Kurt Vonnegut, escritor de cuyo nacimiento pronto se cumplirán cien años, es uno de esos autores que en general le gustan a todos. Críticos, académicos, lectores, abuelas. Incluso alumnos. Es raro encontrar alguien que no haya tenido una buena experiencia de lectura con algunas de sus novelas. O que al menos no se haya reído. En Argentina, el único caso que se conoce es el de César Aira, quien lo acusa de no ser lo suficientemente vanguardista. En Continuación de ideas diversas (Universidad Diego Portales, 2014), el autor de Ema, la cautiva cuenta que tuvo que abandonar la lectura de Cuna de gato (1963) porque sintió que estaba perdiendo el tiempo. “No dudo que el público lector adora esto, pero a mí se me hace insufrible”, dice.
Por supuesto, se trata de una valoración contra la que no tiene mucho sentido argumentar. Las impresiones personales no son refutables. Por eso tampoco hay mucho que se pueda polemizar con los booktubers.
Lo que, en todo caso, sí se puede discutir es el presupuesto con el que elige racionalizar su rechazo. De acuerdo con Aira, el tema de Hiroshima en ese libro es una suerte de “seguro temático”, expresión que alude a esos novelistas advenedizos que buscan un tema de interés público para captar la atención de, ante todo, los editores. Resulta llamativo que nadie le haya avisado que, en Vonnegut, no existe un asunto más personal que la guerra y, en particular, que la Segunda Guerra Mundial, de la que participó como soldado. ¿Para qué están las pruebas de galera?
Por otro lado, es cierto que en Cuna de gato (novela cuyo novum, el “hielo-9”, lo elaboró a partir de un invento de su hermano Bernard, cuando ambos trabajaban para la General Electric) no hay una propuesta muy experimental o rupturista, pero de ningún modo se puede decir que Vonnegut haya sido un novelista convencional, de esos que, entre otras cosas, pretenden suprimir la opacidad del signo y promover una “lectura literal” (el concepto es de Noé Jitrik) que soslaye la dimensión retórica o estilística. Todo lo contrario. En muchos de sus libros (y esto pasa también con Aira, aunque de otras formas) los artificios están al descubierto. No hay ilusión de transparencia. Los engranajes de la representación están a la vista, en general a través de procedimientos de autoficción o metaficción.
Así pasa, por ejemplo, en la que acaso sea su mejor novela, Matadero cinco o La cruzada de los niños (1969), donde reelabora su experiencia durante el polémico bombardeo de Dresde. Vonnegut había sido capturado por los alemanes unos meses antes y, en el momento de la ofensiva, estaba en el sótano de, justamente, un matadero al que lo habían confinado junto a otros prisioneros. De esta manera, fue uno de los pocos soldados norteamericanos que logró sobrevivir a la masacre. En las calles, gran parte de la población civil (los números nunca fueron muy claros) había quedado reducida a cenizas. Varios emblemas del barroco europeo (la Semperoper, entre otros) pasaron a ser un puñado de escombros. La tormenta de fuego no dejó casi nada en pie. Dicen que hasta a Winston Churchill le pareció un exceso.
Vonnegut pudo dar cuenta de lo que vivió recién un cuarto de siglo más tarde, a fines de la década del 60. Para entonces la Guerra de Vietnam les había develado a los propios norteamericanos que ya no estaba claro quiénes eran los buenos y, en efecto, era el momento ideal para contar lo de Dresde. “Al fin podíamos hablar de las cosas espantosas que les habíamos hecho a la peor gente imaginable, los nazis”, dice en Un hombre sin patria (2005), su último libro, recientemente traducido por Daniel Cortés Corona y editado por Compañía Naviera.
Pero, ¿cómo abordarlo? ¿Cómo narrar el horror? Un novelista convencional probablemente hubiese apostado por lo testimonial, lo catártico (unas memorias, tal vez), o en todo caso se hubiera volcado a la ficción desde una mimesis realista y con muchas digresiones aleccionadoras, reflexiones inteligentes y cosas así por el estilo.
Pero Vonnegut no era un novelista convencional y además, no creía ni en que se pudiera decir algo inteligente sobre una matanza ni en que las palabras fuesen lo suficientemente confiables como para representar el horror. “Todo esto sucedió, más o menos. De todas formas, los partes de guerra son bastante más fieles a la realidad”, dice al comienzo de Matadero cinco, novela que se desarrolla a partir de dos voces narrativas. Por un lado, y así como va a ocurrir también en muchos otros de sus libros, entre ellos Pájaro de celda (1979), aparece un Vonnegut ficcionalizado, que da cuenta del proceso de construcción del libro. Por otro, hay un narrador en tercera que cuenta la historia de Billy Pilgrim, un álter ego suyo que sobrevive a la masacre de Dresde y es capaz de viajar en el tiempo hacia distintos momentos de su vida. El mecanismo que le permite esos desplazamientos le es revelado por los tralfamadorianos, unos seres extraterrestres que pueden ver en cuatro dimensiones, y que ya habían aparecido en otras novelas, aunque con otro aspecto e, incluso, otra condición ontológica. En Las sirenas de Titan (1959), por ejemplo, se trata de robots construidos por criaturas orgánicas que ya no existen más. Máquinas que, en lugar de ver la totalidad del tiempo, como en Matadero cinco, pueden percibir más allá del espectro visible. En este sentido podría decirse que Vonnegut formó un universo propio, pero no coherente. Acaso sea otra originalidad. Por eso el personaje de Kilgore Trout (escritor de ciencia ficción basado en Theodore Sturgeon) no es el mismo en un libro que en otro. Por eso la ubicación de Tralfamadore también cambia. Vonnegut se formó, en parte, leyendo pulp y, como sabemos, en el pulp no importa mucho la coherencia. En todo caso, lo que importa es hacerle pasar un buen rato al lector (algo que hoy muchos olvidan) y él es uno de los escritores que mejor ha sabido hacerlo; aunque su mérito, desde luego, no se agota ahí.
Para el escritor Rodrigo Fresán, con quien dialogamos, se trata de “alguien que se adelantó a mucho de lo que hoy se consume y se celebra: especie mixta, auto-ficción que no excluye lo fantástico, una mirada crítica y descarnada a la vez que graciosa sobre la realidad, y su propia persona devenida gran personaje. En resumen: todo lo que hoy muchos hacen mal o con vulgaridad, Vonnegut lo hizo antes y muy bien y con elegancia”, dice, y agrega que a él no solo le dio felicidad como lector. “Como escritor, a través de la práctica de sus libros, me enseñó la posibilidad de juego formal-estructural a la hora de (des)ordenar lo mío”, y también “me regaló oportunidad de poder/querer ser un escritor extraterrestre”.
Recordemos que en todas las novelas de Fresán aparece siempre ese párrafo de Matadero cinco donde se cuenta que los libros de los tralfamadorianos están compuestos por símbolos que describen una escena, y que no se leen de a uno sino todos a la vez, por lo que no hay una relación concreta entre los mensajes, excepto la que le otorga el autor al seleccionarlos cuidadosamente. “No hay principio, no hay mitad, no hay terminación, no hay suspenso, no hay moral, no hay causas, no hay efectos. Lo que a nosotros nos gusta de nuestros libros es la profundidad de muchos momentos maravillosos vistos todos a la vez”, dice uno de los personajes, y hay que decir que los libros de Fresán no están muy lejos de esta ars poética. En cierto modo, el autor de Historia argentina (1991) acaso sea lo más parecido que hay en el país a un escritor tralfamadoriano. O más precisamente es como si un tralfamadoriano hubiese aprendido el castellano a través de traducciones de Nabokov. O a la inversa: como si Nabokov hubiese viajado a Tralfamadore y pasado una temporada en su zoológico humano, tomando nota telepática de la retórica sideral de sus visitantes.
Pero, más allá de todo esto, lo que en Fresán se pone de manifiesto es otra cosa muy importante en Vonnegut, que es su capacidad para generar un pathos muy intenso entre los lectores (excepto en Aira, claro), que por cierto cada día son más. En la Argentina, y hasta hace no mucho, el escritor nacido en Indianápolis era un autor de culto, en el sentido de que era conocido y leído por algún grupo de iniciados. Era necesario recorrer un buen número de librerías de viejo para poder hacerse con alguna de esas ediciones que Minotauro, a cargo de Paco Porrúa, publicó en los 70.
Sin embargo, hoy sus libros tienen una circulación importante, gracias a las ediciones que en los últimos años ha venido haciendo La Bestia Equilatera, editorial cuyo director, Luis Chitarroni, confiesa que al principio no estaba muy convencido de que había que volver a publicarlos. “No es que no le gustara este autor”, aclara, “sino que consideraba que los libros de Porrúa estaban ahí y no era necesario hacer nuevas ediciones. “Es una historia que no me deja bien parado. En realidad, fueron mis compañeros más jóvenes de La Bestia Equilátera los que me convencieron”, dice, pero cuenta que, de todos modos, y aunque él lo siga leyendo en inglés o en esas viejas ediciones, lo puso feliz volver a publicar a un autor cuya vigencia, opina, está relacionada con “su inteligencia crítica, su sentido del humor y el hecho de que haya sido él (o su álter ego idealizado, Trout), el que abolió la esclavitud de los personajes, equivalente de esa máxima de Stevenson en una carta a Henry James: ‘Guerra al nervio óptico; predominio absoluto del oído’. Vonnegut es uno de los grandes disparates de la narrativa norteamericana, aparte de un excelente y esporádico cultor de la ciencia ficción. Un disparate como Mark Twain o S. J. Perelman”.
Por su parte, el escritor Ricardo Romero cree que el hecho de que Vonnegut cada vez esté más vigente no se puede explicar de una sola manera. “Se me ocurre que algunas razones tienen que ver con el desparpajo de su imaginario, que no está anclado a una época sino más bien a un humor, el suyo, que tiene la asombrosa flexibilidad para trabajar con la sátira, la ironía y la parodia, construcciones que siempre envejecen rápido, sin perder nunca una profunda comprensión de sus personajes. No se burla de ellos como un demiurgo, los encarna, los vive, y eso les da la profundidad dramática que los hace trascender”, dice.
En esta misma línea, Laura Ponce, escritora y editora en Ediciones Ayarmanot, sostiene que Vonnegut “no trabaja solo los personajes principales, sino que llena sus obras de personajes secundarios a los que les da pasados y realidades complejas, como para señalarnos que todos somos importantes, pero que vivimos en el mayor de los sinsentidos y es mejor no tomarse tan en serio las cosas ni a nosotros mismos. Hoy se haría una panzada con la glorificación de la vanidad que son las redes sociales, la posverdad en los medios, el avance del conservadurismo más autoritario vendido como rebeldía”, dice, y por último resume todo en una frase a la que, por supuesto, suscribimos: “En definitiva no pierde vigencia porque la estupidez humana no pasa de moda”.
Vonnegut y el cine
Marcelo Acevedo*
La primera adaptación cinematográfica de una novela de Kurt Vonnegut fue Matadero cinco. La película se estrenó en 1972, tres años después de la publicación del libro, y resultó ganadora del premio del jurado en el festival de Cannes. Matadero cinco es una obra clave en la vida del escritor de Indianápolis: fue la novela que le dio un más que merecido (pero tardío) reconocimiento y la película más recordada, porque adapta con éxito su enrevesada estructura narrativa y entrega una historia entretenida, profunda y satírica, que por momentos logra capturar la esencia de su fuente literaria. Cabe destacar que días antes de su estreno se había emitido en la TV norteamericana Between Time and Timbucktu, un telefilm basado en varios de sus textos, e incluso el año anterior ya se había estrenado en cines Feliz cumpleaños, Wanda June, la adaptación de una obra de teatro homónima escrita por Vonnegut, pero ambas pasaron sin pena ni gloria. En 1982 se estrenó Slapstick of Another Kind (Steven Paul), una comedia de ciencia ficción fallida que adapta la novela Payasadas, protagonizada por Jerry Lewis y Madeleine Khan, y con la participación de Samuel Fuller y Pat “Sr. Miyagi” Morita, que había debutado actoralmente con el director de Matadero cinco.
La siguiente adaptación llegaría en 1996, y esta vez el libro elegido sería Madre noche. Dirigida por Keith Gordon y con guión de Robert Weide, esta película homónima no solo es de las mejores adaptaciones al cine de su obra, sino que además cuenta con una perlita para los fans: en el tercer acto, mientras el protagonista tiene una epifanía, el mismísimo Vonnegut hace un cameo inesperado y conmovedor. La excelente interpretación del protagonista Howard W. Campbell Jr. está a cargo de Nick Nolte, que tres años después volvería a actuar (esta vez junto a Bruce Willis) en otra película basada en una novela de Vonnegut que a priori parecía inadaptable: Desayuno de los campeones (Alan Rudolph), donde al fin se puede ver al mítico escritor ficticio Kilgore Trout, interpretado por Albert Finney.
Pero quizá la película más importante relacionada con Vonnegut (después de Matadero cinco, claro está) sea el documental Unstuck in Time, estrenado en 2021. En 1982 el director Robert Weide se acercó a su ídolo literario con la propuesta de filmar un documental biográfico, proyecto que pudo finalizar cuatro décadas más tarde, en parte gracias al crowfunding. La importancia de este documental radica no solo en el hecho de mostrar en profundidad la intimidad de uno de los mayores escritores norteamericanos del siglo XX y contar una amistad genuina que se forjó durante veinticinco años a fuerza de rodajes, sino, sobre todo, en obligarnos a retomar con entusiasmo su literatura y releerlo con nuevos ojos al mostrarnos que mucho de aquello que Vonnegut escribió eran en realidad hechos de su vida cotidiana que supo transformar en metáforas, alegorías y situaciones delirantes que alimentaron sus tramas. El documental deja en claro que lo conocían hasta quienes nunca lo habían leído porque era parte fundamental de la cultura pop norteamericana. Kurt Vonnegut fue “el campeón de la gente, no de los críticos”.
Así va.
(*) El autor es periodista y crítico de cine. Su último libro es Ruta al infierno, la saga de Mad Max.