La casa de Lionel Messi está sobre una colina; hay un argentino, le dicen el Gallego, que una vez por semana se ocupa de subirle la carne hasta su casa. Messi come las vacas sagradas argentinas a domicilio, en Barcelona. El jugador que gambetea a cualquiera que se le cruza en una cancha, definitivamente esquivó el hambre.
Cristiano Ronaldo brilla por sus goles y sus millones de dólares en esa especie de ONU que es el Real Madrid; siete de los titulares nacieron fuera de España. Los mejores y más cotizados futbolistas del mundo son el centro del mundo. Leo pulveriza récords como un chico papelitos en el jardín de infantes y el delantero portugués intenta seguirle la ruta desde la otra vereda. Messi y Cristiano son hijos de una era globalizada y cuando juegan, logran lo imposible. Ninguno, sin embargo, podrá alcanzar jamás la hazaña de un ex jugador belga, que antes de vivir en el garage de la casa de sus padres gambeteó escritorios y le hizo un gol a la gigantesca UEFA. Messi y Cristiano quizás no hubiesen sido lo que son ni amasado sus fortunas si no fuera por aquel mediocre volante del Lieja que marcó una época fuera del campo de juego. Messi y Cristiano gobiernan el fútbol. Bosman, es la ley.
Pase caído. Cuando el Lieja de Bélgica le pidió 12 millones de francos (cláusula de rescisión) al Dunkerque, los franceses abandonaron espantados la negociación. Jean-Marc Bosman había finalizado su contrato, pero el club belga pidió lo innegociable para liberarlo. Caído el pase, el futbolista cambió botines por zapatos lustrados, se calzó el mejor traje que tenía y tomó el lugar de justiciero de los jugadores. “Les di a los futbolistas los números ganadores de la lotería, pero todo lo que tengo a cambio son nueve años de infierno”, se quejó en 2004 el jugador bandera. Desde la sanción del 15 de diciembre de 1995 de la ley que lleva su apellido, Bosman logró que una vez finalizados los contratos los pases quedaran en poder de los jugadores, y también pulverizar los cupos de extranjeros para futbolistas que actuaran en Estados miembros de la Unión Europa.
Impulsado por su causa, el volante sin marketing de pronto ganó lugar en los medios y trascendió su asunto personal. Por él, se produjo la liberación de ataduras para los futbolistas de un continente y, también, para quienes contaran con pasaporte europeo.
“La lucha valió la pena, trajo cosas positivas. No me veo como un héroe, pero ahora todo el mundo está reconociendo lo buena que fue la sentencia”, señaló hace casi una década.
Bosman, el libertador, está a punto de caer preso.
La gran depresión. “La gente decía que había hecho un buen trabajo, pero luego empezaron a decir cosas malas de mí. Así que me deprimí y comencé a beber más y más. Al final me quedé sentado en la cocina de mi casa, tomando vino y cerveza. Dejé de hacer cualquier cosa”, concedió hace cinco años Bosman a la revista World Soccer. Desde entonces, su vida se fue al descenso. En una de sus borracheras, le pegó a su mujer. Un juez resolvió que debía someterse a un tratamiento de rehabilitación. Pero el que alguna vez no claudicó hasta conseguir su propósito, se abandonó a la desidia. Por incumplir ante los requerimientos de la Justicia, Bosman podría ir a la cárcel. A una común, lejos del centro de la escena.
Cree el hombre que liberó a los futbolistas que su depresión se remonta a 1990, cuando no aceptó las condiciones de un año más de contrato por cuestiones económicas y el club lo condenó a formar parte de una lista de transferibles. Una espina que ni siquiera pudo sacarse de encima cuando el Tribunal de Luxemburgo falló a su favor, cinco años más tarde.
Un final al revés. Bosman consumió el resto de su carrera en clubes minúsculos para el mundo del fútbol: pasó por el San Quintín de la segunda división francesa y el Saint Denis de la Isla de Reunión (Francia), y el cierre fue en su país, en el Charleroi de la tercera división. Firmar un contrato con el jugador que había desafiado a la UEFA era un problema grande que no muchos estaban dispuestos a asumir.
Ni siquiera le sirvió a Bosman para amortiguar su crisis los 780 mil euros con los que fue indemnizado. Las malas inversiones le dejaron las cuentas en cero. El hombre aspiraba a que su negocio de ropa deportiva que había comprado se erigiese en una pasarela de futbolistas. Bosman quería vender camisetas con su sello, que fueran usadas como símbolo de la libertad. El sueño se hizo pedazos.
Tuvo dos autos Porsche y los vendió. Y lo peor: cree que los futbolistas le dieron vuelta la cara. El jugador-ley deambula entre antidepresivos y botellas de alcohol. Y en cualquier momento puede perder su libertad. La paradoja del que luchó para que el fútbol no estuviese encarcelado entre fronteras.