CULTURA
retratos sin rostro IV

El héroe de Tiananmen

“El hombre del tanque” o “el rebelde desconocido” son dos de los apodos con los que se conoce a un ciudadano anónimo chino que se volvió internacionalmente famoso al ser filmado y fotografiado de pie frente a una columna de tanques durante la revuelta de la Plaza de Tiananmen, en Beijing, el 5 de junio de 1989. Nadie sabe su nombre.

La célebre foto de Jeff Widener, donde el ciudadano anónimo con la bolsa de compras colgando de una mano detiene a una columna de tanques.
| Cedoc

Beijing, plaza de Tiananmen, junio de 1989, una manifestación estudiantil convocada en principio como protesta contra los tratos de favor y la corrupción política se convierte en la mayor manifestación contra el sistema desde la Revolución Cultural maoísta a favor de la democratización del régimen. Los altercados se transforman en matanza, y la matanza, en estado policial. Los tanques salen a la calle para acabar con los estertores de la revuelta y entonces se produce esa imagen hipnótica que treinta y cinco años más tarde sigue teniendo suficiente energía como para poner los pelos de punta a una cancha de fútbol: un civil de identidad desconocida y de entre treinta y cuarenta años, con una bolsa de plástico en la mano, se detiene frente a una hilera de tanques del ejército de la República Popular China a su ingreso en la Plaza de Tiananmen y les impide el paso. Los tanques se detienen y amagan con rodearlo, el héroe anónimo vuelve a plantarse frente a los tanques y los detiene una vez más. Por si no fuera bastante, la escena se repite una tercera vez.
¿Por qué el mismo ejército que durante 48 horas había asesinado a sangre y fuego (según datos de Amnistía Internacional) a más de mil civiles, detenido a 10 mil personas y dejado heridas de gravedad a otras 6 mil se detuvo misteriosamente frente a un hombre con una bolsa de la compra en la mano en vez de reventarlo en una centésima de segundo tal y como había estado haciendo hasta hacía tan sólo unos minutos? Misterio. Queda envuelta y con lazo para la historia, como tantas otras preguntas, la identidad de ese hombre sin rostro, “the tank man” como fue bautizado internacionalmente cuando se reveló la que durante varias semanas fue la única fotografía de aquel gesto heroico. Una fotografía, que al igual que el héroe al que retrata, se salvó de milagro: su autor, Jeff Widener, contratado en esa época por la Associated Press, la escondió en la cisterna del inodoro de la habitación de su hotel para que no se la arrebatara la policía china durante un registro. Si alguien hubiese tirado de la cadena en esas veinticuatro horas posteriores, habría bajado por la tubería (entre otras cosas) el único testimonio de un acto casi inverosímil.

Al día de hoy (y exceptuando China, donde la imagen del “tank man”, por increíble que parezca, sigue siendo tan desconocida como la de la Coca Sarli), ese misterioso héroe anónimo chino se ha convertido en el símbolo de la resistencia individual frente a un totalitarismo que ya había cruzado hacía mucho la línea de lo razonable. Grandes gestos ante los grandes tiempos, gestos heroicos para tiempos trágicos. Pero hay que tener cuidado con los símbolos: pueden acabar convirtiéndose con facilidad en callejones sin salida, herramientas de instrucción y adoctrinamiento o (casi peor) en lugares comunes. Esta escena –tal vez uno de los actos de valor anónimos más impresionantes de la segunda mitad del siglo XX– podría haber salido también (y con un significado muy distinto) de la melodramática imaginación del director más cursi de Hollywood. Lo obvio puede llegar a resultar en ocasiones más difícil de interpretar que lo obtuso y tal vez un hombre parado frente a un tanque no es al fin y al cabo símbolo de nada. Como muy bien dijo en cierta ocasión la escritora católica Flannery O’Connor, “si la sagrada forma fuera símbolo de algo, yo diría: al diablo con ella”. Pero ahí está el hombre, y ahí está el tanque. Resulta casi imposible retirar la mirada.
Pocos años después del final de la Segunda Guerra Mundial, uno de los filósofos más importantes del siglo XX, Emmanuel Lévinas, publicó un libro enigmático: Etica e infinito, un libro escindido por el drama de la guerra y el Holocausto en el que sin embargo se dedica más de un centenar de páginas a desarrollar una optimista tesis sobre la soberanía del rostro humano: “La mejor manera de encontrar al rostro es la de ni siquiera darse cuenta del color de sus ojos –dice Lévinas–. La piel del rostro es la que está más desprotegida, más desnuda. Hay en el rostro una pobreza esencial”. La conclusión con la que cierra Lévinas su magnífico estudio es la de que es precisamente el rostro humano, debido a su pobreza esencial, lo que nos impide matar. El “no matarás” es una ley que, según Lévinas, nace de la misma fisonomía del rostro humano. Quien de verdad mira un rostro no puede matar. ¿Ocurrió tal vez algo así en ese enigmático día de junio de 1989 en la Plaza de Tiananmen? ¿Vio acaso el hombre que conducía el tanque lo que no había visto en las 48 horas de brutal carnicería previa: un rostro humano que se alzaba frente a él, un rostro humano que impedía su propia muerte? No deja de ser paradójico, en cualquier caso, que haya sido el rostro, precisamente, lo que nos ha sido negado.

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