Decime es que mentira que esto es Independiente, que es cuento que el equipo que acaba de salir a la cancha con esa camiseta de Estudiantes es el de siempre, que ese extraño escudo triangular azul con una V roja que aparece en la pantalla del estadio no es del rival de esta tarde. Decime que es un engaño que la visitante está vacía porque es una regla del ascenso, que hay un club que se llama Brown de Adrogué, que a veces se puede perder hasta con el menos pensado. Decime que no es real que el Rojo hoy debuta en la B Nacional y que por eso la gente llenó estas tribunas y no llenó estas plateas. Dale, explicame que todo esto es falso, que hace 49 días no hubo ningún descenso, que esta incertidumbre que se respira en el Libertadores de América no es por miedo. Contame que no, que Independiente no perdió contra un equipo que hace un par de meses estaba dos categorías abajo. Vení, convenceme, necesito creer que esto no es Independiente.
Sin palabras. Hubo un momento del partido que quedó marcado por el silencio. Fue muy extraño: faltaban unos quince minutos para que terminara el partido, Independiente ya perdía 2-1 y el entusiasmo con que se había recibido al equipo se fue desvaneciendo hasta convertirse en silencio, un conmovedor y preocupante silencio. Sin público visitante que festejara, y con hinchas locales sin nada que festejar, lo único que se escuchaba en el Libertadores de América eran unos bombos lejanos tocados por inercia.
Este debut en la B Nacional fue para el Rojo la síntesis de la desazón. Si en el partido contra San Lorenzo que desembocó en el descenso había un clima de resignación, ayer el sentimiento fue de preocupación. La angustia no daba siquiera para algún reclamo airado o un cantito agresivo. Y se evidenció en esos minutos de silencio.
Cuando el árbitro Carlos Maglio le puso fin al padecimiento, la furia dejó de estar contenida. Los silbidos cayeron sobre los hombros de los jugadores de Independiente como una lluvia ácida. El camino a la manga fue el Vía Crucis del Diablo. Y segundos después, cuando en el campo de juego no quedaba ninguna camiseta de Estudiantes, arrancaron los aplausos, primero tímidos, después intensos, para los únicos héroes de la tarde: los jugadores de Brown de Adrogué, huérfanos de hinchas propios. La única ovación para alguien vinculado con el Rojo la había recibido el Kun Agüero en el entretiempo, cuando apareció en la pantalla del estadio para promocionar la nueva indumentaria.
El diagnóstico de los hinchas de Independiente debería confirmar que padecen ciclotimia. Es que en menos de una hora pasaron de la euforia a la preocupación, del apoyo incondicional a la indiferencia. Ese recibimiento intenso que prometía cierta riverización de las tribunas empezó a desteñir ni bien el equipo demostró dificultades para dar dos pases seguidos, para pensar una maldita jugada o para frenar los avances de Brown de Adrogué. Del alarido al murmullo, del murmullo al silencio, del silencio al silbido. Los primeros noventa minutos del Rojo en la B fueron un muestrario de climas.
Si el día del descenso la gente de Independiente fue un modelo de civilidad, el partido de ayer podría marcar un quiebre: la paciencia ya no es la misma. Aquella tarde del 15 de junio los hinchas llegaron a la cancha resignados, como invitados a una despedida. Pero ahora, la pretensión es otra: el golpe está asumido, sólo queda volver cuanto antes. Por eso, es inevitable que la exigencia sea cada vez más imperativa. Y que la paciencia tenga los días contados.
Una pena. Decime que es mentira que perdimos y que la figura fue Martín Fabro, aquel ex que dejamos ir. Explicame que no es cierto que el resultado fue justo, que el penal que nos dieron fue dudoso, que nos pudieron meter algún gol más. Vení, convenceme de que no es verdad que a esos tipos los llaman refuerzos. Decime que este silencio representa algo, que estos silbidos tienen sentido. O que el martes, después de ganarle a Boca Unidos, todo esto va a ser una anécdota. Dale, hacé un esfuerzo. Ya sé, es inútil. Independiente es esto.