Hay en la novela de Natalia Rodríguez Simón un rasgo distintivo y un señalamiento interno; una preocupación que los distintos narradores (todos en primera) exponen por dejar bien en claro y casi sin posibilidad abierta a otras lecturas posibles todo aquello que se cuenta y que tiene para ellos especial relevancia. De a ratos una necesidad de clarificar surge y cruza el texto: “Pero no me quiero desviar. Quiero que se entienda bien”, “No es que uno pudiera asentarse ahí, pero a lo menos había un techo para cubrir los pensamientos, ¿no?”, “Pero yo no estaba diciendo eso”, porque lo primero que acapara la atención del lector y delimita el riesgo del escollo insalvable es el poder de su fuerza expresiva, su continente verbal, que es también un monte oscuro y tal vez esas apelaciones resulten la forma de no extraviarse en el paisaje frondoso de una lengua desbocada. Como el agua indetenible de una inundación, el registro poético invade la noción de trama y la atropella en su remolino textual. Y si los títulos de una obra funcionaran siempre como el reflejo cierto de una intencionalidad autoral, se diría también que la sumerge en la espesura del barro.
Los personajes de Barro son seres olvidados del mundo cuyo origen en algunos casos apenas desentrañan: el rumor de una memoria esquiva convive con ellos y con una existencia dura y de dimensión casi animal, una fiereza y una brutalidad que parecen contrastar con aquel otro destino posible de donde fueron arrancados o bien ser una suerte de universo amplificado de la violencia institucionalizada que dejaron atrás, como es el caso de “Madre”, que narra la primera de las tres partes en que está estructurado el libro y que funciona como una suerte de eje aglutinador: es ella la que da la vida y que cumple con el mandato divino y bíblico que condenó a las mujeres a dar a luz con dolor, una voz entre dos mundos, una especie de núcleo absorbente en una estructura de modales polifónicos, porque por sobre las peripecias argumentales, esas que pueblan las marquesinas iluminadas de las contratapas a las que mejor convendría prestarles mayor atención, a las tenues luces de su letra chica, lo que realmente importa en la novela es el discurso de sus narradores, esos que subrayan la aclaración, empujan la interrupción hacia adelante e intentan dar sentido a la digresión, incluso si la que narra es la voz faulkneriana de un retrasado mental.
Los personajes de Barro son seres olvidados del mundo cuyo origen en algunos casos apenas desentrañan: el rumor de una memoria esquiva convive con ellos y con una existencia dura y de dimensión casi animal
En una entrevista y en circunstancias de la publicación de su primera novela, Era tan oscuro el monte, Natalia Rodríguez Simón se refirió al trabajo con el lenguaje a expensas de un pedido hecho por uno de sus compañeros en el taller literario de Laiseca al que concurría: “Cuando yo empecé a escribir era cruda. Y un compañero me dijo: dame un poco de aire, dejame respirar un poco (…) Me ayudó a pensar en eso (…) dije: Vamos a bajar un poquito a tierra y a buscar en el lenguaje eso”.
Barro puede que sea el resultado de la tensión que conlleva implícito ese despojamiento.