Es muy difícil no caer en el hechizo que preparó Marcia Schvartz. Lo presenta como una exhibición que se llama Zoolatrías y entidades extrañas, pero en realidad son pócimas, brebajes y cocimientos que estuvo diseñando en el caldero de su mente prolífera y con la impecable destreza de su oficio de pintora y dibujante. Con dotes de chamana, esas capacidades de modificar la percepción de la realidad, Schvartz vuelve arte muchas cosas que en la vida real no lo son. De ahí su encanto. Ese poder que tiene para arrojar esos filtros sobre la vida misma. Sus obras parten de allí, de lo cotidiano, los estereotipos, del papel del arte y de los artistas. Los captura, interrumpe el flujo ordinario de sus devenires convencionales: la que va al baile, la galerista frívola, el ministro de Cultura, el macho, ella misma, y los convierte en influjos de magia potente. Pero, porque es una maga o una bruja, hace algo muy difícil. En ese poder de volverlos obras de arte, los despoja de sus atributos originales. No le alcanza con la parodia. No se ríe de la negra que va a la pachanga y creo que tampoco de la frivolidad de algunos eventos artísticos. O por lo menos, no es la misma risa para cada caso. Lo cierto es que su operación no es, de modo alguno, la burla inmediata. Es un proceso mucho más sofisticado que hace que ese grupo de obra funcione bajo la lógica que podría equipararse a lo que se conoce como profanaciones. Al menos de la manera que las podemos estudiar en Elogio de la profanación, el luminoso texto de Giorgio Agamben. Lo profano implica lo sagrado. El que profana reconoce (y en todo caso, celebra) la existencia de lo que les pertenece a los dioses porque de esa manera puede desactivar su poder y volverlo disponible al uso. Justamente, esta implicancia mutua, esta necesidad de lo uno con lo otro, es lo que los hace un par perfecto. Sacar de la esfera de los hombres, algunos objetos, lugares o animales y ponerlos a disposición de los dioses. El movimiento contrario, devolverlos al mundo de los hombres, restituirles su capacidad de uso, es todo acto sacrílego. Agamben lo explica y advierte la diferencia entre la profanación y la secularización; mientras que esta última deja intactas las fuerzas y las traslada de un lugar a otro, la primera las neutraliza, como quien desarma una bomba cortándole los cables correctos. El juego fue un órgano de profanación, pero está en decadencia. El hombre moderno no sabe hacerlo más y no puede acceder a la fiesta como modo de inversión o liberación. Si hacemos intervenir al arte en estos pasajes, si formulamos la hipótesis de manera que contenga el artificio de Marcia, el resultado es una profanación de lo sagrado. Es el abandono de una religión (no en el sentido de lo que une, sino en la verdadera etimología de lo que separa a los hombres de los dioses, es el relegere y no el religare), falsa y opresiva por una que a través del juego se convierta en “la puerta de una nueva felicidad”. Siempre las brujas son las malas de los cuentos. Nos fascinan, sobre todo, por el atractivo que ejercen con su potencia transformadora, con su sabiduría y con la eficacia para alterar los abúlicos estados de conciencia. Son las únicas rebeldes y revolucionarias.