CULTURA
AUTÓMATAS, CYBORGS, ROBOTS

La porción plástica

Alejados geográfica y culturalmente de las grandes potencias tecnológicas, el imaginario de la literatura argentina ha explorado desde ángulos inéditos la emergencia de androides y robots. El libro "Únicos y repetibles" (Indómita Luz) –que aquí adelantamos en exclusiva– propone un acercamiento reflexivo a la presencia de esos otros extraños con lo que vivimos en simbiosis y que ganan cada vez más espacio en la narrativa local.

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Autómatas, Cyborgs y Robots. | cedoc

Si bien la idea de que en un futuro los docentes van a ser reemplazados por  robots se ha vuelto una especulación cada vez más recurrente en los últimos años, la ciencia ficción viene hablando de ello desde hace mucho tiempo. Por algún motivo –ahora esbozaremos alguna hipótesis al respecto, los escritores han estado considerando que en algún momento la sociedad va a poder prescindir de los maestros. Ya en 1951 Isaac Asimov escribió un cuento que se llama “Cuánto se divertían”, donde imagina un mundo en el que los niños aprenden desde sus propias casas, guiados por “maestros automáticos” que tienen la capacidad de adaptar los contenidos de acuerdo a las peculiaridades de cada alumno (hoy en día, por cierto, se busca lograr lo mismo, pero a través de la sobreexplotación del recurso humano, es decir, del docente). En el plano local, y un poco después, la revista Más Allá publicó “Profesor particular” (1953), relato en el que la docencia aparece representada no sólo como un oficio obsoleto sino además como una actividad cercana a la esclavitud. La historia trata de una señora que acude a una empresa que ofrece docentes androides, pero pretende que el maestro de su hijo sea humano. El gerente se opone con firmeza, casi como si la petición constituyese algún agravio: “¡No puede ser, señora, lo siento muchísimo!”, le dice en un momento. “¿No sabía usted que en Sudamérica se ha abolido hace muchos años la servidumbre humana? ¡Para eso están los robots!”.

Durante la década siguiente, vimos imaginarios similares en “El poema del Robot” (1966), donde Leopoldo Marechal se refiere a esta figura como “pedagogo”; y en el cuento “Acronía” (1969), de Pablo Capanna, que habla de un futuro donde los robots enseñaban como maestros, hasta que fueron reemplazados a su vez por “métodos de condicionamiento masivo”, sobre los cuales el autor no abunda mucho. Más acá en el tiempo, el tópico reapareció en dos de las novelas que analizamos. Una de ellas es la de Caparrós, Sinfín (2020), cuyo narrador cuenta que los “Kwasis” –una especie de robots primitivos– en algún momento empezaron a ser utilizados en distintas tareas domésticas, en servicios urbanos, en asistencia sexual, pero también para cumplir “funciones pedagógicas”. La otra novela es Otra historia de amor (2020), donde el álter ego de Terranova trata el tema desde el humor y la ironía: (...) Después me acordé del Androide Docente del Conurbano, el ADC, un proyecto imposible. Habían capacitado a un grupo para que hiciera una prueba piloto en algunas escuelas. Todo iba más o menos bien hasta que cometieron el error de presentarlos como androides. Los alumnos no los respetaban. Les tiraban cosas, los insultaban. Si no les hubiesen avisado, supongo que no habría pasado nada. Pero les avisaron, y se sabe, los escolares pueden ser muy agresivos (...). Más o menos en esta línea, también hay un cuento de Gonzalo Gossweiler que se llama “Días de Clase” (2019), en el que vemos una situación parecida a la que plantea Asimov en el relato que mencionamos recién: los chicos asisten a clase desde la comodidad de sus propias casas; aunque en este caso la naturaleza ontológica del enseñante no está tan clara: Investigó a la maestra, siempre tan seria. Un amigo le había contado que su papá decía que no había personas detrás de los avatares de los docentes. Según él eran aplicaciones y grabaciones viejas, las mismas para todas las escuelas, pero con caras y voces distintas. Imaginó un robot de cuerpo plateado y una máscara con las facciones de la maestra.

También podemos sumar el caso de los personajes docentes que son humanos, sin duda, pero que de un modo o de otro van camino hacia el robot. Desde esta perspectiva se puede leer por ejemplo ese cuento de Julio Cortázar que se llama “La escuela de noche” (1982), donde el colegio aparece representado –él mismo lo dijo en una entrevista– como un “lugar de fabricación de pequeños fascistas”, metáfora que por cierto recuerda a la que compone Alan Parker en la película The Wall (1982), que casualmente salió en el mismo año en que se publicó este relato en el volumen Deshoras. La acción tiene lugar en los años treinta, durante la llamada Década Infame. Un grupo de chicos hace una excursión a la escuela, durante la noche, y se encuentra con que el director y los docentes están haciendo una fiesta en la sala de profesores. La mayor parte de ellos son hombres vestidos de mujeres. Todos están bailando y bebiendo. La única mujer es la señorita Maggi, una profesora de química que en determinado momento agarra a uno de los chicos –quien narra este episodio desde la madurez–, lo sienta en un sillón, le ajusta la cabeza entre dos soportes y comienza a masturbarlo. La escena es fuerte, pero esperable. En la literatura argentina buena parte de los textos que transcurren en algún colegio incluyen algún episodio relacionado con la sexualidad. Así ocurre con Un dios cotidiano (1957), de David Viñas; Ciencias Morales (2007), de Martín Kohan; El director (2005), de Gustavo Ferreyra; o el clásico La maestra normal (1914), de Manuel Gálvez, por nombrar algunos; aunque no son tantas las obras que se desarrollan dentro de alguna institución escolar. Como dijo Daniel Link alguna vez, la escuela es “un espacio de comportamientos ritualizados que a lo mejor es impermeable a los puntos de fuga de la ficción”. Pero no siempre. Hay dos puntos de fuga o manchas temáticas que, como vemos, son habituales: el sexo y el robot. En el caso de “La escuela de noche”, están estos dos temas. Cuando el narrador termina de ser masturbado –violado–, vuelve a la sala de profesores y al poco tiempo vemos que la distensión de la fiesta da lugar a una rigidez maquínica. De pronto todos empiezan a “formarse en cuadro, de cuatro en fondo” como en un “pelotón” y se quedan inmóviles. En un momento, el profesor Iriarte anuncia que va a proceder a “enunciar el decálogo” y enseguida lo hace: “Del orden emana la fuerza, y de la fuerza emana el orden”, recitan todos, como autómatas. “Obedece para mandar, y manda para obedecer”. La escena, por supuesto, hay que leerla como una crítica al fascismo que en general atravesaba a la llamada escuela tradicional en tanto aparato ideológico del Estado (y en la década del treinta, con especial intensidad); pero a la vez revela, a través del surrealismo y de la hipérbole, una tendencia a la homogenización y a la repetición que quizás está en la base de ese imaginario que establece un símil entre el maestro y el androide. Durante mucho tiempo, la escuela fue eso que vemos en The Wall: una máquina de borrar las diferencias, de disciplinar los cuerpos, de fabricar subjetividades obedientes y permeables a cualquier dogma. Si lo vemos desde esta perspectiva no resulta sorprendente la comparación.

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Además, si pensamos al docente como alguien que solo viene a depositar distintos contenidos en la mente rasa del alumno –ese paradigma de la “educación bancaria” del que habló Paulo Freire en Pedagogía del Oprimido (1970)–, ¿por qué no pensar también que esa tarea puede ejercerla un robot?

Por supuesto, suponemos que hoy en día no deben quedar muchos maestros que suscriban a esta concepción, si bien es probable que aun así la sigan implementando, porque se sabe que no es tan fácil desarraigar un modelo pedagógico que estuvo vigente durante tanto tiempo. Lo paradójico es que el rol que se les asigna en los últimos años –“facilitador”, “orientador”, “acompañante”, “guía”– de algún modo también los puede llegar a volver prescindibles. Digamos que al docente se lo viene corriendo tanto de la centralidad que, tarde o temprano, es posible que tropiece con algún nuevo tecnicismo que lo derribe de una manera definitiva; aunque ese escenario todavía parece muy lejano. Por ahora, lo que ha demostrado la pandemia es que los maestros “humanos” –en todos los sentidos de la palabra– son más necesarios que nunca. Las nuevas tecnologías no solo están lejos de reemplazarlos, sino que ni siquiera se puede decir que vengan a simplificarles el trabajo. La dinámica virtual es todavía más demandante que la presencial y a veces el oficio, como decía el personaje del cuento de Juan Fernández u Oesterheld, se parece demasiado a la servidumbre.

 

 

 

¿Por qué un libro sobre robots en la literatura argentina? 

Marcelo Acevedo y Juan Mattio

En su libro Únicos y repetibles (Indómita Luz, 2022) Gonzalo Santos ensaya una doble respuesta a este interrogante: primero, asegura, porque estos seres sintéticos ya son parte de nuestra realidad, pero no con el aspecto impregnado en el imaginario popular forjado a través de la ficción –es decir, antropomórfico–, sino en dos versiones distintas: una más rudimentaria y ciento por ciento funcional a un país agroexportador como el nuestro –por ejemplo, máquinas que se emplean en diferentes tareas agrícolas–, quizá porque tecnológica y económicamente aún estamos muy lejos de países primermundistas como China, Alemania, Japón o los Estados Unidos que se encuentran a la vanguardia de la robótica; y otra versión un poco más etérea, una variante invisible del robot representada por un software llamado bot, que nos asiste dåentro de nuestros aparatos digitales conectados a internet: smartphones, tablets, computadoras personales. En estos tiempos pandémicos en los que perros-robot patrullan las calles de Shanghái o ingenieros de Google siembran la duda sobre la sensibilidad y la autoconsciencia de chatbots como Lamda (Language Model for Dialogue Applications), el poshumanismo –la superación del humanismo a través de la modificación del cuerpo por medio de la tecnología, en un proceso que da como resultado organismos que trascienden los límites biológicos y naturales– es la respuesta lógica a una sociedad en la que la línea que divide lo natural de lo artificial es cada día más borrosa, donde los algoritmos mandan y los smartphones –o pequeños robots de bolsillo– ordenan nuestras vidas.

La segunda respuesta al interrogante inicial refiere a que en los últimos veinte años tanto el robot como el androide, el cyborg y el autómata dejaron de ser una figura marginal que merodea los espacios del fanzine, las revistas especializadas y el cómic para ganar cada vez más espacio en la literatura argentina. 

Este libro también es necesario porque trata una asignatura pendiente en nuestra literatura, un tema que hasta la publicación de este ensayo no había sido estudiado con la profundidad con la que lo hace Gonzalo Santos, y porque resulta sumamente enriquecedor entender los mecanismos de creación de una narrativa que, a pesar de ser escrita en este rincón del planeta que carece de los recursos y el acceso a la tecnología como para transformarse en una potencia en robótica, incorpora a estos seres sintéticos en el núcleo de sus ficciones. ¿Cómo imaginan nuestros escritores a los robots argentinos? ¿Quiénes los crean y para qué? ¿Qué utilidad les dan? Son todas preguntas que el autor intenta responder en las páginas de este libro. Una de las tesis que propone Santos es que los autores argentinos trabajan a los robots de formas poco frecuentes y alejados de la tradición de la Edad de Oro de la ciencia ficción, sobre todo desde un enfoque humorístico, bizarro, cuando no directamente desde la sátira. Los robots en nuestra literatura casi siempre son instrumentos de distintos grupos de poder, ya sean gobiernos o corporaciones, y entiende que tanto robots como androides y cyborgs representan una degradación del ser humano, cuerpos explotables, “una figura que viene a visibilizar una degradación que puede ser física, moral, institucional o incluso política. En términos semióticos, opera como un signo que señala que algo del orden humano se está degenerando, o desmoronando.” En el siguiente fragmento del libro, Santos trabaja sobre una idea especulativa que surgió en la edad de oro de la ciencia ficción, pero que en la actualidad ha cobrado relevancia gracias a la rápida evolución de la Inteligencia Artificial y la robótica: en el futuro próximo ¿prescindiremos de los maestros y los reemplazaremos por robots?

 

Civilización y barbarie

Laura Ponce

Con Únicos y repetibles, Gonzalo Santos recorre la presencia de autómatas, robots, androides y cyborgs en el campo literario argentino, su forma de representación, las diferentes ideas a las que van siendo asociados, la noción de “ser humano mejorado” o “mejor que humano” en contraposición con la idea de degradación, una degradación física, pero también moral, donde la memoria (poder acceder a ella o no) se asocia con los riesgos de la identidad y donde se pone en discusión el poder sobre los cuerpos (qué cuerpos son pasibles de ser instrumentalizados o abusados sin que constituya crimen). 

Hay una historicidad en este fenómeno y la tecnología aparece como bisagra entre civilización y barbarie. Santos analiza estos relatos que en general hablan sobre la posibilidad de rebelarse, la posibilidad de exceder la programación, de tener un comportamiento diferente al impuesto de fábrica. Señala que a veces esa capacidad se ve con esperanza y otras veces con temor, por lo que puede implicar como amenaza externa (otro, una alteridad radical, que se insubordina, que abandona la sumisión y ya no obedece) o como peligro íntimo (el vértigo de elegir, ejercer la autodeterminación, hacerse de la propia libertad). 

En tiempos de subjetividades cibernéticas, del homo digitalis del que habla Byung-Chul Han, una época de desplazamientos en la que lo humano tiende a lo robótico y lo robótico a humanizarse, este ensayo nos invita a analizar y de-sactivar discursos para no devenir maquínicos.

Vivimos en un presente que contiene un futuro ya vislumbrado, un futuro posible, pero que no constituye destino, que puede ser construido en líneas divergentes. Eso es a lo que trata de acceder la ciencia ficción con sus especulaciones, pero no lo hace desde la nada sino apoyándose y sumando en las diferentes formas de lo ya dicho, y eso es lo que este libro ayuda a pensar.

 

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