo aquella premisa de horror abstracto que Nick Land plantea en Phyl-Undhu o en Chasm: la ficción como vía estética para canalizar un hundimiento de lo antropomórfico. Farrés escribe fenomenologías oscuras: el mundo es un conjunto de experiencias opacas que no habilitan una comprensión significativa, incapaces de informarnos acerca de qué es la conciencia. Todo en Farrés tiende a un devenir in-humano, a un permutar hacia una atrocidad biomórfica (como diría David John Roden) y a un arrojarse hacia la matanza conceptual (¿o será La Matanza conceptual?).
Hablar de una novela de colapso mental y derrumbe psíquico es, en realidad, hablar de toda la escritura de Farrés. Nos ha habituado a cierto retorno siniestro, topológico, de los grandes núcleos borgeanos. Un retorno en términos de experimento mental y, usualmente, una permutación de las potencias activas de Borges en reinos de imposibilidades, en pantanos de limitaciones que, aún en su estofa negativa, son capaces de oficiar una aceleración vertiginosa. Aquí vuelve la inversión de Funes y también del libro de arena, cuya infinitud se asocia aquí al olvido perfecto de la incontinencia mnémica total, un libro cuya lectura alcanza la perfección del secreto, ya que nada puede retenerse de él: un abismal ars obliviatoria capaz de exprimir el desierto de la página en blanco y saciarla con el artificio. Una escritura de olvido tan perfecta que incluso somete a su propio autor al conjuro de su disolución, y lo deshumaniza, lo inhumaniza, tal como las fábulas que se escanden y acumulan en Las pasiones alegres. Difícil no notar que, en la propiedad de ese Libro del Buen Olvido, está también el reverso perfecto (y a la vez el signo que lo cierra) de Rodenlan, aquel plagiario optimizado de Literatura argentina, la novela que inaugura propiamente la ritualística farresca, aún sin ser la primera.
El Libro del Buen Olvido está sembrado de una sutil panoplia de ironías fulminantes en torno a la tradición literaria nacional, a sus falsas tensiones entre vanguardia y mercado y a la banalidad conspirativa con que libros destinados al olvido se hacen un puesto cardinal en un mercado cultural parroquial, segundón y cada vez más estandarizado; donde la vanguardia se gremializó para siempre en un irrespirable mundillo de sofisticaciones y sobreentendidos y el best-seller no pasa de meras iteraciones vicarias y aspiracionismos angloamericanos; y alrededor de esto, todo un medio, un periodismo y una crítica académica, por completo inocuos, dedicados a “darle nombre a lo innombrable” y a captar y vindicar ciertos poderes en los que en verdad no creen.
En esta novela, como ocurría en Literatura argentina, algo, un acontecimiento imposible, lo nunca visto, viene a quebrar el hasta entonces complaciente fluir de la tradición literaria nacional. Como antes Rodenlan rompe la literatura argentina, ahora un best-seller irrecordable quiebra el campo literario que la hace posible: en ambos casos se escande el núcleo que obsede a Farrés, a saber, cómo la desintegración del soporte material de la mente destituye el espíritu. Así como cuando un cerebro se luxa a fuerza de una infección virósica o la imposición de una inteligencia artificial capaz de engendrar una memoria ficticia y, en consecuencia, la mente se rarifica y desingulariza irremediablemente, así, del mismo modo, la aparición de un fenómeno disruptivo en una tradición literaria es capaz de develar sus poses, sus malestares, su malicia intrínseca, y desactivarla por completo, como si se tratara de la llegada del ángel exterminador o del visitante seductor de Teorema de Pasolini. La alegre catexis familiarista de la literatura argentina –sus historización de profetas sonrientes y sus impostadas tensiones entre civilización y barbarie– devela en las especulaciones farrescas un nodo derrengado y falsario. La familia aguarda su revolución incestuosa, la venida de un Mesías purificador que barra la gran llanura de los chistes hasta no dejar un hierbajo en el horizonte. La literatura argentina, intuimos, pareciera buscar crecientemente su propia destrucción, la banalización última de sus contadas magias reales. Farrés (y volvemos a Land) busca la aceleración de ese colapso. Escenifica en sus consecuencias últimas ese mismo gesto de aniquilación que los medios culturales vienen operando a cuentagotas con la finalidad, inconsciente y masoquista, de quemarlo todo en una pira de olvido, autofagia obscena y regurgitación cíclica. Como monstruitos goyescos, el sistemita está armado por criaturas que se repulen entre sí, entre falsas polémicas y falsos elogios. Farrés simplemente aprieta el botón de fast-forward para mostrar hacia donde progresan lógicamente tales ademanes aniquilatorios.
EL LIBRO DEL BUEN OLVIDO
Fragmento
Hace unos meses, después de separarme de mi mujer, sin otro lugar donde ir a parar, tuve que volver a la casa de mi madre. Desde entonces me la paso encerrado en el cuarto que fue el de mi infancia. La habitación da hacia el patio del frente. En otros tiempos, ese patio era un vergel de plantas y flores, sonajeros de caña de bambú, mandalas pintados sobre láminas de aluminio, campanitas colgantes, figuras de yeso —ángeles, enanos, sapos, diminutos jardineros con carretillas— y círculos trenzados con hilos de colores que atrapaban nuestros sueños —o eso se suponía— antes de que se dispersaran por otras regiones del mundo. Desde que mi madre perdió su pasión botánica, las plantas y las flores murieron, el tiempo embadurnó con una capa de verdín las macetas y las estatuas, los mandalas se despintaron y los sueños se fueron por ahí sin que nada ni nadie los pudiera atrapar. La persiana de la habitación permanece rota, no puedo subirla ni bajarla, ha quedado trabada en el tapa-rollo y no estoy dispuesto a perder el tiempo arreglándola. La habitación no es muy amplia pero me alcanza para satisfacer mis necesidades: dormir, leer, escribir. Del lado izquierdo de la ventana se encuentra la cama, del otro lado un escritorio y una pequeña biblioteca.
Recuerdo el día que regresé a esta casa con mis pocas cosas a cuestas, entré a este mismo cuarto y lo encontré intacto, absolutamente idéntico a cómo lo había dejado hacía ya tantos años atrás. Abrí la puerta y quedé anonadado, se trataba del museo de mi propia infancia, un diorama de mi pasado. En las paredes todavía colgaban los posters que en mi adolescencia había pegado junto a un círculo negro y verde, con números que saltaban de diez en diez y servía de blanco para perder el tiempo jugando a los dardos, el cajón del escritorio resguardaba los viejos casettes que por entonces escuchaba —The Cure, Talking Head, U2, The Smiths, Depeche Mode, Specials—, y en la biblioteca todavía se encontraban los viejos libros de la colección Elige tu propia aventura que mi madre me compraba todos los meses, junto a algunos ejemplares ya desvencijados de Poe, Philip Dick y Herman Hesse. Seguramente mi madre habría guardado y cuidado lo que en aquella habitación persistía con la ilusión de que en algún momento mi vida terminara de pudrirse y regresara vencido a su lado como finalmente sucedió. En el placar la ropa planchada y doblada esperaba todavía por el que yo había sido y dejado de ser, pero que aquella ropa permaneciera así limpia y ordenada transformaba mi sospecha en un indicio claro del estado de melancolía en que mi madre había vivido durante tantos años esperando el derrumbe y con ello el regreso de su hijo. ¿Para qué tomarse el trabajo de lavar, planchar, doblar y guardar aquellas prendas que ya no me entraban sino porque todavía vivía en un tiempo ya muerto en el que ella misma se había dejado atrapar? El orden intacto de la habitación en la que había pasado mi infancia y adolescencia era el modo en que ella había encontrado para sobrevivir un tiempo más después de mi abandono, un gesto desesperado de defenderse de sí misma mientras esperaba mi retorno. Fue aquella obscena esperanza de mi madre la que me permitió comprender los vericuetos de la pérdida y el esfuerzo inútil de dar vueltas sobre mi propia existencia mental para sanarme de mi memoria atrofiada. Llevado a una escala universal, mi cerebro, como el de cualquier otro, no difería demasiado al de una mosca, ¿dónde persistían entonces los recuerdos sino en las cosas mismas? Allí se encontraba mi pasado; mis libros de entonces, mis cassettes, los posters, mi juego de dardos, mi ropa, mi cama, ellos mismos concentraban el pasado, eran la memoria que yo había perdido. Me di cuenta, o quise pensar, que la memoria entonces no es un rasgo humano sino una propiedad del mundo, el mundo es memoria, las cosas no son sino la encarnación del pasado, la contracción del tiempo ido. Me sentí liberado, pude allí respirar sereno y saberme inocente con respecto al que fui en este mismo lugar. No necesitaba entonces recuperar en mi memoria la imagen de quién había sido mi madre, ella estaba en los libros apretujados en la biblioteca, allí se resguardaba su espera amorosa ante la publicación mensual de cada nuevo ejemplar de la colección de Elige tu propia aventura, allí estaban las visitas de mi madre cuasi-analfabeta a las librerías buscando los cuentos de Poe, Dick y los otros; y en aquellos cassettes de Sumo, The Cure, The Specials, mis propias búsquedas, todavía el chico de trece años que juntaba las monedas para ir a la disquería y comprar no los originales porque no me alcanzaba la plata sino los cassettes vírgenes en los que grababa de la radio o de los que otros chicos le prestaban, y sobre todo, existía todavía en la ropa que mi madre aún mantenía planchada y doblada en los estantes del placar, prendas absurdas que ya no me entraban, camisas oscuras con vetas violetas y azuladas, pantalones nevados y agujereados, todas ellas contraían en su propia textura el tiempo del mundo, el tiempo del adolescente que yo había sido. Lo que comprendí entonces es que aquella habitación no tenía ningún presente, ella misma y todo lo que allí se encontraba ya eran el recuerdo de sí mismos. Esa idea me trajo algún alivio: el hecho de que mi pasado solo se presentara bajo la forma desgarrada del atisbo y la mera intuición no tenía nada que ver con los vericuetos de mi cerebro ni con las trampas que yo mismo pudiera inventarle a mi existencia mental, no, no había nada que buscar allí, simplemente porque el pasado no se inscribe en la memoria de los hombres sino en el espesor concreto de las cosas.