A veces el tiempo no apaga el asombro. Ese es el caso del Barolo, y de otros edificios del arquitecto italiano Mario Palanti (1885-1978). Sus obras en la ciudad de Buenos Aires no decrecen en su magnetismo.
El proyecto artístico de Palanti se inició en la capital argentina. Luego, se extendió a su Italia natal. Sus obras más significativas son el edificio Barolo y su supuesta relación con Dante y su Divina comedia; su gemelo en Montevideo, el Palacio Salvo; o el Edificio de los Atlantes, el Edificio Roccatagliata, la Nunciatura Apostólica, el Hotel Castelar, o la llamada “Casa redonda”, en la calle Ortiz de Ocampo.
En la obra del arquitecto italiano convive lo monumental y lo legendario. El Barolo, en particular, rebosa supuestos símbolos que manifiestan la edad media en la ciudad de las cúpulas.
En la gran ciudad del sur
En Milán, capital de la Lombardía, Palanti nació en 1885. En esta ciudad, la Academia de Brera es faro de formación artística. Allí el joven Palanti comenzó su formación bajo la tutela de uno de sus profesores, Camilo Boito.
En Buenos Aires, la voracidad constructora atraía legiones de arquitectos. Palanti estaba entre ellos, lo mismo que su colega, también milanés, Virginio Colombo, del que ya nos hemos ocupado en esta sección.
Su maestro Gaetano Moretti (ex discípulo de Boito), le encomendó la edificación del Pabellón Italiano de la Exposición del Centenario de la Revolución de Mayo. Así, Palanti llegó a Buenos Aires, en 1909. Aquí colaboró con su compatriota Francesco Gianotti, el arquitecto de El Molino, y de la Galería Güemes, pasaje mitificado por Cortázar.
Palanti se movió entre planos e ideas en el estudio de Arturo Prins y Oskar Razenhofer. Colaboró en el diseño de la Facultad de Ingeniería en la Avenida Las Heras, inconclusa, y con su estilo neogótico.
Palanti no puede separarse de la atmósfera artística y espiritual de su tiempo. Las vanguardias, el futurismo, la negación de los estilos de la época, contribuyeron a su eclecticismo, de difícil clasificación.
Por ejemplo, en 1914, en la Avenida Rivadavia 1916, concibió un edificio con dos atlantes, figuras del repertorio clásico griego que apuntalan un balcón en un segundo piso. El Hotel Castelar, de fisonomía academicista, hoy cerrado, en Avenida de Mayo 1152; o el edificio Roccatagliata, en la esquina de Avenida Santa Fe y Callao, que ya insinúa la singularidad de su estilo.
Y en la Avenida Figueroa Alcorta 3351, en 1927, sorprendió con el diseño del edificio de una concesionaria de automóviles, Resta hermanos, ex Museo Renault. Allí, el genio de Palanti imaginó una pista de pruebas de automóviles en la azotea, hoy inexistente. Los autos veloces giraban en círculos, galvanizados por el arrebato, imposible, de levantar vuelo.
Y cerca, a pocos metros, en Barrio Parque, entre las calles Ortiz de Ocampo y Eduardo Costa, reluce un portón de madera con los rostros de Dante y Beatrice de fino tallado. Perla construida junto al arquitecto Algier, en 1922, como residencia particular con escalinata de mármol, y herrerías exquisitas y faroles aposentados en un jardín de entrada.
La casa habría sido encargada por la familia Fevre, representantes de Chrysler en la Argentina. Su intención era, desde los ventanales de su residencia, ver la exclusiva pista de pruebas para autos antes comentada.
El Barolo en pie.
El exitoso empresario textil Luis Barolo encargó un nuevo edificio en el barrio de Montserrat, en Avenida de Mayo 1370. Edificación con una galería comercial con oficinas para renta.
Para la “Galería Barolo” (el verdadero nombre original del edificio), Palanti diseñó todas las piezas, ascensores, lámparas, picaportes; usó de forma pionera el hormigón armado en la construcción coronada por un faro. Faro que, en sus comienzos, contó con un arco voltaico de 300 000 mil bujías. Con 100 metros de altura (incluyendo la gran lámpara), y un frente de 30,88 metros, el edificio fue inaugurado en 1923. En 1995 fue declarado Monumento Histórico Nacional.
El visitante del Barolo, rápido queda fascinado por los ascensores originales con las indicaciones de los pisos en un semicírculo con aguja; los dragones y serpientes de bronces enrevesados; la altura gótica de su bóveda central; las curvas y la profundidad en espiral de las escaleras, los círculos de vidrio y metal cual rosetones en el suelo; las frases latinas en los techos; la escultura del águila con su misterioso viajero entre sus alas; un kiosko original y otros detalles.
La edificación concebida como un rascacielos, hoy, en la práctica, es un edificio de oficinas, con más de 300 de ellas. El mármol de carrara para los revestimientos, como la totalidad de sus materiales constructivos fue importado.
Su pasaje, corredor o galería central une la Avenida de Mayo con Hipólito Irigoyen. En el sótano, se escucha el rumor del entubado Arroyo Tercero del Medio.
El faro habría aspirado a comunicarse con su equivalente más discreto en Montevideo, el Palacio Salvo, en una suerte de corredor de luz entre las dos ciudades; aunque el faro del edificio uruguayo no llegó a ser emplazado; y el del Barolo, nunca funcionó, salvo tras su restauración para los festejos del Bicentenario, en 2010. Desde su altura también, mediante parlantes se pudo escuchar, desde la calle, la célebre pelea entre Luis Ángel Firpo, el Toro de las Pampas, y Jack Dempsey, en 1923.
En los primeros bocetos del rascacielos se evidencia la tendencia neogótica. Y, quizá, en la resolución de su cúspide, Palanti pudo estar influenciado por un libro dedicado a un viaje a Camboya publicado en París, en 1880, por Louis Delaporte, con imágenes de templos asiáticos, como los de Angkor, tal como lo destaca la arquitecta Virginia Bonicatto, a cuyo saber luego regresaremos. Y la sinuosidad de las líneas de la cúpula del Barolo acaso se asemeja también al templo Rajarani, en la región de Bhubaneshvar, de la India, del siglo XI, asociado con el dios Shiva, dentro del hinduismo. Su cubierta o techado es el sikhara (el “pico montañoso” en sánscrito), específico de los templos en la India del norte, con su estructura acanalada o estriada en su torre.
Los planos del edificio no son completos, solo se vinculan con las instalaciones sanitarias; y luego de su inauguración, la creación de Palanti generó críticas y debates en el medio arquitectónico, y silencio en la prensa local, acaso por incomprensión estética, o por sospechas políticas sobre la adhesión de Palanti al autoritarismo mussoliniano en ascenso.
Las críticas profesionales apuntaban, primero, a un empobrecimiento, se decía, de la estética urbana; y a la violación de límites prefijados de altura en la Avenida de Mayo. El Concejo Deliberante de la época incluso propuso la demolición del edificio en infracción.
Entre los críticos de la mole palantiana estaban Alejandro Christophersen, autor de numerosas obras en la ciudad (como el Palacio Anchorena, la Basílica de Santa Rosa de Lima, y otras), defensor del Beaux Arts; y Alberto Prebisch, autor del icónico Obelisco (que también sufrió una amenaza de demolición municipal en su momento).
Christophersen advertía sobre el peligro de una ciudad de “cúpulas inútiles y demás ‘verrugas’” para rematar edificios con propósitos exhibicionistas, a pedido de algún cliente “poco educado en arte”, y arquitectos prestos a satisfacer el encargo de extravagancias.
Alberto Prebisch, por su parte, fue un baluarte de la modernidad racional. Desde su posición estética, desacreditó los eclecticismos, como el palantiano, al que consideraba obsoleto.
La gestación de una leyenda
El Barolo suele ser relacionado con Dante Alighieri (1265-1321), y la Divina Comedia.
La narrativa legendaria asegura que Palanti, supuesto masón, y enamorado de la Divina comedia, concibió al Barolo como un Danteum, un edificio consagrado a simbolizar la obra del poeta florentino de la Baja Edad Media, y como sepulcro para sus restos.
Las tres partes de la obra máxima de Dante, Infierno, Purgatorio y Cielo, se expresarían simbólicamente en el edificio.
El pasaje central con sus 9 bóvedas con inscripciones en latín (“Trabit sua quemque voluptas”, “Cada uno se ve arrastrado por su propio placer”; “Fundata est supra firmam petram”, “Fundada sobre piedra firme”, entre otras); y con sus esculturas de serpientes y criaturas fantásticas representarían el infierno, que incluye los subsuelos. El Purgatorio en Dante es la montaña escalonada en los confines del hemisferio austral, con siete pecados capitales a purgar. En el supuesto templo dantesco, entre el piso 1 al 14, cada dos pisos se corresponderían a uno de los pecados. Y los pisos superiores del Barolo, cúpula y faro, serían representación del Empíreo, cima radiante de la luz del cielo, sitial del encuentro de Dios con las almas bienaventuradas.
El templo habría sido concebido como tumba para el gran poeta florentino a los seis siglos de su muerte, como emplazamiento seguro a diferencia de la Europa de la guerra; y en un lugar del hemisferio austral que, en junio, se alinea con la Constelación del Sur, vía de ascenso de las almas hacia el cielo.
Los 100 metros de altura del edificio serían equivalentes a la misma cantidad de cantos del poema de Dante. Sus 22 pisos, se alega, corresponderían a las estrofas de cada canto de la Divina comedia, lo cual es incorrecto. El poema del gran florentino estampa sus letras en terza rima, elección estilística de Dante (en la que luego le siguieron Petrarca y Boccaccio), que hilvana las estrofas de forma irregular, con diferente cantidad de versos para cada canto.
Una invención, o a lo sumo una hipótesis repetida como “verdad santa”: que comenzó a partir de un difundido artículo del arquitecto Carlos Hilger que revela las supuestas correspondencias sin ninguna prueba documental irrebatible.
Sorprende que, de tratarse de un Danteum, entre las inscripciones latinas en las bóvedas interiores del Barolo no haya ninguna frase de la Divina Comedia, ni que ninguna de sus paredes muestre relieves con escenas cardinales de la obra, y que ni siquiera un busto del poeta corone el Pasaje de la galería como sí lo hace la estatua de Dante (después rebautizada como “El pensador”) en la Puerta del Infierno de Rodin, en el Museo Rodin, en París.
La predisposición a enlazar al Barolo y Dante podría vincularse con la conmemoración de los seis siglos de su muerte con homenajes en Buenos Aires (y otras partes), en 1921, y que incluyeron al propio Teatro Colón. Pero no hay registro de esa conexión por parte del propio Palanti.
Así, la arquitecta Virginia Bonicatto, en su Tesis de Doctorado: “Mario Palanti: la búsqueda de una nueva arquitectura” (realizada en el marco de la Universidad de la Plata, y disponible en línea), manifiesta que “por el momento no se cuenta con fuentes documentales que avalen esta hipótesis…, y no contamos con registros de intenciones similares en la documentación de Palanti”; por lo que “al carecer de documentación tales cuestiones permanecen en el plano de las hipótesis”.
Y, además, si la voluntad de Palanti y Barolo eran regalar a Buenos Aires y el mundo, un edificio-templo para gloria de Dante, ¿por qué ocultar esa voluntad? ¿Por qué no aclarar la relación con el poeta italiano en una documentación concluyente? ¿Por qué mantenerlo en secreto?
Y como también la investigadora agrega, en las postales de la época de su inauguración, el Barolo era llamado “Mole Palantiana”, no Danteum; denominación que sí recibió el proyecto no consumado del arquitecto modernista Giuseppe Terragni, en la Italia de Mussolini, y del que solo quedan bocetos.
El “gemelo” del Barolo en Montevideo, el Palacio Salvo, también es motivo de narrativas legendarias: pero solo de fantasmas, muy lejos de las supuestas analogías con la Divina comedia de Dante.
Y dado lo cercano del origen del edificio respecto a la Gran Guerra europea (1914-1918), con miles de muertos, entre ellos muchos italianos caídos en las batallas infernales, o por enfermedades entre trincheras y ratas, el edificio pudo aspirar a ser mausoleo en memoria de las víctimas, y no un Danteum.
La presunta idea de Palanti de ofrecer un monumento a los caídos sería, entonces, consonante con la atmósfera cultural posterior a la primera guerra mundial. Pero esto tampoco es comprobable.
Y de lo imprecisable también es parte la estatua del águila La Ascensión, realizada por el propio Palanti, en 1919. El gran pájaro, con sus alas desplegadas, carga en su lomo a un hombre moribundo. Su cabeza parece enfundada en un gorro semejante al del poeta Dante, y no al casco de un soldado. La escultura quizá esté inspirada en uno de los dibujos de Gustave Doré que ilustra la obra del florentino (lo cual no probaría, de todos modos, la filiación dantesca del edificio). Su destino original era el hall central. La estatua desapareció por razones desconocidas. En 2015, se construyó una réplica para ubicarla en su sitio original. La pieza extraviada fue finalmente ubicada en manos de un coleccionista en Mar del Plata, aunque incompleta. La escultura en bronce, al fin recuperada, reposa ahora en su lugar predestinado.
Entre Italia y Argentina
En 1924, Palanti viajó a Italia para presentar la Mole Littoria (330 m. de altura) a Mussolini. La primera de sus muchas propuestas constructivas monumentales, como también la Mole Vittoria (600 m., la más alta del mundo), en 1946; o la Mole Alessandro Volta, para Milán, de 600 m. de altura también, en 1968; o un Monumental templo votivo, para Brasil.
Firme adherente al fascismo, en varias oportunidades, Palanti solicitó una entrevista a Mussolini para persuadirlo de sus capacidades para exaltar al régimen a través de obras de grandeza desmesurada. Incluso, desde Argentina, le envió un caballo como obsequio. Pero sus pedidos nunca fueron atendidos.
Publicó textos con sus proyectos, dibujos, esquicios, como Cinque anni di lavoro…, o la Architettura per tutti, con sus proyectos de carácter “racionalistas”. En Argentina, propuso, entre otras iniciativas, un Monumento en honor a San Martín, y un Monumento a Perón y Eva. Sueños arquitectónicos mientras que, tras denuncias por irregularidades, no pudo legalizar su título de arquitecto.
Con más de 90 años, y quizá cansado de no poder trasladar lo proyectado en sus planos a la realidad tridimensional, se alejó al fin de este mundo, en Milán, en 1978. Entonces, no pudo sospechar que una de sus obras despreciadas en Buenos Aires sería motivo de una controvertida narrativa.
Un edificio dos veces inaugurado
El Barolo, máxima perla arquitectónica de Palanti en Buenos Aires, se alza, al final, como un misterio, una paradoja y un edificio inaugurado “dos veces”.
Por un lado, su estricto valor artístico y ecléctico que lo justifica en sí mismo; y, en paralelo, el velo de su leyenda.
Por empezar, la obra de Barolo alimenta lo legendario como paradoja: el edificio que termina siendo identificado como algo que seguramente no es (o que solo es una hipótesis o conjetura); la leyenda que, repetida una y otra vez por fuentes periodísticas o turísticas de la ciudad y el extranjero, termina por darle un especial realce a la obra fundamental de Palanti. Mitificación que inaugura el Barolo “por segunda vez”. El edificio de 1923, y el posterior a su transformación en centro de una narrativa no verificable que, paradójicamente, lo salvó de la postergación y el deterioro, y lo situó en el centro del interés turístico.
La propia rareza del estilo del Barolo, su aura extraña, contribuye a imaginar historias, leyendas, que confieren un cariz romántico al lugar, como lo que ocurre con el ya mencionado Palacio Salvo; o la Torre del Fantasma en La Boca, entre otros posibles ejemplos, en Av. Almirante Brown y Villafañe. Sin embargo, en algunos casos, sí hay una voluntad de construir edificios simbólicos, como el caso del Castillo Pittamiglio, en Montevideo, construido por el arquitecto y político uruguayo Humberto Pittamiglio, desde 1911 hasta su muerte, en 1966, y el que también se envuelve en leyendas.
La leyenda es, a su vez, aliada innegable del negocio turístico. Y también de legítimos esfuerzos de preservación, tanto a nivel de las obras arquitectónicas, como de los espacios ambientales. La residencia Winchester, por ejemplo, en San José, California, con sus propias leyendas o invenciones motivadas también por sus raras características, atrae a miles de visitantes; afortunado atractivo como, en lo ambiental, el del Parque de las Esferas, en Costa Rica, con sus piedras esféricas que, seguramente, seducen a más turistas por las leyendas que se le endosan que por su estricto valor arqueológico.
Y en el pasaje central del edificio hacia Hipólito Irigoyen reposan dos estatuas. Una de Palanti, de pie, y otra de Barolo, el comitente, sentado. El arquitecto parece leerle un escrito. Es irresistible imaginar a ese documento, inexistente, como la declaración de la verdadera intención de su obra.
El Barolo fue inaugurado, entonces, primero, como edificio singular; y, luego, segundo, como mito; o como, al filo de la terminología de moda actual, acto de posverdad. Lo que equivale a: la verdad ya no es lo que es sino lo narrado, lo relatado. Por lo que el Barolo dantesco ilustraría no una mera mentira, sino una “verdad alternativa” consistente en que la verdad es lo que se dice de algo, no proposiciones demostrables de forma objetiva.
Todo esto, seguramente, habría sorprendido mucho a Palanti, más interesado en romper la ciudad de la línea contenida; y de ahí su obsesión por proyectos monumentales dentro de la estética edilicia del siglo XX.
Pero mejor es recalar, al final, en la pura presencia del edificio, en su altura, en la rareza de su estampa, su cúpula, su faro. Faro de un edificio extraordinario en su piso 22; ojo radiante dentro de una estructura vidriada y facetada, rematada por una corona metálica que, aún apagado, entre smog y estrellas, fue pensado para resplandecer, para brillar, en la ciudad prosaica.
(*) Esteban Ierardo es filósofo, docente, escritor, su último libro La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad, Ediciones Continente; creador de canal cultural “Esteban Ierardo Linceo YouTube”. En estos momentos dicta cursos sobre filosofía, arte, cine, anunciados en página de Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (www.fcpa.com.ar), y cursos y actividades anunciados en su FB.