DOMINGO
Libro

Aquellos hijos de la Patria

Relato de un excombatiente de Malvinas.

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En Malvinas, de editorial El Ateneo, Miguel Savage relata cómo fueron sus días en el servicio militar. También cuenta, la poca preparación que tenían, el trato que recibían y cómo fueron llevados a la guerra. | Juan Salatino

La Plata, 20 de marzo de 1981.

Ejército Argentino RI Mec 7.

“Coronel Conde”

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Señores Padres: 

Tengo el agrado de dirigirme a Uds. en mi carácter de Jefe del Regimiento 7 de Infantería Mecanizada “Coronel Conde”, lugar donde vuestro hijo, en cumplimiento al sagrado deber que tiene todo ciudadano argentino, ha sido incorporado para prestar su servicio militar a la Patria. 

Es mi deseo que os sintáis orgullosos de esas circunstancias, ya que este histórico Regimiento de Infantería, nacido casi en los albores de la nacionalidad, cubierto de gloria en todas las epopeyas que lograron nuestra independencia y la de países hermanos, hoy abre sus puertas para recibir con alegría y esperanzas a vuestro hijo, ese joven ciudadano que renovará con su trabajo y entusiasmo el espíritu particular que siempre ha caracterizado al 7 de Línea.

Quiero que sepáis que lo educaremos para servir a los más altos intereses de la Patria, que buscaremos consolidar sus naturales sentimientos de amor a la familia, solidaridad al prójimo y a la comunidad, como así también lograr su plena realización en el orden espiritual y material.

En ese objetivo pondremos nuestros mejores esfuerzos y capacidad. Os pido depositéis vuestra confianza en nosotros y ayudéis a optimizar los resultados que esperamos y confiamos obtener.

Para su tranquilidad quiero hacerles saber que vuestro hijo ha sido sometido a una minuciosa revisación médica y ha recibido las dosis de vacunas necesarias para asegurar una sana y provechosa permanencia en las filas, junto al resto de sus camaradas.

Sin otro particular y con la seguridad de que habéis comprendido la trascendente importancia de este esfuerzo compartido para bien de esta juventud que es esperanza y futuro promisorio de la Patria, os saludo con mi mayor consideración.

RAÚL IGNACIO PEÑA

Teniente Coronel

Jefe RI Mec 7 “Cnel. Conde”

Hasta la ciudad de La Plata me llevó mi viejo. Él, como tantísimos argentinos de clase media, veía a los militares casi con admiración. Parecía orgulloso de que yo entrase a la institución como soldado conscripto.

—Quedate bien tranquilo, estás en buenas manos.

Llegué a La Plata un poco ansioso pero seguro de que estaría contenido, más allá de las anécdotas de la época acerca de lo duro del servicio militar obligatorio. Estaba inquieto.

Cientos de muchachos de toda condición social. Algunos chistosos. Otros, más preocupados. Al cerrarse el portón mi sensación se hizo más extraña.

Nos mantuvieron al rayo del sol durante todo el día, sentados sobre un playón de cemento. Nos trataron como vacas. Listas, gritos, el peluquero rapando cabezas y nosotros, todo el día sin poder pararnos, sentados sobre el cemento hirviente.

Había un calabozo dentro del regimiento repleto de gente incomunicada. Le pregunté a un suboficial qué habían hecho.

—Son traidores a la patria, son testigos de Jehová. Hasta que no juren la bandera, de acá no se van. Algunos están hace más de cuatro años.

Los obligaban a acostarse directamente sobre el piso, sin colchones, y cada tanto les tiraban baldazos de agua para que no se pudiesen dormir.

Nos entregaron el uniforme, nos vacunaron y nos llevaron a una estancia en San Miguel del Monte, provincia de Buenos Aires, donde transcurrió nuestra pobrísima instrucción militar.

En Monte armamos las carpas. Cada soldado tenía un paño, así que había que armarlas buscando un compañero con el cual aparejar las dos aguas de la improvisada cubierta.

Nos levantaban a las 5 de la mañana con un silbato y nos tenían a los saltos todo el día, marchando durante horas al sol, sobre calles de campo polvorientas, casi ahogados por el calor, la tierra y la fatiga.

Nos obligaban a aplaudir plantas de cardo y de chamico, hasta que nos sangraban las manos. Armar y desarmar el fusil FAL, aunque solo tuvimos un día de práctica de tiro real.

Mientras, comíamos guisos aguachentos y mate cocido con pan duro. Un día me enfermé. Enterocolitis febril, seguramente por el agua que sacábamos de un molino a pocos metros de las letrinas. Me deshidraté y fui perdiendo kilos.

Me dejaron tirado en la carpa, absolutamente solo. Me salvó mi viejo cuando llegó el día de visita. Al verme en ese estado, llamó inmediatamente al capitán Pérez Cometto. El oficial me llevó en su jeep y en diez minutos estaba en una cama cómoda y limpia, dentro de la carpa-hospital. Inyecciones de urgencia, suero y el teniente coronel Peña –jefe del regimiento– dándome una amabilísima charla de compañía. En dos días ya estaba recuperado y en pie.

Siguieron esos días y ese trato por parte de nuestros suboficiales a cargo. Una noche hicimos instrucción nocturna y nos ordenaron tomar prisioneros a los de la otra sección. Un suboficial ató a un compañero tomado prisionero de pies y manos y con las estacas de la carpa lo crucificó sobre el piso, le abrió los pantalones y, alentado por la risa cómplice de los demás, le metió un hormiguero completo adentro del calzoncillo.

Los oficiales no hacían nada frente a estos excesos. La sensación era que los dejaban jugar con total libertad.

Raúl Ronco, de La Plata, estudiante de Ciencias Económicas, y Rolando Rapp, que había ingresado en Medicina, nuevos compañeros amigos, me ayudaron a reír para no llorar.

Lo único que aprendí fue a marchar a paso redoblado, a hacer la venia, a contestar a los gritos cualquier pregunta y a cepillarme los dientes en cinco segundos.

La ropa, el calzado y las carpas eran cosas que ya venían muy gastadas por el uso; y la comida, repugnante. Pero hubo una jornada diferente. Fue el día en el que llegó de visita el general Bussi, en ese entonces jefe de la Décima Brigada. Esa fue la única jornada de práctica de tiro, en medio de un exagerado despliegue de tanques y de helicópteros. Era un show artísticamente montado para el general. Acompañando ese gesto, nos dieron ropa nueva que nos obligaron a poner y nos sirvieron milanesas con puré ¡y postre! A la mañana siguiente tuvimos que devolver todo.

Finalizado el mes de instrucción, volvimos al regimiento y nos licenciaron por un fin de semana. Me sentí como un pájaro liberado de su jaula. (…)

Martes 28 de abril de 1981

Familia:

A esta carta la escribo un poco apurado, es que recién nos avisaron que el domingo 3 de mayo hay VISITA.

¡Traigan de todo! Y algunas cosas como golosinas, corchos de botella o de bidón, para tapa de cantimplora (igual que la que está en casa, porque no tengo la tapa), también alicate, porque lo perdí.

Avísenle a Gustavo ¡por si tiene ganas de venirse en el Renault! Traigan pilas medianas (4) y 4 chicas. El horario es el mismo de la otra vez así que sugiero que estén acá a las 9.00 hs de la mañana para ser los primeros, aunque hay gente que hace cola desde 8 o 7 de la mañana. En realidad creí que nos iban a largar antes, pero ahora una fecha clave es el 6 de mayo. Estoy muy bien y comiendo mejor, el otro día fuimos al polígono de tiro con el FAL e hice 1 centro, es decir que anduve bastante bien, lástima que no nos dan más días de práctica de tiro.

Traigan repuestos para la prestobarba, pomada para lustre de zapatos; traigan la Humor, traigan la cámara para sacar fotos y todo el equipo de la vez pasada (silla, etc.), papel higiénico y muchas golosinas.

Bueno los veo el domingo, no escribo más porque me voy a hacer unos buenos “salto rana” por ahí. Vengan temprano y acuérdense que soy de la compañía comando sección “destino”.

Hasta el domingo,

Miguel

***

Finalizada la instrucción volvimos al regimiento, donde se conformaron las distintas compañías. Mi tía conocía a la mujer de un oficial, de ese modo pude conseguir un puesto acomodado para el resto del año. Me mandaron junto con cuatro compañeros como personal de mantenimiento de un polígono de tiro, institución civil pero apadrinada por las Fuerzas Armadas y con un encargado, también civil.

Se llamaba don Aldo y era jubilado ferroviario. Pasamos de la vertiginosa vida regimental a barrer y cebarle mates a ese viejo obeso y chinchudo, pero inofensivo. Su mayor preocupación era que les demos de comer a la gata y al perro; y que nos quedásemos a charlar para mitigar un poco su soledad.

Una mañana me llamó la madre de un compañero para pedirme que fuese al sanatorio del regimiento a verlo. Aparentemente su hijo había recibido una golpiza. Desde hacía varios días estaba con suero, sin alimentarse y sin poder comunicarse verbalmente con nadie. Terminé de hablar y fui a verlo con urgencia.

Mi amigo estaba en la cama mirando fijo la pared, como ido, aunque no tenía golpes visibles. Lo abracé, traté de hacerlo hablar, pero lo único que conseguí fue que me mirase unos segundos, para volver su mirada a la pared.

En verdad ya nada parecía quedar del chico que había conocido. Poco tiempo después me enteré de que el Ejército le había dado la baja y que también depusieron de la institución a un suboficial, aparentemente culpable de ese estado. No sé qué pasó con mi amigo, nunca pude volver a ponerme en contacto con su familia. El Ejército no tomaba esas medidas por nimiedades, durante la dictadura.

Los que quedaron en el regimiento pasaron un año bravo, recibiendo castigos durísimos, haciendo guardias interminables y maniobras militares en la provincia de La Pampa.

Me contaron que los soldados reclutados ese año recibieron una instrucción bastante más profunda que la mía. Pero de ningún modo estaban preparados para una situación real de combate.

Estuvieron todo el año corriendo, limpiando y bailando o haciendo de choferes o mucamos. Como mi amigo Raúl Ronco, que se pasó el año como chofer del teniente coronel Peña, además de hacerle las compras del supermercado a su esposa.

COMUNICADO N° 1 DE LA JUNTA MILITAR

Se lleva a conocimiento de la población que próximamente será difundido un mensaje de la Junta Militar referido a la marcha del conflicto que la Nación mantiene con Gran Bretaña por la recuperación de las Islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur.

2 de abril de 1982

COMUNICADO N° 2 DE LA JUNTA MILITAR

La Junta Militar, como Órgano Supremo del Estado, comunica al pueblo de la Nación Argentina que sus Fuerzas Armadas, en una acción conjunta, han recuperado para el patrimonio nacional los territorios de las Islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur.

Poseídos por el mismo espíritu y valor que aquellos que hicieron nuestra Patria grande, hemos de extremar nuestros sacrificios por la consecución del objetivo que nos hemos impuesto.

Que Dios Nuestro Señor, quiera bendecir nuestra empresa.

Faltaban unos diez días para mi ansiada baja. Al fin se terminaba mi larga y aburrida colimba. Volvería a estudiar Agronomía como lo había planeado, para continuar con mi vida interrumpida durante 14 meses, de una manera tan abrupta como inútil. 

Me levanté bien temprano en mi casa de Adrogué para viajar al polígono. Recuerdo la cara de preocupación de mi madre, mientras me preparaba el desayuno. Ella había escuchado en la radio algo sobre la recuperación de las Islas Malvinas por parte de las Fuerzas Armadas argentinas.

Traté de tranquilizarla. Era imposible que yo formase parte de nada, si había estado todo el año sin contacto con la vida militar.

Me subí al tren a La Plata que tomaban muchos estudiantes universitarios. Mientras jugábamos al truco en el viaje, me cargaban: “¿Ustedes son los boludos que van a mandar a Malvinas, no?”.

Apenas llegué a mi destino, vi aparecer varios camiones Unimog con soldados de la Décima Brigada que se pusieron a practicar tiro con sus armas de guerra. Los oficiales a cargo estaban eufóricos.

Uno tenía una radio portátil y le acercó un megáfono para que todos escuchásemos las noticias: cómo y después de 150 años, la Argentina recuperaba las islas tras un intenso combate contra los 80 Royal Marines destacados allí.

Alguien gritó: “¡Viva la patria!” y todos lo coreamos. Pensé que no había nada que festejar. Más o menos igual se sentían mis compañeros del polígono, como espectadores de algo que, estábamos seguros, no nos involucraría.

Apareció don Aldo seguido de sus mascotas y me avisó que Larrañaga, uno de mis compañeros del polígono que estaba en el regimiento, quería hablar conmigo.

Al otro lado del teléfono, Larrañaga me dijo que debíamos presentarnos en forma inmediata en el cuartel y que teníamos no más de una hora para avisar a nuestras familias. No sé por qué, lo primero que se me ocurrió preguntarle fue si le habían cortado el pelo.

—¡Pero eso es lo de menos! –me increpó. Y colgó. Llamé a casa y avisé. Mi madre casi se muere; le dije que seguramente nos convocaban para hacer guardias en La Plata.

 —¿Tenés abrigo? ¿Tenés plata? –preguntó mi viejo.

No atiné a contestar, hasta que su grito me sacó del ensimismamiento.

—¿Me escuchás o no?

Llegué al regimiento y, mientras me acercaba al portón, en la calle me cruzó un oficial que me conocía del polígono.

—¿A ustedes también los llamaron? Se nota que viene en serio la cosa.

De ahí no salí más. Estuvimos preparando el equipo durante una semana. Se convocó también a soldados que ya estaban en la vida civil y se habían ido en las dos primeras bajas.

Luego fuimos a la sección Destinos y ahí nos entregaron la ropa de fajina. Fue extraño ponerme otra vez esa ropa, tras once meses sin usarla. Pasaron dos días de fregado de inodoros, de baldear y de barrer, de comida de rancho y de gran incertidumbre. Hasta que nos cortaron el pelo. Nos rasuraron la cabeza frente a todo el regimiento. Nos decían “los soldados Beatles”. En aquel momento me angustié, sin sospechar la dimensión de lo que sucedería más adelante.

Empecé a hacer guardias. Era la primera vez que las hacía. Me di cuenta de lo que me había salvado al estar fuera del regimiento. El casco pesaba demasiado y el olor a meada que salía de las garitas era inmundo. Nos agruparon a todos los que veníamos de afuera para ubicarnos en las distintas compañías de infantería: A, B, C, Comando y Servicios.

Me encontré en los pasillos con Alan Craig, un amigo de la infancia que me presentó a Adrián Gómez Csher y a Roberto Maldonado. Alan nos ubicó a Roberto y a mí en la Compañía C con ellos. Formamos un grupo, que no se iba a separar hasta casi el final de la guerra.

Llegó el momento de determinar el rol de combate de cada soldado. Una compañía de infantería se divide en cuatro secciones: tres secciones de fusileros y una sección de apoyo equipada con morteros y cañones 105 mm.

En esa compañía éramos cuatro compañeros del Tiro Federal, sin embargo, quedamos solo Larrañaga y yo, porque el resto no entendía muy bien el funcionamiento de los cañones y morteros.

Intentábamos esforzarnos por entender todo porque no queríamos separarnos del grupo. Nuestro jefe directo, un sargento de apellido Alcaide, nos dio las primeras clases en un pasillo de 3 metros de ancho.

Permanecimos en la Compañía C. Quedé como preparador de mortero en la sección Apoyo con mis amigos y Larrañaga quedó en el otro mortero. Ahí comprendí que no conocía a nadie.

También comenzaron los preparativos del equipo para cada soldado. En la espalda se llevaba el “equipo aligerado” –que yo no conocía–, que se utilizaba para pasar la noche a la intemperie en caso de combate: una manta, un paño de carpa y tres parantes. Mientras repetíamos las revisaciones, nos dieron camperas Duvet abrigadas y borceguíes reforzados, además de guantes.

Me dieron una ametralladora PAM 9 mm vieja, muy usada, y un paño de carpa demasiado gastado. Un compañero me dijo: “Pediles que te lo cambien, ese paño debe tener como tres campañas”. Lo pedí, pero no me lo cambiaron.

En ningún momento nos dijeron que nos iban a llevar a Malvinas. Pero nos decían que había que estar mentalizado para una guerra. En algunos momentos libres, íbamos a la cantina. Y ahí vimos en la tele a Galtieri y su primer discurso en la plaza, rodeado por gente enardecida de fervor patriótico y apoyo popular.

Uno dijo: “¡Qué hija de puta es la gente! ¿Por qué no vienen ellos acá a ponerse el casco, así yo me voy a la plaza a revolear la bandera?”.

Recuerdo un comercial con un vaso que se iba llenando con gotas de agua. Y otro que comparaba las distancias que ambos países debían recorrer para llegar a las islas. ¿La última gota anticiparía de modo subliminal la guerra que se venía? ¿O con la misma estrategia, pretendían que creyésemos que la distancia iba a desalentar a los ingleses?

Fue después de una semana en el cuartel, cuando una mañana reparé en un suboficial que estaba leyendo el Diario Popular. En la tapa se veía la imagen de un diario inglés: “It’s war” (“Ya es guerra”).

La gota había rebasado el vaso. (…)

Comenzaron a darnos charlas acerca de la guerra. No pensaban que entraríamos en combate, pero si eso ocurría, teníamos que estar mentalizados. Pensaba para mis adentros: “¿Cómo voy a mentalizarme si no tengo la instrucción adecuada ni tampoco alma de milico?”.

No podía entender cómo, habiendo personal militar que siguiendo su vocación estudió durante cinco años para aprender a combatir, nos llevaban justo a nosotros, que recién habíamos terminado el secundario.

Esos días fueron muy agotadores. Encima que dormíamos muy poco, nuestra cotidianidad era una carrera contrarreloj. Cuando llegó el domingo, recibí la visita de mi familia. El clima era muy tenso. No se disimulaba en nuestras caras que ese día iba a ser el último en el que nos veríamos antes de partir.

No sabíamos adónde nos llevarían. Los camiones estaban cargados con municiones y armas, ya listos para salir en cualquier momento.

En vano traté de tranquilizarlos, diciéndoles que seguramente iríamos a un regimiento en el sur para cubrir las guardias. En el fondo, ni yo creía lo que les estaba diciendo.

Antes de irse, mi padre me ofreció un pulóver y medias de invierno. Solamente acepté las medias. ¡Cuánto hubiera necesitado ese y otros abrigos más con el paso de los días!

Esa madrugada del martes 13 de abril partió el Regimiento 7 completo. Nos subieron a colectivos de línea. El armamento y equipo pesado fue transportado en camiones rumbo al Aeropuerto El Palomar. Iríamos a algún lugar del sur, dijeron, pero nadie nos confirmó exactamente adónde ni para qué.

Viajamos a Río Gallegos en aviones Boeing de Aerolíneas Argentinas, sin butacas, sentados en el piso junto a todo el armamento portátil. Los morteros y cañones más pesados iban en la bodega del avión.

La aeronave intentó despegar pero tuvo que abortar porque estaba muy sobrecargada. No habían calculado el peso que cada uno de los soldados acarreaba.

Finalmente pudimos despegar. Esa era la primera vez que volaba en mi vida. Al llegar a Río Gallegos y bajar por las escaleras, conocí –también por primera vez– el frío polar en mis piernas desprotegidas por la ausencia de un par de calzoncillos largos. Nos esperaba una larga convivencia con el frío.

Mientras estábamos sobre la pista, improvisaron una cocina de campaña con un mal guiso. De pronto, el viento voló el plato de mis manos.

Esa noche nos hicieron dormir sobre el piso del aeropuerto, que tenía losa radiante. Fue lo último placentero que vivimos.

Al día siguiente nos confirmaron que íbamos a Malvinas y nos hicieron abordar un Hércules C-130. La imagen de las dos filas de soldados subiendo por la puerta hidráulica trasera del avión quedará en mi memoria para siempre. Hacía frío dentro del Hércules, las paredes de la nave temblaban como si estuvieran por partirse y la sensación era que estaba sobrecargado.

Al poco tiempo de despegar, entre el rugido impresionante de los motores, alguien gritó que los que habíamos quedado sentados arriba de la puerta hidráulica teníamos que bajar de inmediato. Existía el riesgo de que se abriera por el peso.

Tuvimos que tirarnos hacia abajo y, como consecuencia, un compañero se quebró la muñeca. Un par de horas después, cuando ya se veía el contorno de las islas por las ventanillas, el comandante nos anunció por el altoparlante que regresaríamos a Río Gallegos por las malas condiciones para intentar un aterrizaje. El viento parecía huracanado.

Al día siguiente repetimos el vuelo. Y esta vez sí llegó a las islas Malvinas.

 

☛ Título: Malvinas

☛ Autor:  Miguel Savage

☛ Editorial: El Ateneo
 

Datos sobre el autor 

Miguel Savage es un excombatiente de Malvinas que elaboró su trauma a través de este libro. Su manera de contar se despega claramente del relato común de héroe o víctima.

Oriundo de Adrogué, provincia de Buenos Aires, desde 1991 vive en la ciudad de Venado Tuerto, Santa Fe.

Está casado y tiene dos hijos, Patricio y Margarita.

Fue viajante de comercio y empresario independiente.

A la edad de 19 años era soldado conscripto del Regimiento 7 de Infantería Mecanizada de La Plata, cuando estalló la guerra, en 1982.