Canonizada, idolatrada y mitificada hasta esos niveles altos y sostenidos en el tiempo que sólo son capaces de alcanzar los héroes, habría que esforzarse en contemplar la figura de Julio Cortázar (1914-1984) para poder llevar la cuenta de lo que dejó de hacer en su vida, de aquello que su obra no fue capaz de dar y de las manifestaciones de la cultura del siglo XX a las que no estuvo atento.
La lista de esas omisiones es mucho más corta que la otra, en la que están presentes todos sus movimientos. Los físicos, medidos en mudanzas por ciudades de la pampa húmeda y por varios barrios de París, un número incontable de millas aéreas con sus respectivas amansadoras en aeropuertos de los cinco continentes y cientos de cuartos de hotel, donde despunta uno de sus vicios más dulces que es el de irse y estar al mismo tiempo; y los artísticos, que comienzan con un niño romántico imaginando mundos distantes en los suburbios de Banfield (allí emprende su primer viaje, que es interior) y que luego recorren transversalmente casi todos los géneros de la escritura: la poesía, en la que persiste durante toda su vida, pero también el cuento, la novela experimental, el panfleto ideológico, el diario de viaje, la crítica, la miscelánea y las cartas, que en su caso es un verdadero monumento –escondido y rescatado– en el que esa figura dispersa, heteróclita e intermitente llamada Julio Cortázar aparece integrada a una línea firme de pensamiento.
En el bosque donde conviven su vida y su obra, frondoso y laberíntico, no hay demasiados claros en los que se deje ver lo que ha quedado afuera. Aunque remontando el camino que nos ha traído a Cortázar hasta aquí, vemos algunos huecos en su percepción atenta del siglo XX, el siglo en el cual se formó y del que fue religiosamente contemporáneo como no lo fue ningún otro escritor latinoamericano. (…)
*Texto incluido en el catálogo de la muestra.