Sentarse a la mesa de los grandes clásicos de la ciencia ficción y salir indemne es una proeza complicada. Parece difícil aportar algo nuevo al universo de pantallas digitales, enajenación, dictaduras tecnológicas y epidemias exterminadoras de la humanidad. Sin embargo, la ciencia ficción sigue convocando a escritores y lectores que indagan lo humano desde una perspectiva tecnológica.
Juli Zeh, una de las nuevas voces de la literatura alemana, recoge el guante para elaborar a través de una novela futurista una crítica aguda a la contemporaneidad. En El método crea una sociedad donde la primacía de la salud se erige como norma en una población deshumanizada, acrítica e impersonal. Una distopía que no dista mucho de las creadas por Orwell, Huxley o Bradbury en cuanto a su esencia: el avance técnico en desmedro del desarrollo de la humanidad pero que, alejada del trasfondo amoroso, construye a partir de una trama policial una historia ágil y profunda.
A partir de estas premisas, la autora crea un sistema donde el foco de opresión se ejerce en la normalización de los cuerpos. El Estado busca prevenir cualquier tipo de enfermedad, crimen o dolor individual que conlleve un problema social. De esta manera, Juli Zeh se acerca, a diferencia de sus predecesores, a una visión de control contemporánea: la biopolítica. Un término que popularizó Foucault y que abre una rama del pensamiento filosófico de relevancia en la actualidad. Este concepto lleva aparejado otro: el biopoder. Es decir, el ejercicio del poder por medio de dispositivos de seguridad que buscan gestionar la vida de una población a través de las estadísticas biológicas de la misma. De esta forma, el cuerpo del sujeto se transforma en un territorio en disputa, una manera de establecer conductas y pensamientos a partir de lo que el poder considera “normal”.
Estos conceptos nos permiten pensar que no es casualidad que esa tensión social esté reflejada en un personaje femenino. La protagonista de la novela y referencia ineludible a una de las últimas mujeres alemanas acusada de brujería durante el Medioevo es Mia Holl. Esta joven bióloga, convencida de la efectividad de la ciencia, entra en crisis a raíz del suicidio de su hermano Mortiz, quien luego de ser acusado de asesinato se quita la vida en prisión. A partir de allí, la protagonista comienza a poner en tela de juicio sus propias creencias y la efectividad de un sistema basado en la ciencia y la medicina. Mia necesita elaborar el duelo, “estar tranquila”, pero el asedio a través de su alimentación, sus ejercicios, su estado de ánimo y conducta, se torna insoportable, por lo cual decide rebelarse contra las normativas que la sociedad impone “por su propio bienestar”. La protagonista se transforma en un problema para el statu quo y por ello es juzgada, aunque no exista razón para hacerlo. Henrich Kramer, periodista reconocido y unos de los representantes de las altas esferas del poder, es quien llevará al extremo la culpabilidad de Mia, inventando una conexión directa con grupos terroristas. Por otro lado, su abogado defensor, Rosentreter, opositor al Método, pretende manipularla para utilizarla como mártir de la causa de desestabilización de dicho sistema. El cuerpo y la vida de la protagonista se transforman en el campo de batalla entre un sistema totalitario que busca conservarse en el poder y un grupo terrorista descentralizado que busca derrocarlo. Sin embargo, ella va descubriendo su propia posición alejada de ambos extremos.
“La Edad Media no es una época. La Edad Media es el nombre de la naturaleza humana”, afirma Mia. La decadencia del hombre va siempre en la misma dirección que se forjó en la antigüedad clásica, escondida bajo un positivismo que se presenta como único paradigma verdadero e indiscutible. En todo caso, la destrucción y el caos son la verdadera revolución, todo lo demás es hipocresía, nos dice nuestra romántica heroína. Sin embargo, Mia no logra escapar a la tentación de la vanidad, solo El Método, un organismo que carece de todo tipo de sentimiento, puede moverse con la frialdad de una máquina. En este punto, la autora no se deja seducir por la épica guerrera y acierta una última estocada al narcisismo de nuestra época. A partir de allí construye un final orwelliano interpelando al lector en su posición contemporánea frente al mundo.
Para que una novela de ciencia ficción distópica sostenga ambas posiciones antagónicas tiene que estar apoyada en pilares fuertes, capaces de crear cierta ambigüedad en el lector. ¿Es deseable que el sistema que rige nuestras vidas, nuestra moral y nuestro pensamiento se derrumbe ante nuestros ojos? Mia Holl es la encargada de inquietarnos, de molestarnos, de sacudir nuestro sentido común. Buscamos en ella la heroína que nos libere, que nos muestre la salida. Sin embargo, no hay forma de confrontar con la posición centralizada desde una razón crítica, no hay dialécticas posibles contra El Método. Si se quiere luchar contra el residuo de la Ilustración, hay que hacerlo por fuera de sus propias reglas. Como dice la protagonista en una de sus apasionantes discusiones con Kramer: “Usted cree que puede convencerme porque yo no tengo argumentos. Pero lo que sucede es justo lo contrario. Yo no necesito argumentos. Cuantos menos tenga, más fuerte me hago”. No hay líderes, no hay caminos, solo la resistencia de una mujer frente a un sistema que intenta hacerla arder en la hoguera de la locura.
Esa es capaz la última esperanza a las que nos aferramos cuando avanzamos en la trama. Aunque todo parece perdido, la batalla sigue librándose en esa resistencia. Solo que el cuerpo es el terreno en disputa. No se trata de hacer con él lo que la ideología construye como revolucionario. Por el contrario, una resistencia anónima e imperceptible es esencial. Es una pequeña forma de conservarnos como humanos, una pequeña trinchera que nos protege de la tiranía de la técnica.