Hace ya una década, o por lo menos una década, que Rodrigo Fresán viene desarrollando un proyecto ambicioso: el de escribir novelas en las que cabe todo –y cuando decimos todo es, precisamente, todo–, menos las cosas que uno esperaría encontrar en una novela, como la idea de una trama, por ejemplo. Al menos en un sentido tradicional. En todo caso, y en este caso –y pido perdón, pero las casi ochocientas páginas de este libro producen el efecto de infectarnos con algunas de sus patologías retóricas o vicios estilísticos como el del juego de palabras– la trama reside en el estilo, o más bien “el estilo es la trama”, como lo escribe él mismo en uno de los muchos pasajes en los que se dedica a analizar su propia obra, y en este punto lo que encontramos es lo que veníamos encontrando en sus novelas anteriores: el máximo alejamiento posible de eso que Barthes llamaba “el grado cero de la escritura”, es decir, de todo aquello que huela a literatura. La prosa de Fresán, en este sentido, rebosa de varios de los elementos que, como en el collage –técnica sobre la que por cierto también reflexiona–, ponen en primer plano el artificio: las metáforas, los oxímoros, las anáforas que no terminan nunca, los juegos tipográficos y los juegos de palabras que, hay que decirlo, por momentos rozan lo naif, y también una intertextualidad frenética sobre distintos libros, escritores –Nabokov, sobre todo–, bandas de rock o películas.
Así, los personajes que se van delineando en sus páginas son menos producto de una idea, o de un contexto, o de una trama, que de una escritura, y un estilo. Esa es la materia –materia puramente verbal– con la que está hecha Penélope, que ocupaba un lugar central en la novela anterior, La parte soñada, y con la que está hecho también su hermano –y álter ego de Fresán; aunque él lo niegue–, que ocupa la centralidad en esta última parte de la trilogía, o tríptico, donde entre otras cosas se “narran” sus pensamientos –y no tanto sus acciones; aunque todo está entremezclado– sobre la incapacidad de volver a escribir y el hecho de ya no ser un escritor sino un “excritor”, y sobre la última de las tres partes –las otras son la invención y el sueño, sobre las que versaron las novelas anteriores– que intervienen en el proceso de escritura: la memoria y los recuerdos.
De ahí las referencias recurrentes a Proust y a un amplísimo abanico de autores que producen un “efecto de erudición” que puede llegar a abrumar a más de uno, y que por momentos acercan el texto a lo que sería un ensayo. Un ensayo que parte, no de una anécdota, sino de la consciencia de un personaje, o mejor: de la parte inventada, soñada y recordada de su consciencia.
Ahí, en ese cruce de géneros y también de procedimientos, es donde por cierto se producen varios de los momentos más divertidos del libro, como ése en el que el narrador empieza a disparar contra los escritores actuales, una especie de las más ambiciosas “en el sentido más amplio de la palabra: lo querían todo y, entre todo lo que querían, lo que menos parecían querer es escribir”, dice, para luego arremeter contra quienes eligen seguir la moda de la “autoficción”, del “basado en hechos reales”, ignorando que “el verdadero arte residía siempre en la parte inventada de todas las cosas supuestamente verdaderas”; o contra los “hijos que acababan escribiendo libros sobre sus padres escritores con acusaciones del tipo: ‘Mi papá miraba más a los libros que a mí...’”; o contra quienes pretenden disimular los artificios, borrarse, no dejar ninguna “huella” de autor; o incluso contra quienes tenemos este oficio: “Las reseñas ahora eran poco más que opiniones con puntaje o estrellitas bajo un título”, escribe. n
La parte recordada
Autor: Rodrigo Fresán
Género: novela
Otras obras del autor: Historia argentina; Vidas de santos; La velocidad de las cosas; La parte inventada; La parte soñada
Editorial: Literatura Random House, $ 1.500