CULTURA
figuritas profanas

El otro cielo

¿Cuántas rememoraciones puede traer consigo una simple fotografía? ¿Cuántas asociaciones, cuántos recuerdos, cuántos reproches, lamentos, alegrías y tristezas? ¿Cuánta vida encierra una imagen? Luis Gusmán se pierde en los meandros que hilvanan las vivencias, entre amigos cercanos, cuentos inolvidables y jugadores de fútbol con los que se tiene de por vida una deuda de amor: Di María, Roberto Perfumo, Rubén Héctor Sosa, Oreste Omar Corbatta... La felicidad al alcance de las manos.

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Recuerdos. A la izq., Marilú Marini y Ángel Di María. Al lado, Kafka por Sabat. Siguiendo en el sentido de las agujas del reloj, Di María, Rubén Sosa y Corbatta. | cedoc

José Luis Retes es quien me envío esta foto tomada en París, temporalmente alejada del acontecimiento, “el Mundial”, donde están Marilú Marini y Ángel Di María.

A Marilú tuve la alegría de conocerla porque filmó una película con Marcela Balza: Las mujeres llegan tarde. Eso también me permitió conocer al Negro, el actor Rodolfo de Souza, la pareja de Marilú, un rosarino con el que hablamos de tango y de fútbol una noche en la pizzería El Cuartito, de la calle Talcahuano. La conversación prosiguió en la casa donde viven en París, a lo que agregamos nuestro gusto en común por el pintor uruguayo Pedro Figari y sus pinturas siempre a punto de esfumarse. Como si uno tuviera que apresurarse a mirarlas ante de que las figuras desaparezcan para siempre.

No solo eso, sino que Marilú vive en París cerca de la galería que está en la Rue Vivienne, en la que Cortázar se basó para escribir su extraordinario cuento El otro cielo, que narra la historia que sucede “espacialmente” entre el pasaje parisino –así lo llamaría Walter Benjamin– y la galería Güemes.

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Esos encuentros que a veces te posibilitan un cuadro, un libro o una película, o como en este caso, la vida misma.

Mi admiración por los ídolos de fútbol viene desde mi infancia. Las anécdotas son muchas. Tantas como los sentimientos que me evocan.

Roberto Perfumo entrando a la librería Martín Fierro, donde yo trabajaba. El frasquito, que acaba de cumplir 50 años, recién acababa de aparecer y era best seller. Cuando entró el Mariscal, lo primero que hice fue regalarle el libro. Nunca me enteré si lo leyó. Fue tocar “el otro cielo” con las manos.

En mi juventud todavía cursaba el fin de la secundaria y mi ídolo era el Marqués Rubén Sosa. Lo seguía a todas las canchas. Hasta que un día conseguí hablar con él. Hasta le escribí una carta a Rancagua, cuando el mundial de fútbol se jugó en Chile. Insistí hasta tal punto, que un día me invitó a comer al Ancla de Olivos, un parador donde iban todos los jugadores de Racing. Incluso algún titán de Titanes el ring. Ese ídolo era mi ancla.

Me ofreció trabajo como cadete en la sastrería que tenía con su hermano en la estación Saavedra. Finalmente, nunca entré a trabajar ahí. La última vez que lo vi fue en la cancha de Vélez, íbamos junto con otras dos personas. Sosa atravesó el molinete, lo dejaron pasar y en el amontonamiento me quedé afuera, La vida puso un molinete entre nosotros. La foto que tenía con él en la sede de Racing se perdió en alguna mudanza.

También una noche en la parrilla La Raya, en Ortiz de Campo, a metros de Las Heras, estábamos cenando con Silvia Hopenhayn y entraron el Coco Basile y Mostaza Merlo. El Coco, como siempre, una voz ronca, que contrastaba con una amabilidad a flor de piel, me firmó un autógrafo. Al rato, se armó una trifulca y le pregunté al mozo qué había sucedido, y me dijo que el Coco y Merlo se habían encontrado con Poletti, el arquero de Estudiantes, rivales de la Copa Libertadores de América de muchos años, y era como si el partido se estuviese jugando otra vez, pero en la calle Ortiz de Campo. Todavía guardo esa firma querida del Coco.

El recuerdo más triste, cuando en la sede de Independiente pusieron la bandera a media asta en señal de que había muerto Oreste Omar Corbatta, uno de mis ídolos. Lloré hasta que la bandera volvió a bajar, era una noticia equivocada que había dado Radio Colonia. Y ese domingo, Oreste estaba otra vez pisando el césped de la cancha.

Por otro lado, tengo un cuadro de una caricatura hecha por Sabat de Franz Kafka. Está en mi habitación como mi ángel de la guarda. El retrato duerme conmigo. Es mi escritor preferido.

Yo les encuentro un gran parecido a Kafka y Di María. La otra coincidencia es que Kafka escribió ese cuento que cuenta la historia de un hijo y se titula El fogonero. Pero no solo me pasó a mí. Hubo una vez una nota, así lo cuenta la leyenda, titulada: “Separados al nacer”.

De todas las declaraciones de los jugadores del Mundial, la que más me conmovió fue la de Di María cuando contó que su padre tenía una carbonería. No hace falta ser un escritor para contar una vida dura. Sus frases eran como brasas encendidas que iluminan sus recuerdos del trabajo paterno, sus palabras brillaban en la oscuridad de su infancia tiznada de carbón. 

He visto jugar wines con estilo: Corbatta, Houseman, Caniggia. Di María forma parte de esas centellas que a veces vuelan por la cancha haciendo magia por la raya. El gol de la Copa América y el del Mundial forman parte de esas iluminaciones.

Lo vamos a extrañar con esa sonrisa y esa cara en que sus ojos se llenan de asombro cada vez que celebra un gol y con sus manos hace un corazón, o tal vez dibuja una pelota sostenida en el aire. Como un mago, de golpe saca un truco de la galera y aparece la magia.

Al retrato de Kafka ahora se agrega esta foto. Basta cerrar los ojos y después abrirlos para encontrarme con una actriz como Marilú y un jugador como Di María. Falta la de Sosa, pero cierro los ojos y está el gol de Di María a Francia. Y sí, ese también fue para poner en un cuadro.

Sí, las estampitas profanas también existen, basta abrir un álbum de figuritas y sonreír de alegría. 

El otro cielo a veces está al alcance de las manos.

 

*Escritor argentino.