CULTURA
vicio propio

Se estrena la película basada en un libro de Thomas Pynchon

Paul Thomas Anderson es el primer director que aceptó el relato de llevar una novela del escritor estadounidense a la pantalla grande.

Reparto estelar. El film está protagonizado por Joaquin Phoenix (foto), Josh Brolin y Owen Wilson.
| Cedoc Perfil

El diccionario de las compañías aseguradoras define como “vicio propio” a la mala calidad, defecto o daño físico inherente a la naturaleza propia de los bienes o cosas aseguradas lo que implica que el asegurador no indemnizará los daños o pérdidas producidos por vicio propio de la cosa. Si bien esta definición técnica,  orienta, cabriola mediante, acerca del nudo de verdad –es decir: filosófico– que subyace en la novela de Thomas Pynchon (Vicio propio, Tusquets, 2008) cuya versión cinematográfica, a cargo de Paul Thomas Anderson (Magnolia, Boogie Nights, Petróleo sangriento) se estrenará en pocos días en nuestro país, también dispara una batería de analogías alucinatorias, conspirativas y paranoicas dirigidas hacia el corazón del imperio, que instalan en el paladar del lector-espectador una sensación pastosa y triste.

Ambientado en la ciudad de Los Angeles en 1970, el extenso film de Anderson transita por la línea troncal que estructura la novela, es decir: la investigación que realiza el detective privado –y porrero contumaz– Doc Sportello, a pedido de su ex novia Shasta –una hippona femme fatale– de la desaparición de su actual amante, un magnate inmobiliario que se ha trasmutando en benefactor de pobres.

Esta es la primera vez que una novela de Pynchon es trasladada al cine (siempre se la ha considerado una tarea imposible). Felizmente lo hace Anderson, quien tiene el talento y la humildad de saber escuchar y así conseguir que la relación que Pynchon establece con sus personajes y las palabras aparezca ante nuestros ojos sin perder su magia y potencia. Desplegando algunas de las variadas ramas secundarias con las que Pynchon suele construir su literatura y recreando, entre el delirio y la exactitud, el clima de época, la eficacia de la narración cinematográfica que Anderson consuma, su puesta en escena, la elección de los ángulos de cámara, la subyacente música y sobre todo las logradas actuaciones, hacen que el film sea tan fiel al material del que se nutre –ese peculiar barroco posmoderno– como a la propia estética del realizador.

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1970 es el comienzo del fin del sueño de una generación que fue volviéndose tonta y sorda habitante de un país adicto y suicida. Como barridos por ráfaga de metralla mueren Brian Jones, Jimi Hendrix y Janis Joplin. Nixon vigila desde la Casa Blanca y Reagan desde la gobernación de California. El asesino ritual Charles Manson acapara las primeras planas de los diarios y el fuego de las napalms que se arrojan en Vietnam ilumina las noches de los Estados Unidos. Toda naturaleza humana está en suspensión. No queda otra cosa que pensar que la vida de cada uno ya no le pertenece: ha sido infiltrada por los servicios de inteligencia, por los traficantes de todo tipo de drogas, por la televisión. Abruma la sensación de que nadie es lo que dice ser y se vuelve urgente averiguar qué lado del papel matamoscas es el pegajoso. “Sin embargo, no hay vacío en el tiempo, en el mar del tiempo, en el mar de los recuerdos y los olvidos, en los años de promesas incumplidas e irrecuperables. En tierra firme casi está permitido reclamar un mejor destino, aunque los malhechores ya conocidos lo arrebaten y tomen de rehén al futuro en el que deberemos vivir para siempre.”

El destino de Estados Unidos piadosamente fracasó y transpiró. ¿Y el nuestro?