" Vivimos en una sobremodernidad que impide concebir la vida en el marco de referencias históricas. Pareciera que habitamos en un puro presente sin pasado ni futuro, donde todo es instantáneo y ni siquiera es posible pensar la muerte, mucho menos las utopías”, reflexionó durante su última noche en el país el antropólogo y etnólogo francés Marc Augé. Augé dirigió la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París, escribió, entre muchos otros, los libros Un etnólogo en el metro y Los no-lugares, y acuñó conceptos clave como el de “ sobremodernidad” y el de “ no-lugares” (espacios de tránsito, anónimos, sin identidad, sin historia ni posibilidad de pensar relaciones simbolizadas con el otro). Sus influencias se remontan a pensadores como Lévi-Strauss, Althusser, Castoriadis, Vernant y Barthes. Hoy trabaja en dos libros que aparecerán en octubre: uno sobre las relaciones sobre el cine y la memoria, y el otro sobre las dificultades actuales para pensar la historia. Invitado a la Argentina por varias instituciones culturales, acaba de recibir el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad Nacional de Córdoba.
—¿Qué tipo de identidades producen hoy los medios de comunicación y las nuevas tecnologías informáticas?
—Los medios son un equivalente tecnológico de lo que fueron las cosmogonías y los mitos: organizan nuestras representaciones del tiempo y del espacio. A ese fenómeno lo llamo cosmotecnología. Tenemos una relación con el mundo mediatizada por esos instrumentos materiales, una relación de consumo pasivo con las imágenes de la tecnología que organizan nuestra conformación espacio-temporal. Muchos creen que la realidad está dentro de las pantallas y que, para vivir intensamente, hay que aparecer en esa especie de olimpo de nuestros héroes actuales. La gente quiere estar ahí adentro, para eso hemos inventado los realities. Con Internet puedo entrar en relación con cualquier persona en cualquier lugar del mundo. Pero no se trata de una relación de conocimiento, sino de reconocimiento. Hay una ilusión de que lo real pasa por la pantalla, de que ahí se da una comunicación con el otro. Pero se trata de una relación con una imagen de mí mismo. Un narcisismo tecnológico, una versión empobrecida del diálogo, una nueva forma de soledad. Estamos alienados a ese modo de representación. El remedio es considerar que los medios son medios, no son fines, ni son la realidad.
—Entonces, ¿cómo considera que se está redefiniendo el espacio público en esta sobremodernidad?
—Es un problema. Hay un espacio público local, uno nacional y otro global. Lo que pasa en los Estados Unidos o en Afganistán puede tener consecuencias sobre nosotros en cualquier parte del mundo. Necesitaríamos un espacio público mundial, que no existe todavía, a pesar de que los medios nos dan la impresión de que sí existe. Los medios, antes que un espacio público, son el espacio donde se crea la opinión pública. Un espacio virtual que genera una ilusión de realidad. A través de la pantalla se produce una experiencia de individualidad solitaria y de mediación no humana entre los individuos y los poderes públicos. Se ve muy bien en la campaña electoral en Francia. Hay un papel muy importante jugado por los blogs, los sitios de Internet. Pero, ¿qué son esas relaciones que se establecen a través de esas pantallas? Con estas tecnologías no nos preguntamos quiénes somos. Creemos que existimos y que nos comunicamos cuando, en realidad, somos consumidores pasivos de imágenes. La imagen propuesta por las nuevas tecnologías no representa una mediación simbólica con el otro, no crea reciprocidad. Ese es el riesgo que presentan.
—Sin el marco de un espacio público mundial, ¿cómo pensar la relación entre la multiplicidad de particularismos y un universalismo que los tenga en cuenta?
—No se puede conciliar un universalismo con los particularismos, pero tampoco se pueden oponer de manera definitiva, y de eso se trata el ideal de democracia que hay que defender. La historia no se acabó. La historia de la humanidad ha sido siempre de violencia y de conflicto. El problema es que cada día hay una brecha más grande entre los más ricos de los ricos y los más pobres de los pobres y entre los que tienen el saber científico y los que no. Entonces, no podemos decir que somos todos contemporáneos. ¿Cuál es el punto en común entre un profesor de Harvard y un campesino de Afganistán? El riesgo es que el mundo se vuelva una aristocracia del poder y del conocimiento, frente a una masa de consumidores y de pobres. Me parece urgente que se creen condiciones para una sociedad a escala planetaria, desde la práctica de un humanismo etnológico que, como decía Lévi-Strauss, tenga en cuenta a los más olvidados por las grandes potencias. En ese contexto hay que pensar en una utopía: la de un nuevo humanismo planetario.