La literatura argentina es frondosa en el culto de géneros y subgéneros, a pesar de que este fenómeno, por regla general, pase desapercibido para muchos aficionados o, incluso, buenos investigadores. El mal que padecemos es el de una memoria demasiado selectiva y corta de miras. Eso impide que ahondemos en la exhumación de textos exóticos y de autores de escasa difusión o fama. Cuando se habla del fantástico en la Argentina, las antologías redundan siempre en los mismos nombres: Borges, Casares, Cortázar, Ocampo, Aira, etcétera. Si bien es cierto que la maestría de estos autores eclipsó la obra de escritores menores, y no tan inspirados, eso no implica que el grueso de nuestros investigadores o los aficionados no profundicen en una bibliografía que es abundante y rica en ejemplos.
Lo interesante en abordar la literatura esotérica, no solo es el aspecto literario del texto (y su peso en la conformación nacional del género fantástico), sino también en observarlo como un eco de los cambios sociológicos que tuvieron lugar en el momento en que los textos se difundieron. Los vaivenes económicos y sociales, a los que siempre estuvo sujeta la Argentina, hicieron del país un terreno fértil para cultos religiosos y creencias alternativas o, más aún, estrafalarias. Ante situaciones desesperadas, el ser humano tiende a buscar soluciones extraordinarias. Otro punto a destacar es que el culto esotérico siempre estuvo acotado por límites legales, a veces claros y otras algo sinuosos, valga como ejemplo la persecución a las medicinas alternativas (encabezadas por la curandería) o al ejercicio de la adivinación, sobre todo durante las tres primeras décadas del siglo XX.
Se pueden buscar rasgos tempranos y tanteos esotéricos en los climas góticos y lóbregos de toda la literatura antirrosista. Detalle que, décadas después, explotó Arturo Capdevila, temprano cultor de disciplinas teosóficas, en su obra Las vísperas de Caseros (1923). En ese volumen de cuentos y pequeños devaneos ensayísticos, el autor de Córdoba del recuerdo intuyó que las fórmulas despectivas usadas por los rosistas para denigrar a los unitarios se trataban, en realidad, de conjuros dirigidos a vencer al enemigo, y que el mismo Juan Manuel de Rosas era un hechicero oscuro, al que llamó: “pontífice brujo de la teocracia bárbara”.
Fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando el esoterismo y la ciencia dura compartieron ciertos nichos y filosofías que fueron avaladas por algunos de los grandes sabios de aquel período o por sus más conocidos difusores. Se pueden ver rasgos primitivos de estos saberes reflejados en la obra de Juana Manuela Gorriti, que desarrolló conceptos que luego alcanzaron fama en las disciplinas alternativas como el doble espectral, la telepatía o la predicción.
Enrique Rivarola escribió en 1895 una novelita paródica llamada Mandinga, donde hizo uso de los lugares comunes del espiritismo, para poner en evidencia la farsa de una disciplina en la cual, es evidente, no creía. Sin embargo, en los cuentos de 1886, Narraciones populares (bajo el seudónimo “Santos Vega”) o en el volumen Meñique (1896), los relatos de aparecidos, y sus fórmulas de ciencias ocultas, fueron explotados literariamente con éxito. En la obra teatral Susto tras susto o La casa encantada (1895) de Alonso Lastra la comedia de enredos se construyó explotando las creencias espiritistas difundidas por la prensa europea, a través del filtro porteño, sobre los hogares poblados por duendes. En 1911 Gregorio de Laferrère también utilizó el espiritismo como núcleo de su obra teatral Los invisibles.
Eduardo Holmberg fue el fundador de nuestra literatura fantástica a secas y supo utilizar recursos de las ciencias alternativas para sus cuentos y novelas. El espiritismo y las concepciones de ultramundo de estas disciplinas aparecen en cuentos como Nelly (1896), La casa endiablada (1896), La bolsa de huesos (1896) o el viaje astral en El maravilloso viaje del señor Nic-Nac (1873). En la novela A través del porvenir, la estrella del sur (1906) de Enrique Vera y González el viaje al futuro bicentenario de la Argentina se realiza mediante un proceso de desencarnadura astral, en el que el protagonista es guiado por un gurú indostano.
Leopoldo Lugones fue quien encabezó y representó, a principios de siglo, el auge de la literatura esotérica y su explotación literaria. Su libro más representativo fue Las fuerzas extrañas (1906), al que le siguieron algunos relatos dispersos en revistas y Los cuentos fatales (1932). Soledad Quereilhac señaló en su estudio Cuando la ciencia despertaba fantasías (2016) que el descubrimiento de los rayos X le permitió a los ocultistas constatar que lo invisible no era sinónimo de lo irreal. Quereilhac realizó una lectura aguda de la obra de Lugones al comprobar que sus concepciones literarias estaban aunadas a las ideas teosóficas del aquel período. Por lo que esta huella puede percibirse en toda su obra, incluso en ensayos como El payador o Prometeo, un proscripto del sol donde Lugones recurrió a tradiciones y mitos antiguos para realzar nuestra identidad nacional, algo así, sostiene Quereilhac, como una especie de lector médium de nuestra tradición. No tan frecuentada por la crítica fue su novela El ángel de la sombra (1926) donde la metempsicosis se entremezcla con un romance trágico entre un hombre y una mujer de diferentes clases sociales y la tesis de que el ser humano se completa en un ángel cuando conoce a su verdadera media naranja. Más allá del edulcorado y trágico romance entre los jóvenes, la novela posee fuertes imágenes fantásticas que transcriben muy bien la sensación de otredad del submundo espiritual. Su amigo, Horacio Quiroga, también se montó en ese tren literario y fue mechando a lo largo de los años cuentos de trasfondo esotérico. Su último libro se tituló Más allá (1935) y contiene algunos de los mejores relatos de su prolífica producción.
Atilio Chiáppori, a pesar de tener una obra escueta, se hace merecedor de mayor eco crítico dada su calidad literaria, sin embargo, Chiáppori parece ser un eterno desclasado de las monografías. Su libro Borderland (1907) indagó los conceptos teosóficos y ocultistas de los albores del siglo XX, algo en lo que redundó, entremezclando grimorios medievales, en su nouvelle La degollación de los inocentes. Ricardo Rojas también incurrió en estas influencias con sus dos cuentos largos La psiquina (1917), sobre resurrecciones artificiales y vivencias del más allá que anteceden, en sus visiones místico-horrorosas, al imaginario de Lovecraft; y El ucumar (1918) que recupera una creencia del folklore norteño para desarrollar una concepción astral de la depravación humana.
La década del 20 será el punto de partida de algunos autores que más tarde alcanzarán cierta fama y prestigio (y muchos de ellos un olvido temprano). Víctor Juan Guillot publicó Cuentos sin importancia (1921) y El alma en el pozo (1925) cuentos que lo llevarían a partir de 1933 a colaborar en la revista Multicolor de los sábados del diario Crítica, dirigido por Jorge Luis Borges y Ulyses Petit de Murat. Gran parte de esas colaboraciones fueron reunidas en su último volumen de cuentos: Terror. Cuentos rojos y negros (1936), pocos años antes de que se quitara la vida. Destacamos la nouvelle El alma en el pozo por tratarse de una crítica feroz a la mediocridad humana, a través de un uso muy irónico y eficaz de algunos principios espiritistas, o la narración El guardarropa que, tomando como punto de partida la persistencia de energías de ultratumba en objetos que pertenecen a gente fallecida, Guillot construyó lo que seguramente sea el mejor cuento de horror argentino. También Santiago Dabove escribió en la revista del diario Crítica algunos de sus mejores cuentos (de temática ocultista y fantástica). Estos cuentos, en 1961, con prólogo de Borges, se reunieron en un volumen titulado La muerte y su traje. Su relato Ser polvo tiene cierta reminiscencia del cuento Las cenizas de Mirela Dávalos (Las babas del diablo, 1924) de Ernesto M. Barreda, en esa concepción singular que describe el extraño pasaje del alma humana a un organismo vegetal. Helvio Botana, hijo del fundador del diario Crítica, publicó en 1947 el libro Cuentos con ángeles y demonios con algunas piezas muy eficaces sobre el más allá de la vida o los castigos del ultramundo.
En 1920 un jovencísimo Roberto Arlt publicó el ensayo Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires en la revista Tribuna libre. Más que un estudio de estas disciplinas en el país, se trató de una crítica y una llamada de atención a la bonhomía de la población. En 1911, un tal Manuel Quintana (autoproclamado “antiguo funcionario de policía”) había publicado un exordio llamado La adivinación en Buenos Aires (fenómeno social que va contra la familia, siendo ésta la base de la sociedad) que también denunciaba el chantaje de estas materias volubles. La temprana desilusión de Arlt por las ciencias ocultas tal vez impidió que su obra profundizara en el fantástico, como sí lo hizo el trinomio Lugones-Quiroga-Chiáppori, sin embargo, sus mejores trabajos están contaminados por el esoterismo y muchos de sus personajes más memorables son cultores de las disciplinas herméticas. Basta pensar en el Astrólogo y en los dislates metafísicos de Erdosain (Los siete locos, 1929 y Los lanzallamas, 1931) o en la novela corta El traje del fantasma donde el protagonista realiza un viaje a un submundo poblado por esqueletos y espíritus condenados.
Durante las décadas del 20, 30 y 40 tendría lugar el auge de la literatura folklórica y de temática rural, por lo que muchas tradiciones esotéricas, de raíces indígenas, serían utilizadas como combustible de los argumentos literarios desarrollados por los escritores de ese período. Benito Lynch hizo uso del concepto del daño (vincular un objeto con una persona para “dañarlo”) en la novela El inglés de los güesos (1922). Entre los autores más brillantes de esas décadas pueden destacarse a Juan Draghi Lucero, Antonio F. M. Tarnassi, Sara Poggi, Miguel Marseglia, Julio Aramburu, Luis María Albamonte, Ricardo Rojas, Pilar de Lussarreta, Alberto Gerchunoff o Juan Arribau González.
En 1930, Carlos Alberto Leumann escribió el curioso libro Trasmundo: novela de otra vida que desarrollaba el amorío entre un hombre vivo y una muerta. Como el romance tenía lugar en el plano astral de los sueños y del trance, la necrofilia no alcanza protagonismo. Sin embargo, aunque Leumann por momentos peca de edulcorado, sale airoso en las lúgubres descripciones de las apariciones ultraterrenas, que a veces, en su afán de materialización, se fragmentan y dan la impresión de ser trozos desmembrados de un cuerpo.
Obras menores y sin mayor trascendencia literaria de la década del 30 fueron El milagrero (1936) de Luis María Albamonte o El laboratorio del doctor Mefistófeles (1937) de Alberto Gerchunoff, un aburrido drama donde se elucubra acerca de la mocedad y decadencia humana y los medios para alcanzar la juventud eterna.
Jorge Luis Borges con Ficciones (1944) y El aleph (1949) cambió para siempre el paradigma fantástico de la literatura mundial. Al igual que Lugones, Borges se sirvió del esoterismo como combustible de muchos de sus cuentos. La diferencia con el autor de La guerra gaucha fue que Borges profundizó en los aspectos más eruditos del ocultismo, sirviéndose de fuentes antiguas, que abrevaban en viejos tratados medievales, en literatura clásica o en textos apócrifos. Valgan como ejemplos los cuentos Las ruinas circulares, El milagro secreto, La escritura de Dios o El aleph. Está búsqueda literaria de Borges lo acompañaría durante toda su obra y pueden encontrarse piezas de interés en sus poesías, en su obra ensayística y en sus cursos orales. El sempiterno rival literario de Borges, el cura Leonardo Castellani, publicó en 1944 el libro Martita Ofelia y otros cuentos de fantasmas bajo el seudónimo de Jerónimo del Rey. El libro consta de extraordinarios relatos de horror que beben de la tradición esotérica y espiritista, en especial Materialización o El misántropo.
La década del 40 contó con dos piezas esenciales de literatura con rasgos esotéricos: Mala calle de brujos (1942) del autor mendocino Juan Bautista Ramos; y la obra maestra de Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres (1948). En Mala calle de brujos, Ramos indagó en la licuación de la superstición pueblerina ante el advenimiento de la modernidad. Lo interesante en la novela es que la realidad mágica encuentra su antídoto en el desarrollo urbano y en la pérdida de las tradiciones seculares que esto conlleva. Con el arribo civilizatorio, la magia no encuentra tierra fértil donde echar raíces. En Adán Buenosayres, Marechal escribió un ladrillo literario de inmensas ambiciones. El Adán de Marechal es un libro multifacético, plagado de sublecturas y conscientemente esotérico, sobre todo su último libro (el Séptimo), donde el astrólogo Schultze (álter ego de Xul Solar) realiza junto al protagonista un descenso infernal, elíptico y helicoidal, al mundo de Cacodelphia, situado en las entrañas místicas de Saavedra, bajo las raíces de un inmenso ombú.
Dentro del género policial, Lisardo Alonso escribió la novela La vuelta de Oscar Wilde (1948) donde parodió y denunció a los grupos espiritistas que poblaban los barrios porteños de ese período. Un colega de Alonso, Néstor Morales Loza, publicó en 1954 la novela La muerte en el oráculo con reminiscencias del mejor William Irish. Loza dio a luz una sobresaliente novela policial entretejida por los vaticinios fatídicos de una pitonisa de barrio. Otro entusiasta fue el enigmático Variley y su serie de novelas protagonizadas por el insólito detective Mario Walter. La novela Cuatro gotas de curare (1948) tiene un trasfondo de reencarnaciones que se remontan al lejano Egipto. No hay que olvidar tampoco la prolífica obra de J. J. Bernat que, bajo el seudónimo de “John Traben”, escribió para la editorial Tor más de 150 novelas apócrifas del detective Míster Reeder, creado por Edgar Wallace. Allí Bernat se decantó, de tanto en tanto, por algunas novelas con dejos ocultistas como La torre del duende (1948) o Reeder contra los duendes (1949). Otro detective extraño fue Demon Brat del ignoto Mulberry Clay, probable autor hispano argentino, que desarrolló a fines de los 50 veintiocho novelas de gángsteres y espías donde el agente del FBI hacía un uso sutil, pero eficaz, de su “sexto sentido” para resolver sus casos.
Luis María Albamonte y su libro El viajero hechizado (1953) puede representar la década del 50 con un libro que merece una lectura profunda por parte de la crítica especializada. Un autor que supo conseguir un imaginario literario digno de autores fantásticos de la talla de Lord Dunsany. Otros textos del período con rasgos esotéricos fueron Las puertas del purgatorio (1955) de Conrado Nalé Roxlo, El prestidigitador (1956) de Bonifacio Lastra o El centro del infierno (1957) de Héctor Murena. Mención aparte merece Germán Schmersow Marr, un escritor que roza el delirio en obras como Argentina luz, novela fantástica de carácter atómico (1951) y El mago de los bosques de Palermo (1954) donde desarrolla criterios esotéricos que habían sido embanderados por el peronismo de aquel período, como el renacer místico de la era atómica o el concepto estrambótico del hada buena reencarnada en Eva Perón.
La década del 60 se inició con obras esenciales, en primer lugar hay que ubicar a ese novelón (despreciado y exaltado por partes iguales) de Ernesto Sabato, titulado Sobre héroes y tumbas (1961) y su subnovela El informe sobre ciegos. Sabato, que indagó en el esoterismo durante toda su obra, profundizó en el concepto místico del descenso y del pasaje a un ultramundo, donde organizaciones ocultistas conjuran en las sombras. Esa idea del submundo porteño, sumergido en las entrañas de la Capital Federal, sería retomado por Otto Carlos Miller en su novela marelechiana Lluvia de estrellas (1996) y por Ricardo Romero en Los bailarines del fin del mundo (2009).
Eduardo Goligorsky, bajo el seudónimo de James Alistair, escribió en 1962 el volumen de cuentos Pesadillas que tiene el mérito de ser uno de los mejores libros de cuentos de horror escritos en la Argentina y que, desde entonces, nuestra sempiterna desidia crítica lo ha mantenido fuera de la órbita del recuerdo. Durante esta década, el exótico Alejandro Von Der Heyde comenzó a escribir sus cinco volúmenes de cuentos fantásticos en los que desarrolló casi todos los conceptos esotéricos y ocultistas que pueblan la literatura. No hace falta destacar la obra de Adolfo Bioy Casares, por ser muy leída y frecuentada. Extraño accidente (1960), novela de Nalé Roxlo, se adelantó en más de veinte años a las vigilias e inspiraciones angelicales de Wim Wenders. No es un dato menor que en 1962, un desconocido servidor policial llamado José López Rega publicó el libro Astrología Esotérica, secretos revelados.
En 1970, vale la pena destacar a Juan Jacobo Bajarlía, uno de los mayores entusiastas y conocedores del género. Este autor fue un abogado penalista que dio a luz una larga cifra de cuentos ocultistas y dos novelas extraordinarias por su temática y desarrollo. Los números de la muerte (1972) es un policial fantástico donde se entremezcla la brujería vudú y los saberes herméticos, mientras que El endomoniado señor Rosetti (1977) es una novela que indaga, desde los conocimientos esotéricos, la maldición que aqueja a un hombre condenado a ser lobizón. Mezcla con duro realismo conceptos parapsicológicos y saberes mágicos, dando lugar a una de las mejores novelas sobre lobizones escritas en el país. Bajarlía inspiró y apadrinó la obra de autores que recrearon una narrativa esotérica con vestigios eruditos, destacándose Tibor Chaminaud o Juan Carlos Licastro con El paraíso de los caracoles blancos (1984) y El cazador y la muerte (1988). Otro escritor que siguió la senda literaria de Bajarlía (y que puede ser considerado su último discípulo) es Diego Arandojo, autor del libro Negrísimo (2016), Morondanga (2017) o la novela escrita en colaboración con Ramiro San Honorio: Operación Lugones (2016), que desarrolla una guerra esotérica de brujos, entre Argentina e Inglaterra, durante la guerra de Malvinas. Arandojo es también editor del sello Oráculo ediciones que se especializa en literatura ocultista.
En la revista Umbral tiempo futuro y en Cuarta Dimensión, Norberto Comte desarrolló muchos textos acerca del esoterismo nazi, dando piedra libre, muchas veces, a su imaginación. Este subgénero ha sido bautizado como “nazismo mágico” y tuvo en Abel Posse un cultor muy inspirado con la novela El viajero de Agharta (1989).
Mención aparte merece el género poético que, desde sus orígenes, estuvo fusionado con las disciplinas herméticas, y que encontró en la Argentina muy buenos cultores. A Diego Arandojo le debemos el recuerdo de Alejandra Pizarnik y su Condesa Sangrienta (1966) y la memoria de la obra de Beatriz Schaefer Peña, Olga Orozco, Alberto Girri, Federico González Frías, Leonor Calvero, Romilio Ribero, Ruth Fernández o Mario Trejo.
Un autor curioso, aunque menor, de fines de los 70, fue Carlos Castagnini, responsable de dos volúmenes de relatos titulados Cuentos fantásticos y parapsicológicos. Otro loco delirante fue Pedro N. Ciochi con su larga serie de Cuentos del libro Rojo donde desarrollaba literariamente todas las concepciones ocultistas que él mismo difundía en los cursos orales que dictaba en su “Instituto”, situado en algún lugar de Capital Federal. De fines de los 70 fue el autor de culto Eduardo A. Zeballos con su libro Introducción a las ciencias del mal y otros cuentos (1976). De ese mismo año es el volumen Los fantasmas de la escritora y trotamundos argentina Clarisa Muniagurria.
Cerrando el siglo XX es imprescindible mencionar la obra capital que fue Los Sorias (1998) de Alberto Laiseca. Auténtico cultor y creyente del esoterismo. En sus libros anteriores, Laiseca había indagado y profundizado en la temática ocultista como en Tu turno (1976), La hija de Keops (1989) o la extraordinaria El jardín de las máquinas parlantes (1993). Esta novela es la que mejor explica los exóticos saberes esotéricos de Laiseca, que conforman una mitología propia y original, poblada por “chichis”, “vurros”, “zapos” o “giles” (todos los ciegos a los planos astrales). Lo maravilloso en Laiseca es su vuelta de tuerca sobre las concepciones fosilizadas de estas filosofías. Laiseca supo renovarlas y utilizarlas en función de sus delirios literarios. En La hija de Keops se habla de la construcción de la pirámide como un monumento teológico y defensivo contra las fuerzas oscuras, lo mismo sucede con La mujer en la muralla (1990). La enormidad ciclópea de Los Sorias, libro monumento en sí mismo, da la impresión de ser un arma esotérica creada ex profeso por Laiseca para vencer, como él decía, la mediocridad pa’siempre.
C.E. Feiling también escudriñó en su obra en conceptos extraños y ocultistas como en El agua electrizada (1992) o El mal menor (1996). Entre los más recientes adeptos, vale la pena destacar la obra, no apta para paladares finos, de Matías Bragagnolo como El brujo (2015) o La balada de Constanza y Valentino (2018), y la de autores como Patricio Chaija, Christián V. Lawson, Gonzalo Ventura, Lucas Berruezo, Ricardo Esquilachi, Pablo Branconi, Marisa Vicentini y José María Marcos que hacen culto de la literatura de horror y uso de muchos conceptos ocultistas para maquillar de verosimilitud sus textos. También Leonardo Oyola en sus novelas policiales como Santería (2008) o Sacrificio (2010) retoma los saberes populares y mágicos para condimentar sus novelas. Lo mismo sucede con Mariana Enríquez y su volumen de cuentos Los peligros de fumar en la cama (2009) con los relatos El aljibe, acerca de “daños”, o Cuando hablábamos con los muertos sobre desaparecidos y la ouija. Hay que destacar además los rasgos esotéricos y paródicos en la infinitud textual de César Aira que supo explotar literariamente estos temas.
A pesar de no haber nombrado a todos los autores y sin la posibilidad de profundizar en sus argumentos, basta lo dicho para tener un panorama muy completo del influjo de las disciplinas herméticas sobre nuestra literatura y como las mismas permitieron afianzar el desarrollo del género fantástico en nuestro país. Género que muchos necios se empeñan en negar que exista. Percepción que nosotros suplimos, como habrán notado, con dones extrasensitivos.