En Borja, todo el mundo entraba a la iglesia y la veía pintando. El cura, que solo se hacía cargo de los oficios pero tenía la capilla con goteras y salitre y el escaso patrimonio en estado deplorable, había consentido que la señora Cecilia Giménez, una devota y bien intencionada mujer de 80 años, le pusiera un poco de color a una pintura mural de unos 50 centímetros de alto por 40 de ancho atribuida a un artista del siglo XIX, Elías García Martínez, natural de Requena y profesor de la Escuela de Arte de Zaragoza.
Ella empezó por la túnica pero luego siguió subiendo por el cuerpo hasta llegar a la cara de Ecce Homo y los retoques se complicaron: un poco por aquí, otro poco por allá y el rostro de Cristo cambió muchísimo respecto de su original. La pieza, que no era de gran valor, según los expertos, iba acompañada de una leyenda que rezaba algo así como “Este es el resultado de dos horas de trabajo a la Virgen de la Misericordia”.
Fueron un poco más las que le tomaron a Cecilia para transformar esa pintura y meterse, sin quererlo, si no en la historia del arte, por lo menos en la de la restauración y conservación del patrimonio de bienes culturales. En este sentido, se alude graciosamente al episodio como Ecce Mono en “el fin del arte”, una de las partes que compone la obra de teatro Tres finales, de Rafael Spregelburd, cuando dos profesores universitarios franceses deben decidir si incluir a Cecilia Giménez en el programa de la materia que pretenden enseñar. Ni hablar de las consecuencias no buscadas, pero encontradas al fin, como la de figurar en la lista de una revista especializada entre las cincuenta obras icónicas creadas entre 2007 y 2012, por delante de Damien Hirst, por ejemplo, y el rumor del supuesto interés del MoMA de comprarlo. O de las largas filas de turistas para visitarlo en el santuario de Borja, a cuatro horas de Barcelona, y sin muchos más atractivos turísticos.
Fue caracterizado en las noticias como escándalo, destrozo, daños al patrimonio; le siguieron memes, decenas de chistes, que hicieron incluso quienes pronunciaban por primera vez ecce homo, cuya traducción del latín podría ser “he aquí el hombre”. Antes, mucho antes, la había dicho Poncio Pilatos para presentar a Jesús de Nazareth, al Cristo doliente, al varón de los dolores, a la multitud que daría su veredicto para el destino final del reo, según se cuenta en el Evangelio de Juan.
Por estos días se supo que un coleccionista de Valencia mandó a restaurar un cuadro de una Inmaculada de Murillo y nuevamente sobrevino la sorpresa ante el resultado que fue calificado de “horroroso”, “un atentado”, “ridículo”. Es cierto que la virgen que le devolvieron se parece bastante poco a la que entregó y si se lee con detenimiento la noticia, el cuadro era una copia, algo evidentemente de otro valor, y el hombre pagó 1.200 euros.
El recuerdo de la “intervención” de la señora Cecilia en 2012 y su versión del Cristo no se hizo esperar. Junto a sucesos similares –una escultura en Salamanca que volvió muy diferente después de su reparación, entre otros– formarían la “escuela Ecce Homo” en la variante risueña del asunto.
Sin embargo, una vez superado el escándalo y el horror hay que hablar con Gabriela Siracusano, investigadora del Conicet y directora del Centro de Arte, Materia y Cultura (IIAC-Untref) para aprender mucho con sus conocimientos y tomarlo con calma: “Hay un uso y apropiación de las imágenes que no es siempre el mismo y para todos los tiempos igual. Los investigadores en arte tenemos que tener en cuenta, entre otras cosas, los vínculos que la gente establece con las imágenes. En caso de los usos litúrgicos, esto es muy importante porque es algo religioso, las personas se apropian de eso y no sé si estamos en condiciones de decir qué está bien y qué mal en ese sentido. Otra cosa es una institución que tiene que resguardar de otra manera el patrimonio o un coleccionista. En este último caso, en general quieren restauraciones completas, como si fueran nuevos. Respecto de la obra de Murillo, hay que ver si realmente era lo que su dueño dice tener. La gente cree que tiene obras que después no son. En las familias se ha dicho que tal cuadro es de tal artista y luego no es así. Ahora bien, si yo tengo un Murillo, no se lo voy a llevar a restaurar a un zapatero”.
Florencia Gear y Viviana Mallol son especialistas en conservación y restauración, y forman parte del Centro Materia que dirige Siracusano: “Somos un equipo interdisciplinario en el que se promueve la investigación científica a través del estudio de los bienes culturales. Nuestro objetivo no es solo solucionar problemáticas específicas desde el punto de vista de la conservación-restauración, sino también investigar sobre los materiales que componen esos bienes, identificar las técnicas de ejecución y los procesos de alteración o deterioro. Uno de los proyectos es la propuesta de crear una gran materioteca del arte argentino moderno y contemporáneo en la que se conserven registros audiovisuales y muestras de materiales que resulten de referencia para el estudio de los componentes de las obras de arte. Aún en la actualidad, aunque cueste creerlo, se desconoce en muchos ámbitos la existencia de la conservación-restauración como profesión, y en el afán de resolver lo que parece una simple limpieza o reparación se incurre en prácticas inadecuadas. Lo que resulta alarmante es que la falta de conocimiento puede implicar un daño irreversible en los objetos”.
Hablando de daños, el historiador de arte José Emilio Burucúa es preciso al indicar que la teoría italiana de restauración es la que se puso en práctica en la Argentina: “El principio es paralizar el deterioro y no inventar nada”. Burucúa, que trabajó en el Centro Tarea del Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural (IIPC) de Unsam, iniciativa de Héctor Schenone en su origen y su maestro, completa la idea: “El método es casuístico: hay principios generales y un caso concreto. Además del antes mencionado sobre detener el deterioro, uno muy importante es que todo lo que se haga tiene que ser reversible. Cesare Brandi, el famoso especialista italiano del siglo XX y del que se desprende la teoría que usamos, pensaba que alguien en un futuro va a poder hacerlo mejor y no podemos negarle esto a la posteridad. Si lo pensamos bien, es una idea muy interesante, ya que hay una superación en lo que respecta a avances técnicos. Un buen ejemplo es la tela llamada Beva, una sustancia extraña que se adhiere para intervenir sobre algunos soportes y se pega a una determinada temperatura, pero si aumenta el calor, se despega totalmente y se vuelve atrás con el procedimiento”.
Cada pieza es una discusión, cuando de restaurarla se trata. Un campo de batalla, un cruce de disciplinas
A diferencia de la escuela italiana, otras líneas de restauración admiten diferentes intervenciones: “Los ingleses, por ejemplo, recuperan por medio de investigaciones, claro, si una obra tenía colores más vivos y se los ponen. Pero los rusos son extremos: ¡las completan, las rehacen, si le falta una mano se la ponen! Casi no hay diferencia para ellos entre un original y una obra rehecha”.
“Cuando una obra requiere de una intervención, ya sea desde el punto de vista de su conservación preventiva o su tratamiento, debe ser cuidadosamente examinada”, instruyen Gear y Mallol. “Los métodos de examen pueden comprender desde la observación a simple vista con luces comunes hasta la inspección minuciosa con distintas radiaciones como la ultravioleta o infrarroja, y el estudio a través de placas radiográficas. Además existen análisis de laboratorio tales como estratigrafías, cromatografías, microscopia óptica, que nos permiten conocer los componentes de una obra de arte, su estructura física y su estado material. Toda esta información se registra en informes técnicos específicos y con los datos obtenidos se profundiza en el conocimiento de la obra y se desarrolla la propuesta de intervención”.
Cada pieza es una discusión, cuando de restaurarla se trata. Un campo de batalla, un cruce de disciplinas, una tensión entre el pasado, el presente y el futuro. La tarea es apasionante y se nota en las palabras de los especialistas. Siracusano está llena de anécdotas de sus viajes al Noroeste para la recuperación de obras de arte colonial: “Muchas piezas eran para proveer a las iglesias para el culto, iban en lomo de burro, no tenían un sentido de contemplación; por lo tanto, hay que preguntarse si la restauración es la misma para un cuadro de Velázquez pintado para los reyes que está en un museo que para este tipo de imágenes. He visto imágenes escultóricas en iglesias que estaban vestidas con cosas modernas, anteojos Ray Band, saco y corbata. Una forma de ponerlas lindas, de hermosearlas para la devoción”. Burucúa ha visto mucho, también: “Una vez llegó al taller una virgen que había sido pintada con pintura de auto. ¡No estaba mal, eh! Pero obvio que no es el material que corresponde. Schenone tenía un cartelito en su mesa de trabajo que decía: “Objeto de culto. No se toca”.
La coincidencia de los expertos es absoluta en que el trabajo interdisciplinario es imprescindible: “Mientras que puede considerarse válido remover un repinte, no original, en una obra de arte, en un objeto devocional cierto agregado o modificación puede llegar a considerarse parte de su historia. Es en estos casos cuando cobra sentido y se potencia el trabajo interdisciplinario: historiadores, científicos y conservadores contribuyen a entender los objetos desde diversas miradas, para abordar adecuadamente cada caso. Conocer la naturaleza de cada objeto, en todas sus dimensiones: artística, histórica, religiosa, etc. permite entender las implicancias de su intervención”, acuerdan Gear y Mallol.
“Hay que respetar el contexto de la pieza. Un historiador del arte, un conservador y restaurador y un químico es lo que se necesita siempre. Porque es la forma de evaluar en pinturas qué se saca y qué no de obras que están debajo de otras. Si hay un Boticelli debajo del cuadro de mi tía, no hay dudas. Pero hay un Tiziano en el Museo de Bellas Artes que debajo tiene la cabeza de una mujer pero el valor de uno prima sobre otro. En cambio, en una colección particular se descubrió que debajo de un cuadro de Cesare Borgia, atribuido al taller de Rafael, que es copia de una destruida en la Segunda Guerra Mundial, hay una mujer con turbante. Es Beatrice Cenci, una figura famosa que mató a su padre y de la que hay una ópera de Alberto Ginastera”, comenta el autor de Historia, arte, cultura: de Aby Warburg a Carlo Ginzburg.
Burucúa conoce de un caso de la “escuela ecce homo”: “Una Virgen del Rosario, atribuida a Costanzi, traída por la orden dominica en 1730, estaba en el Convento de Santo Domingo que fue incendiado en 1955. Al año siguiente, le encargan a una señora de las damas del convento que lo repare y la deja ¡hecha una mascarita! El niño que llevaba en sus brazos parecía de madera. Fue un trabajo impecable de Schenone, limpiando por ventanas para ir viendo qué había debajo. Cuando hay mucho blanco de plomo, la radiografía sirve de poco. En otro cuadro, las monjas por decoro le habían tapado el pecho a la Virgen con una especie de camiseta roja. Otra época, otra moral. ¡Se la tuvimos que sacar y quedó espléndida!”.