Género poco considerado en los años recientes por los grandes sellos (que los reemplazaron por libros de crónicas o de coyuntura política), el ensayo nacional se sostiene gracias a la perseverancia de autores, al trabajo de editoriales independientes, académicas y cooperativas, a revistas digitales y a distintas instancias de las universidades, siempre deploradas por funcionarios a la hora de usar las tijeras para recortes presupuestarios. Pero el ensayo tiene una tradición potente en la Argentina, con nombres como los de Ezequiel Martínez Estrada, Jaime Rest, Ana María Barrenechea y David Viñas, entre muchos otros. “Extranjeros del texto y extranjeros del público”, definió Beatriz Sarlo a los ensayistas en su trabajo La crítica: entre la literatura y el público, que integra El discurso sobre el ensayo (Santiago Arcos), volumen a cargo de Alberto Giordano. “La intervención del ensayista en cualquier debate es al mismo tiempo más precaria y más potente que la de los ‘especialistas’ que hacen depender la fuerza de sus interpretaciones del prestigio y la consistencia teórica de tal o cual disciplina –dice Giordano, autor además del flamante El pensamiento de la crítica (Beatriz Viterbo)−. Las posibilidades de errar por arriesgarse a argumentar en nombre propio son siempre mayores que las de una interpretación consensuada; también las posibilidades de descubrir algo nuevo, destejiendo la trama de lugares comunes y mistificaciones que sostienen los consensos”. El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina desde los 80 configura un archivo de intervenciones sobre uno de los procesos críticos más interesantes que, según Giordano, “agita la adormecida cultura intelectual”. Ese proceso pretende “impugnar las morales de la enseñanza y la investigación universitarias –que sólo apuestan a la reproducción de lo que ya ha probado su eficacia−, en nombre de experimentaciones conceptuales y argumentativas que nos enseñan que sólo alcanza el corazón secreto (y maligno) de la cultura y la sociedad quien se arriesga a especular a partir de su propia rareza estilística”. En pocas palabras: el ensayo como un espacio de creación y no de repetición de fórmulas. El volumen reúne trabajos de Horacio González, Raúl Beceyro, Américo Cristófalo, Nicolás Casullo y Juan B. Ritvo, entre otros.
Un género bifronte. Para Maximiliano Crespi, docente e investigador, el ensayo es el género de intervención crítica por antonomasia. En esos textos se activan, dice, “diversos procesos de identificación y conflictividad, que se comprometen siempre en intensas relaciones con la tradición y con el presente en su más cruda materialidad”. La actualidad determina la elaboración de las posiciones de lectura y a la vez los modos de recortar intereses e imaginar respuestas a los problemas planteados. En Los infames (Momofuku), su nuevo libro, Crespi lee y describe las fantasías políticas sobre las que se elaboran los proyectos narrativos del “nuevo realismo” contemporáneo en narradores como Pablo Natale, Damián Tabarovsky, Diego Erlan, Iosi Havilio y María Pía López. López es, además de narradora, ensayista. Integra el equipo de la revista El Ojo Mocho, que en cada número incluye debates bajo la forma del ensayo, muchos de una amplitud inusual en medios gráficos. Dice la autora de Hacia la vida intensa (Eudeba): “Me tiento con una clasificación provisoria del ensayo en la Argentina. Por un lado, hay una muy vital tradición ensayística, con nombres fundamentales como Horacio González, María Moreno, Christian Ferrer, entre muchos otros. Ensayo como experiencia de la escritura, descubrimiento de sí, orfebrería. Por otro, una considerable veta de ensayistas que trabajan desde la inscripción académica, vinculando el ensayo a investigaciones doctorales o cursos. Desde Beatriz Sarlo hasta Fermín Rodríguez, Eduardo Rinesi o Verónica Gago. Y luego, una zona de ensayistas de combate, que conjugan la intervención pública y textos breves, que prueban sus escritos en las redes o periódicos y que tienen una voluntad polémica, como Mariano Dubin, Martín Rodríguez o Maximiliano Crespi. En todas esas zonas o vertientes hay libros muy considerables, en los que se juegan interpretaciones y lenguajes singulares”. Esa doble vertiente no impide confluencias, combates entre puntos de vista, extraños pasajes de una zona a otra. En la Argentina, la escritura y la historia del ensayo se interrogan de manera permanente.
Fermín Rodríguez piensa el ensayo a partir de la crítica literaria y sus modos de leer, pensar e imaginar el presente. El autor de Un desierto para la nación (Eterna Cadencia) funda la fuerza del discurso ensayístico “entre la sospecha constante, sistemática, irónica, acerca del carácter definitivo de su propia palabra, y la creencia, sin muchas garantías, en la fuerza de su discurso”. Así, se habita el espacio literario al precio de una doble incomodidad. “Tensión, por un lado, con la palabra desapasionada de la academia, guardiana del patrimonio y del pasado, y de su cementerio de objetos polvorientos, cubiertos por capas de prosa burocrática; tensión también con la sintaxis simple y fácil del periodismo, con su imperativo de claridad, su debilidad por las fórmulas, su propensión a la opinión y al escándalo, donde la singularidad de la experiencia de lectura se pierde bajo la falsa transparencia del estereotipo y del lugar común”. Para Rodríguez, la crítica debe enrarecer la reproducción conservadora del sentido. También Silvio Mattoni, poeta, ensayista y traductor, sitúa el ensayo entre dos orillas. “En algún momento pudieron llamarse arte y ciencia, en otro momento se pensaron como lo subjetivo y lo objetivo, y en el presente podrían ser más bien riberas institucionales o espacios de circulación −dice−. Se habla a veces de ensayos de escritores, que son especulaciones literarias o filosóficas firmadas por sujetos de una obra a la que se le daría otro estatuto. Lo confuso de tales casos reside en que se supone que la ficción, la invención narrativa o la formulación lírica no implican reflexión, así como se supone que el ensayo no finge o no inventa sus datos. Nuestro mejor fabricante, Borges, demostró que sus ensayos y ficciones sólo se diferenciarían en la supersticiosa ética de los lectores”. Para Mattoni, la otra orilla parece ser más rica que la de los textos regidos por una firma que gobierna el conjunto de una obra. “Me refiero a la órbita universitaria, donde precisamente podemos leer hoy los más brillantes gestos del ensayo, aunque deba ocultar a veces sus marcas de nacimiento: lo autobiográfico y la primera persona, la incertidumbre y las conexiones súbitas. Por algo César Aira, uno de los mejores ensayistas de los que no son críticos ni profesores, ha leído casi todas sus piezas reflexivas ante públicos universitarios y en congresos académicos. Y acaso por las mismas razones se vuelve un signo o un síntoma la celebración múltiple de un aniversario reciente de Roland Barthes, santo patrono de un ensayo que no se entregue del todo a la represión de lo incierto y hasta de lo personal en aras de cierto fantasma de investigación”, dice Mattoni, que obtuvo el primer premio de ensayo del Fondo Nacional de las Artes por Camino de agua (El Cuenco de Plata).
Verónica Gago, autora de La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular (Tinta Limón), también trabaja el ensayo como un género híbrido, que permite rigor expositivo y la mezcla con otros registros como la crónica, el análisis político y la producción de conceptos por fuera de la academia. “Se trata de un género que a pesar de tener fuertes tradiciones a nivel argentino y latinoamericano en particular, tiene también una pulsión de reinventarse en el sentido de que puede ser una vía de ruptura y desconocimiento de las tradiciones –dice–. Subrayaría algunas condiciones: creo que el ensayo tiene que ver con una experimentación con la forma de narrar pero, para mí más importante, se trata de constatar si eso es efecto de una problematización y no de una pura estetización del lenguaje”. Si no tiene cierto carácter bélico o polémico, el ensayo puede devenir pura retórica, advierte Gago. “Y, luego, eso bélico tiene que estar conectado con un afuera del lenguaje para que tampoco sea algo puramente declamativo, donde las palabras pueden sonar muy bien sin dejar de ser decorativas, instrumentales o portadoras de nuevas modas”.
Ensayistas para nosotros mismos. ¿Y cuál es el lugar del ensayista en la actualidad? “El ensayo es un género de consumo cotidiano, bajo forma de artículo de opinión en diarios y revistas –dice Christian Ferrer, docente, investigador y ensayista−. Con ese truco se pudo eludir el naufragio en librerías de viejo. Si alguna vez tuvo territorio y entereza propios, luego fue raptado por las premuras de la política o el dinamismo de la así llamada ‘crónica’, o bien se refugia ahora en posteos, casi epigramas, en las ‘redes sociales’, que se desintegran de la vista.” Para Ferrer, sin embargo, el ensayo puede reinstaurar sus fueros a condición de mirar el país como si fuera “un animal peligroso”, o de interesarse por excentricidades en las que anida el mundo entero. “O bien como capricho objetivo”, agrega. “Un ensayista es alguien que escucha el susurro de los muertos y las plegarias de los que vendrán, y para eso debe documentarse y atisbar cabezas de tormenta. Si pretende soportar el presente y no andar corriendo a fin de ponerse al día, entonces debe contar la historia de lo que nunca tuvo lugar y de lo que jamás sucederá”.
En la Argentina, dice Diego Tatián, “hay una poderosa tradición de ensayo político que durante el gobierno anterior, acaso por la novedad radical de esa experiencia, encontró uno de sus momentos más creativos y lúcidos. Motivado por la cuestión social en América Latina, esa extraña práctica teórica que desde Montaigne llamamos ensayo produjo un sentido de comunidad, una tarea colectiva sobre la lengua y los significados sociales en una encrucijada de intensa disputa política y renovación del idioma de los argentinos”. Muchos intelectuales, entre ellos el ex director de la Biblioteca Nacional, el académico Santiago Kovadloff o Tomás Abraham, apelaron al ensayo para intervenir en el presente. “En ese aspecto, buena parte del ensayo reciente se configuró como una poética colectiva orientada por una tarea de desbanalización de los sentidos impuestos por la máquina ideológica mediática que, en Latinoamérica, cumple de manera casi unánime el cometido de malversar el sentido de experiencias populares en condiciones de llevar adelante una disputa democrática del poder para la creación de nuevas igualdades y otras libertades”, apunta Tatián, autor entre otros títulos de La cautela del salvaje (Colihue).
“Como la ‘crisis de la novela’ o ‘el agotamiento del realismo’, el clisé de la decadencia del ensayo sólo confirma la vigencia del ensayo –es otra vez Crespi quien habla−. El ensayo sigue activo en diversas zonas de la producción intelectual. Leo con atención a ensayistas virtuosos como Ferrer, Luis Gusmán, Sarlo y María Moreno”. No obstante, para este autor lo más interesante se produce en los nuevos espacios de intervención crítica. “Sigo de cerca lo que se escribe alrededor de tres zonas de trabajo colectivo, que hacen distintos usos de la tradición del ensayo crítico nacional: las revistas Crisis, Paco y El Ojo Mocho. Los nombres propios siempre producen efectos ambivalentes: acortan el camino a la explicación pero también lo complican proponiendo cruces y desvíos. La inquietud del ensayo está sin duda activa en los textos de Hernán Vanoli, Mario Santucho, Verónica Gago, Martín Rodríguez, Mariano Canal, Nicolás Mavrakis, Juan Terranova, Paula Puebla, Matías Rodeiro, Pía López, Gerardo Oviedo, Omar Acha, Guillermo Korn o Alejandro Boverio”.
“La intervención del ensayista en nombre propio siempre tiene lugar en un campo polémico, en el que se confrontan distintas interpretaciones, cada una con pretensiones de imponerse como verdadera por su identificación con saberes a los que se les reconoce potencia teórica y legitimidad institucional –dice Giordano−. En su esquematismo, esta caracterización se aplica a los ensayos críticos que intervienen en cualquiera de los debates que agitan los distintos campos culturales en una determinada coyuntura histórica”. En esas intervenciones que caracterizan el ensayo se dinamizan interpretaciones, lecturas, enfoques e incluso motivaciones secretas.
Autor de Suturas (Eterna Cadencia), libro sobre la relación entre escrituras, imágenes y vida, Daniel Link trabaja el ensayo en varios de los formatos señalados anteriormente: el periodismo, la investigación académica, la intervención crítica. “El apogeo de las ciencias sociales, durante la segunda mitad del siglo XX, acabó con el ensayo como técnica de interpretación de la realidad o, al menos, disminuyó su frecuencia de aparición y su eficacia −dice−. Pero las ciencias sociales en sus versiones más cientificistas terminaron perdiendo la conexión con el público, y su producción pasó a expresarse en monografías de circulación restringida”. Para Link, la historia del ensayo en los últimos años oscila entre la cultura y la ciencia. “Hoy, muy cada tanto, aparecen ensayos capaces, al mismo tiempo, de interpelar al público y de analizar aspectos de la realidad con un dispositivo sofisticado y eficaz. En la prensa cotidiana todavía es posible encontrar una variante con gran capacidad de irradiación: el microensayo que, bajo la forma de la ‘columna’, recupera a veces la potencia explicativa de los antiguos modelos. María Moreno es la maestra en este género”.
Las editoriales que apuestan. No son pocas: Siglo XXI, Paidós, Fondo de Cultura Económica, Eterna Cadencia, Godot, Las Cuarenta, Tinta Limón, Cactus, Editorial Municipal de Rosario, Unirio y Eduvim son algunos de los sellos que publican de manera consecuente ensayos de autores nacionales. “El género del ensayo en nuestro país cobra relevancia cada vez que nos encontramos ante una crisis y, entonces, nos preguntamos cómo llegamos a esta situación –dice Luis Alberto Quevedo, gerente general de Eudeba−. Y esto sucede cíclicamente. La mejor tradición ensayística argentina, además de explicar el pasado, contribuye al futuro con ideas innovadoras”. Eudeba publica ensayos literarios, históricos, filosóficos y de muchas otras disciplinas. Beatriz Viterbo Editora publicó ensayos desde el inicio de su proyecto editorial. “De hecho, los dos primeros libros fueron ensayos, de Aira y de Laiseca, en una colección híbrida que llamamos El Escribiente –recuerda Adriana Astutti, directora del sello rosarino que ha publicado textos ensayísticos de Tununa Mercado, Tamara Kamenszain, Julio Ramos y Arturo Carrera, entre otros−. Si bien abrimos después otras colecciones de ensayo académico, El Escribiente quizá sea la que más se ajusta a la idea del ensayo como experimentación, aquel que hace lugar a la tentación del fracaso, en tanto es fiel a la condición del género: hace lugar a la insistencia de una pregunta y a la vez se abstiene de una respuesta tranquilizadora”.
Desde el punto de vista del mercado, el ensayo es una apuesta riesgosa. No es un género de rápida inserción. Sin embargo, siempre encuentra un espacio en editoriales independientes o universitarias, y sale a la luz en tiradas pequeñas. “¿Para qué más?”, se pregunta Astutti.