Para el escritor argentino, la tradición no tiene que ver con el color local sino con la cultura occidental toda: “Nuestro patrimonio es el universo”, decía Borges en una megacitada conferencia, y Rodrigo Fresán se ubica en esa línea: “Yo no escribo sobre la Argentina, y al mismo tiempo eso me hace increíblemente argentino como escritor”, dice.
El autor de La velocidad de las cosas lleva casi veinte años viviendo en Barcelona, ciudad a la que emigró por cuestiones personales y no, dice, “para ser el continuador del boom o de la idea del escritor latinoamericano que se va a Barcelona tras los pasos de Marito, Gabo y compañía”; aunque lo cierto es que con el tiempo se ha ido transformando en una suerte de faro de escritor latinoamericano.
—Bueno, no tengo la menor consciencia de eso, y además no quiero hacerme responsable de ningún naufragio.
Ahora está en la Argentina para presentar su novela La parte soñada, que es la segunda parte –la “durantecuela”, como dice– de una trilogía que empezó con La parte inventada, novela que aborda los primeros pasos de un escritor del que, ahora, se narra –sobre todo– su período de sequía, de aridez intelectual y onírica también, porque ya no sueña. A eso el autor le aplica esa maquinaria Fresán de inmediato reconocible: las referencias pop, las puestas en abismo, las reflexiones metaliterarias, las intertextualidades, los guiños.
—Lo que en cambio no es tan reconocible es, una vez más, el género.
—Por eso, antes de que me adjudicaran cualquier cosa con la que no estuviera de acuerdo dije “me voy a inventar yo una etiqueta con la que no esté de acuerdo, pero inventada por mí: el ‘irrealismo lógico’”.
Se trata, por supuesto, de un juego de palabras con el “realismo mágico”, una especie de inversión de términos. Pero a él le gusta pensar que sus libros pertenecen a otro género, “que es como libros que transcurren dentro de cabezas y que tiene que ver con los escritores que más me gustan: Banville, Nabokov, Proust, Vonnegut, o sea, libros donde la realidad está puesta al servicio de una determinada mirada o de una forma de entender o no las cosas”, dice, y a propósito de Vonnegut recuerda una anécdota personal. Cuenta que una vez se lo cruzó en Iowa, en un café.
—Vi como una cosa gigantesca que se acercaba bamboleándose, y yo tenía un ejemplar de mi primer libro, Historia argentina, donde Vonnegut aparece. Entonces lo paré y le dije: “Mire, usted no lo va a entender, está en un idioma que no habla, pero para mí es muy importante regalarle este libro”. “Pero ¿de dónde eres?”, me dijo él. “De Argentina”. “¿Y yo aparezco aquí, en un libro? Es una de las cosas más raras que me han ocurrido en la vida”. “Bueno, te han ocurrido cosas más raras que ésta”. “¿Cómo qué?”. “Sobreviviste al bombardeo de Dresde”. “No –me dice–, no, esto es más raro”. Entonces agarra el libro, lo mira y dice: “Bueno, yo acepto el libro, pero con esto terminamos, ¿no? ¿No me vas a perseguir, no te voy a encontrar en mi casa? Porque es muy raro esto, es muy raro”.
Entre risas, Fresán confiesa que él también, con el tiempo, fue acumulando lectores “extraños”, pero “en el mejor sentido de la palabra”, aclara. “Lo que escribo apela a ciertas cosas que piensa la gente y de repente es una literatura también un poco histérica, como es Salinger o Vonnegut. Son libros que no sólo te hacen sentir bien o que te gustan o los disfrutás, sino que también producen una cierta cercanía”.
—¿Tal vez por el hipervínculo pop?
—Sí, supongo. Aunque creo que todo escritor es pop por definición. Scott Fitzgerald con el jazz, Kerouac con el bebop. O sea, yo no descubrí nada.
—¿Y cómo ves el panorama de la literatura argentina?
—Hubo un momento en que me preocupé un poquito justo después de la crisis, de la gran crisis, cuando por primera vez en la literatura argentina hubo algo que no había existido salvo casos muy concretos: una megapreocupación por la realidad y lo testimonial; había un discurso como “bueno, ahora hay que contar lo que nos pasa”, y eso es una cosa que no me interesa, salvo casos puntuales como el de Walsh. Yo escribo para salir de la realidad. Si escribiera para meterme más en la realidad, me pondría a estudiar odontología.
—Pero hay temas de la realidad que te preocupan y aparecen en tus libros, como el de la hiperconectividad.
—Más allá de lo que diga el libro, cuyo personaje no soy yo, bueno, tengo un hijo de 10 años y me preocupa que con sus amigos hablen de cosas que ocurren casi en una dimensión fantasmagórica. Pero también hay momentos en los que tenés que dejar de preocuparte por eso y aceptarlo como un signo de los tiempos. A mi abuelo tal vez le preocupaba que leyera revistas de Superman... y aquí estoy. Quizás una de las grandes ventajas de tener un hijo es que tus miedos y preocupaciones adquieren un signo un tanto más visceral, próximo y real que el estado de las cosas tecnológicas versus la literatura, que pasan a otro plano. Pasan a un libro, justamente, a una ficción. Y está bien que así sea.