Una de las primeras cosas que dice Martín Kohan, desde el Zoom, es que él se considera un “desfasado tecnológico”, o sea: le gusta la tecnología, pero la de otro tiempo, no la de ahora. Dice que le gusta manejar, escribir –la escritura se puede pensar como una tecnología, como analizó en su momento Walter Ong– y hablar por teléfono. No le atrae mucho el Zoom ni el Skype, porque prefiere no verse, dirá; aunque con el tiempo tuvo que acostumbrarse a usar estos formatos para dar clase. Detrás suyo –sobre un fondo blanco– se ve la bandera de Boca.
Con eso –con poco– ya se puede componer un primer ethos: hincha del Xeneize y desfasado tecnológico.
Luego va a agregar que tiene “una disposición natural a la melancolía” y que trata de no perder la capacidad de asombro. La tecnología le sigue resultando increíble, en parte porque la percibe desde un contraste: trata de no perder de vista a ese niño que fue en los 70, cuando el hecho de comunicarse a distancia le parecía casi un milagro.
Esa actitud de asombro, que Jaspers puso en el centro de la filosofía, se puede advertir también en su nuevo libro de ensayos, ¿Hola? Un réquiem para el teléfono (ediciones Godot), donde analiza los modos de vincularse que habilitó la irrupción de este dispositivo, la instancia de enunciación que inauguró; pero también los usos que tuvo tanto en la ficción –el cine, la literatura– como en eso que llamamos “cultura popular”. Naturalmente lo decimos así, en pasado, porque, ¿quién continúa usando el teléfono fijo en este tiempo? ¿Quién recibe otros llamados que no sean los de un telemarketer?
—En general, con sus amigos o conocidos uno habla por WhatsApp, ya sea en modo chat o por audios. ¿Vos seguís hablando por teléfono?
—Yo sí: los que desertan son ellos. Para mí es una forma de conversación muy específica, única en su forma. Hay una forma de intercambio y, por lo tanto, una forma de relación personal y social que se da en la situación del teléfono y que no se compara con ninguna otra. Y que a mi criterio habilita un cierto tono y registro, y a veces un tipo de confianza y disposición que no hay en otro formato, por ejemplo este que estamos usando ahora, en el que nos escuchamos pero también nos vemos, o cuando uno se encuentra con alguien cara a cara. La circunstancia por la cual alguien escucha con un grado de cercanía máxima al otro y al mismo tiempo el otro no está, esa forma específica de combinar presencia y ausencia, cercanía y distancia, me parece que tiene en el teléfono una fórmula única y, por lo tanto, habilita un tipo de conversación que sin eso no se da.
—Llamar por teléfono a alguien hoy se vive como una intrusión demasiado brusca. Por eso en general la gente pregunta antes. “¿Te puedo llamar?”. ¿Qué te parece que cambió del teléfono fijo al celular para que hoy se pida permiso antes de hacer un llamado?
—Yo creo que eso que decís ocurre y a mí me parece una mala señal. Porque la aparición del teléfono efectivamente modifica la distribución de los espacios privados y los espacios de relación con los otros, como se ve en el texto de Benjamin sobre la infancia en Berlín en 1900. De pronto algo del afuera está adentro. Y de pronto algo de las relaciones exteriores, de la vida personal, aparece en el espacio de la intimidad. Entonces, efectivamente el teléfono altera una cierta distribución de lo que sería privado, propio, íntimo. Además, suena sin que se sepa que va a sonar. Benjamin dice eso: de pronto a la tarde sonaba el teléfono y despertaba a los padres que estaban durmiendo. Efectivamente tiene algo de irrupción, de un afuera que aparece adentro. El asunto es por qué, al cabo de tanto tiempo, no cuando el teléfono aparece sino ahora, que está en declinación, hasta en vías de extinción, por qué es ahora cuando se siente esa especie de invasión, de intrusión, casi de prepotencia.
—¿Y por qué te parece que se da?
—A mí me parece que hay una ilusión de estar encapsulados y que nada nos afecte. Se lo podría pensar como un indicio, lateral quizá, pero un indicio de un cierto ideal de época, de existir en un encapsulamiento aséptico y que ningún afuera nos afecte. Eso por un lado. Por otro, que toda relación con otro transcurra sobre la base de pautas previamente establecidas, donde hay un protocolo que ya anuncia y establece que no va a haber sobresaltos: sabemos lo que va a pasar. Que nada nos sorprenda. Que nada ocurra sin que sepamos que va a ocurrir. Me parece que hay un ideal de época sombrío, a mi entender, que dice que nada debe pasar si no está pactado. Que nada pase sin un previo protocolo. Que el otro no haga nada que yo no sepa que me va a hacer. A título personal, yo te podría decir: si alguien me llama por teléfono, me interrumpe una vez. Si alguien me manda un mensaje de texto para avisarme que me va a llamar por teléfono, me interrumpe dos veces. ¿Por qué una persona supone que es más amable avisarme? Llamame, y te atiendo, y si no puedo, no te atiendo.
—Esa desaparición, o casi desaparición, de la conversación telefónica lleva a perder un poco el timing, ¿no? En el sentido de que a uno le empieza a resultar extraña la dinámica de la conversación, los silencios, las pausas. Casi como si hubiera desaprendido a conversar telefónicamente. ¿Te pasa algo parecido? ¿Lo notás en los demás?
—En mí no porque para mí el teléfono fue siempre muy importante. Y tener que maniobrar en la conversación solo con la voz del otro, y solo con el silencio del otro, sin la mirada, sin los gestos, sin las expresiones, digamos, efectivamente constituye una forma de conversación específica, para la cual cada uno puede sentirse más o menos cómodo. Siempre hubo gente que no supo hablar por teléfono. Pero uno podría pensar lo contrario. Hay un tipo de fluidez, de confianza, de entrega, que se produce gracias al formato teléfono. Gracias a la posibilidad de hablar con el otro sin que el otro esté del todo.
—En el libro decís que el teléfono inaugura un nuevo sujeto de la percepción, una nueva mirada. De lo que se pierde con la extinción de ese sujeto ya hablamos. Pero, ¿hay alguna ganancia? Te lo pregunto porque sé que vos no sos ni un apocalíptico ni un integrado...
—Voy a admitir que no soy un apocalíptico porque advierto que no hay que serlo (risas). Pero tengo que hacer un esfuerzo. Mirá, el encuadre de todo esto sin dudas es Benjamin. En él uno puede detectar la misma ambivalencia, me parece, y a veces sobre las mismas cuestiones. Si uno toma los textos clásicos de Benjamin, hay una cierta ambivalencia y registros distintos: una cierta nostalgia, a veces anticipada, por lo que se está empezando a perder, y una expectativa, o incluso cierto optimismo, por las posibilidades que se abren. A mí me parece que cuando Benjamin trabaja la pérdida del aura, o cuando habla, en El narrador, del fin de la capacidad de narrar, está esta ambivalencia. Yo un poco metodológicamente, te diría, intento recuperar las dos inflexiones. La que se me da con más facilidad, probablemente por la edad que voy teniendo, es la de la nostalgia por lo que se pierde. Pero entiendo que limita muchísimo el enfoque adoptar solamente esa postura.
—En el primer capítulo vos decís que el “¿hola?” se puede leer como un resto del asombro que provoca el hecho de comunicarse por teléfono. ¿Hoy hay lugar para que la tecnología nos asombre? O incluso se puede ir un poco más allá: ¿hoy hay lugar para el asombro?
—Yo a veces te diría que mi disposición natural, por así decir, es melancólica, y busco ese asombro. Ahí nosotros tenemos una diferencia generacional que yo creo que se manifiesta en esto, porque vos nacés y crecés en un entorno donde ciertas cosas ya existen y ya están incorporadas. En mi infancia el llamado a distancia era una hazaña tecnológica. En algunas vacaciones, en Córdoba, llamábamos a mi papá, en Buenos Aires, y ni siquiera había una frustración del todo cuando no se lograba una comunicación. Porque no lograrla parecía lo más razonable: si estábamos a ochocientos kilómetros de distancia. El milagro era cuando sí se conseguía la comunicación. Tomando a Benjamin como referencia, que el niño que vivió esa relación con el teléfono, cuarenta años después, se encuentre con que hablás en movimiento con el teléfono móvil desde cualquier lado a cualquier lado no deja de resultarme increíble. Respecto de las nuevas tecnologías yo te diría que no sé si “asombro” es la palabra. Pero cuando la pandemia nos obligó a dar clases por Zoom, en mi caso particular yo ni siquiera había frecuentado el Skype. A mí lo que no me gustaba del Skype era ver al otro. Prefería no verlo. O sea, prefería el teléfono. Incluso ahora en el Zoom, en este mismo momento, yo tengo que hacer un esfuerzo para no verme a mí. Porque no me gusta verme.
—¿Y cómo escribís, por cierto? ¿Usás una computadora?
—No. Escribo a mano.
—¿Nunca te acostumbraste a escribir en una computadora?
—No. No me gusta. Lo que me gusta es tener la birome en la mano. Me gusta el ejercicio de escribir. Además de la parte conceptual, desarrollar ideas, narrar, disfruto también del ejercicio físico, manual, de escribir a mano. Y en cambio tipear no me es tan grato. Y me es menos grato en la primera escritura.
—Pero tiene sus ventajas también, ¿no? Uno puede corregir de otra manera. Tachar mucho. Uno se acostumbra a escribir de otra manera, tal vez a probar más cosas que en una hoja donde hay un espacio finito para tachar, por ejemplo.
—Sí, no lo dudo. Al mismo tiempo, son preferencias, obviamente, más allá de las ventajas objetivas. Porque a mí la página demasiado tachada es lo que me da la pauta de que no estoy escribiendo bien. La columna de PERFIL hoy la arranqué al mediodía y en un momento dije: “Uy, esto está muy borroneado, no me está saliendo bien”, y la pauta me la dio la tachadura.
—Redes no tenés, ¿no?
Tengo una cuenta de Twitter en la que tengo unos 8 mil seguidores, sin que yo haya emitido hasta este momento ningún tuit. La cuenta la tengo exclusivamente para entrar en conversación con personas que comentan algo o publican algo acerca de mí. Uso el Twitter para comentar publicaciones de otros, por ejemplo si mienten sobre mi persona.
—Pero, ¿tiene sentido contestar en esos casos?
—Sí. Generalmente puede ser estéril con la persona, que miente porque la verdad no le importa: lo que está queriendo hacer es mentir. Pero a mí me parece bien, respecto de la verdad, decir: lo que estás diciendo es mentira. La persona muchas veces te insulta, reacciona mal, te acusa de distintas cosas, te diagnostica enfermedades. Es una cuestión suya su reacción. A mí me parece que si alguien publica algo que es mentira, puede tener sentido decirlo. Pensemos otra vez en los viejos formatos tecnológicos. Alguien publica un artículo en un diario, y sostiene algo sobre vos que es falso. ¿Tiene sentido mandar una carta al diario desmintiendo la publicación? Bueno, eventualmente sí.
—La diferencia es que eso se hacía con nombre, apellido, y en las redes se insulta desde el anonimato.
—Lo cual empeora las cosas porque alguien que no pone su propio nombre en juego tiene una disposición para la mentira y una agresión que es mayor que la que tendría si tuviese que hacerse cargo de eso que está diciendo. De todas maneras, no veo razones para no decirle al que miente que está mintiendo, y al que te agrede preguntarle por qué te agrede. No lleva mucho tiempo.
—Quedan unos minutos de Zoom, el tiempo aquí es tirano, y te quería preguntar cómo ves la literatura argentina. ¿Notás un giro hacia la ciencia ficción?
—Hay algo que nos ha entusiasmado a todos. Las nuevas tecnologías, o ciertas transformaciones de las viejas, habilitaron la posibilidad de expandir el campo de publicación. Hasta hace no muchos años, las condiciones materiales y tecnológicas para la producción de libros determinaban que por menos de mil ejemplares no te convenía publicar un libro. Hoy se puede hacer un libro y tirar cien ejemplares, cincuenta, o a demanda. Entonces las posibilidades de armar una editorial y de publicar se ampliaron exponencialmente, y eso en principio nos resulta muy propicio. Al mismo tiempo, al ampliarse de tal manera el caudal de editoriales, la posibilidad de visualizar el estado de cosas es muy difícil. Nunca nadie leyó todo, pero ese todo hoy es especialmente desbordante, por las transformaciones de las nuevas tecnologías, que uno no deja de saludar con entusiasmo porque cuanto más se publique mejor, en principio. Pero esa proliferación me parece que cambió muchas cosas, entre ellas la posibilidad de tener un panorama tentativo del estado de cosas en un momento determinado, porque hay demasiado. Entonces está lo que vos decís, porque uno ve esa línea, pero está la cuestión de la literatura del yo, de la que también se habla tanto. Creo que por este estado de cosas hay más líneas, incluso hegemónicas o dominantes.
—Y también hay un problema para los lectores. Porque se amplió mucho la producción de literatura y a la vez se redujo mucho el espacio de la crítica...
—Para mí es un severísimo problema. Porque la decantación no es que ocurra solamente a través de la crítica, pero la crítica tiene un papel preponderante en esa sistematización de lecturas. Y me parece que en una época de tanta proliferación, la función de las lecturas, que es proponer líneas, articulaciones, modos de sentido, me parece vital, y el hecho de que se esté debilitando me parece preocupante. La sobreoferta a veces es problemática, porque el riesgo es... Muy bien, todos publicamos. Pero al mismo tiempo si todos publicamos el efecto puede ser “no publica ninguno”. Es otra forma de invisibilización. Paradójica, si querés. Y ahí es donde la crítica literaria me parece especialmente decisiva en las condiciones actuales. Esta combinación de proliferación de publicaciones y debilitamiento de lecturas que la crítica propone me parece una mala combinación, y creo que el riesgo al que vamos es una masa de libros que se pierden y se tapan unos a otros.
“Hable”, “Diga”
Por martín kohan
¿HOLA? Entre las tantas formas de atender el teléfono (“Hable”, “Bueno”, “Diga”, “Mande”, etc.), la más frecuente, y acaso la más persistente, ha sido y sigue siendo “¿Hola?”. No “Hola”, sino “¿Hola?”; es decir, no un saludo, sino una pregunta. Se trata claramente de la función fática que definió Roman Jakobson, esa en la que el lenguaje se utiliza para verificar que el canal de la comunicación esté en efecto funcionando. De hecho, si se produce una interferencia en la línea o se teme que la comunicación pueda haberse cortado, esa fórmula reaparece: “¿Hola? ¿Hola?”, y no se trata de saludarse. El dato es que las conversaciones telefónicas empiezan ritualmente así, diciendo “¿Hola?”, deteniéndose antes que nada en el propio canal de la comunicación, constatando una y otra vez, y antes de empezar la conversación propiamente dicha, que el canal efectivamente está y que anda perfectamente bien. Como si un resto de asombro ante el hecho mismo de que el teléfono exista no pudiese sino aflorar ante cada llamado y ante cada respuesta, como si cada conversación telefónica no pudiese sino verse antecedida por una especie de homenaje implícito ante el prodigio, nunca asimilado del todo, de poder hablar con otro aunque el otro no esté ahí.
SUJETOS Y TECNOLOGÍAS ¿En qué sentido? En el sentido que trazó Walter Benjamin, a propósito de la noción de “aura”, por ejemplo, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, o a propósito del “arte de contar historias”, en El narrador: detenerse a pensar aquello que está, no perdido, sino perdiéndose; en declinación o en crisis; “en trance de desaparecer”. Y también en el sentido en que el propio Benjamin examinó la manera en que una nueva tecnología (desde la iluminación a gas en las calles hasta la proyección de películas en el cine, pasando por los bombardeos aéreos en el frente de guerra) fundaba un nuevo tipo de percepción y, con eso, un nuevo sujeto; constituía un nuevo sujeto y, con eso, un nuevo espectro de relaciones sociales. En la línea en que Georg Simmel había advertido que, con la invención del tranvía, por primera vez en la historia humana ocurría que dos personas que no iban a hablarse se miraban largamente cara a cara. Un nuevo medio de transporte habilitaba, de por sí, un nuevo sujeto y una nueva mirada, una forma inédita de vincularse con los otros. ¿Y qué otra cosa supuso ese invento genial que Bell patentó en 1876, sino una nueva manera de hablar y de escuchar y, por ende, otro sujeto de enunciación y otro sujeto de recepción, otro régimen de discurso posible, un tipo de conversación que hasta entonces no existía? Pero es eso precisamente, el hábito de la conversación telefónica, lo que parece haber entrado en declive, acaso en trance de desaparecer.
Extracto de ¿Hola? Un réquiem para el teléfono.