DOMINGO
LIBRO

Cuarentena versus libertad

La tensión entre el poder y nuestros derechos.

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La ética en cuarentena. El filósofo Daniel Loewe analiza los desafíos éticos que plantea frenar los contagios con medidas que recortan y afectan muchos de los derechos individuales. | juan salatino

En sociedades democráticas respetuosas con los derechos fundamentales estamos acostumbrados a hacer uso de nuestras libertades y derechos sin temor a que el Estado coactivamente los limite. Pero el coronavirus cambia las condiciones normales a las que estamos acostumbrados. Una de las estrategias centrales para disminuir la velocidad de propagación del coronavirus (aplanar la curva de contagios y reducir el número R de reproducción: el número de infecciones que causa un infectado) es restringir los contactos y así las posibilidades de contagio. Se decreta el cierre de bares, restaurantes y locales comerciales de diversa índole, se prohíben las aglomeraciones, las reuniones con más de x personas, se favorece el teletrabajo, se decreta el cierre de actividades productivas no esenciales. Pero también se establecen restricciones a la movilidad, tales como cordones sanitarios, toques de queda, cuarentenas locales y totales. En todos estos casos se restringe la libertad de las personas mediante coacción estatal. Esto impone costos a la vida de las personas. Y no son cargas menores. No podemos realizar nuestras actividades cotidianas, trabajar (lo que implica en muchos casos la pérdida del ingreso), estudiar, socializar con amigos, encontrarse con amantes y parejas, visitar familiares, etcétera; pero tampoco podemos salir a pasear, desplazarnos, hacer ejercicio. Y si salimos, entonces la policía está facultada para detenernos, encerrarnos (en nuestras casas o centros sanitarios), además de multarnos y eventualmente un juez nos puede condenar a una pena de prisión. Se trata del ejercicio de la potestad soberana del Estado en su sentido pleno para impedir el ejercicio de libertades y derechos básicos, tales como la libertad de reunión, de movilidad, pero también de trabajo, libertades económicas, de emprendimiento, libertades personales, o el derecho a la educación. Y hay propuestas aún más extremas. En vista del rendimiento positivo que al parecer han tenido las tecnologías digitales de control y vigilancia para enfrentar la pandemia en países como China, muchos están ávidos de restringir aún más las libertades ciudadanas. Entre otras, se propone utilizar técnicas de reconocimiento facial y geolocalización para controlar los movimientos de los individuos y, por ende, a los individuos mismos. Se utilizan drones de vigilancia y también brazaletes electrónicos para controlar las cuarentenas. Otros piden, también autoridades municipales que van a la corte para conseguirlo, que se hagan públicos los nombres de los infectados (supongo para poder evitarlos, como a la peste) y de aquellos que no respetan las restricciones de movilidad (supongo para poder manifestarles el desprecio social). Algún alcalde, oficiando de sheriff, ha puesto vallas en una calle para impedir el paso y aislar a los enfermos. En algunos condominios  hay vecinos que increpan a sus vecinos que trabajan en el sistema de salud, exigiéndoles que se vayan o al menos no usen las instalaciones comunes como los ascensores. En algunos pueblos y balnearios se han vandalizado y rayado automóviles de “foráneos”, exigiendo que se vayan. Se han dado casos de insultos y ataques a miembros de comunidades de inmigrantes a los que se considera como propagadores del virus (porque viven en condiciones de hacinamiento efectivas en la propagación del virus o simplemente porque tienen rasgos asiáticos (es fascinante la cantidad de formas que puede tomar la xenofobia). E incluso se han producido ataques con piedras e incendiarios a casas en las que hay algún contagiado de coronavirus. La libertad enfrenta tiempos difíciles con el coronavirus.

Es usual y correcto considerar que hay circunstancias en que el ejercicio de libertades y derechos fundamentales puede ser regulado en cuanto al momento, lugar y modo. También se acepta que en casos de riesgo a la salud o seguridad pública estas libertades y derechos pueden ser restringidos. Este es el caso del coronavirus. La pregunta relevante es: ¿qué razones se pueden articular para dar sustento a estas consideraciones y prácticas, si es que las hay? ¿Hay alguna razón no fascista para impedirme ir a tomar un café al bar de la esquina (evidentemente cerrado), ir a buscar a mi hijo o llevarlo a casa de su madre, ir a trabajar y a dictar físicamente mis clases, ir al médico, hacerme exámenes y agendar una operación médica que no es urgente pero sí necesaria para evitar una merma considerable de bienestar, salir a correr, pasear y subir cerros, o visitar amigos y familiares? Y si esa razón existe, ¿cuán fuerte es al contrastarla con otras consideraciones? En este capítulo discutiré algunas de estas cuestiones. Para hacerlo asumiré (sin argumentar a su favor) que la libertad es valiosa. Sin duda, con matices, esta es una apreciación compartida. Basta mirar la historia y todas las luchas que se dan en su nombre (aunque en ocasiones no es más que una palabra). Por cierto, yo comparto la asunción de su valor. Incluso más, con los resguardos necesarios, considero que se trata del mayor valor político. Pero no es necesario que esté de acuerdo conmigo. Basta que la considere valiosa. Si la libertad es valiosa, entonces su restricción coactiva por parte del Estado debe ser justificada.

El principio de daño

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Una respuesta notable a la pregunta acerca de en qué ocasiones el Estado puede recurrir justificadamente a la coacción para restringir las libertades apunta a todos aquellos casos en que se trata de impedir que se cause daño a los otros. Este es el famoso “principio de daño” articulado por John Stuart Mill en su gran librito Sobre la Libertad publicado el año 1859. Esta respuesta encuentra eco en todos aquellos que compartimos una cierta sensibilidad liberal. En este escrito Mill hace una férrea defensa de la libertad individual. Por cierto, Mill es un conocido representante de la tradición utilitarista, una doctrina moral que sostiene que lo moralmente correcto es maximizar la felicidad (una tradición que discutiremos en el próximo capítulo). Es ciertamente discutible y ha sido muy discutido en qué medida su defensa de la libertad en este libro es compatible con la doctrina utilitarista. El mismo Mill sostenía que lo eran plenamente, porque un régimen de libertad incrementa la felicidad. Pero cualquiera sea el caso, no requerimos (afortunadamente) recurrir al utilitarismo para notar la fuerza de apelación intelectual del “principio verdaderamente simple” de daño: “El único propósito por el cual el poder puede ser ejercido legítimamente sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es prevenir el daño a los demás. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es una garantía suficiente... La única parte de la conducta de cualquiera, por la que es susceptible de la sociedad, es la que concierne a los demás. En la parte que sólo le concierne a él, su independencia es, por derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano”.

Admito que este principio siempre me ha parecido extraordinariamente atractivo, casi evidente. Mis sensibilidades sobre estos asuntos son bastante libertarias, probablemente anárquicas. Pero usted no tiene que compartirlas para notar su atractivo. Por una parte, el principio parece estar en sintonía con la moral de sentido común (como vimos, un cúmulo de intuiciones, principios y juicios que sostenemos de forma más o menos irreflexiva y que nos motivan a actuar). De acuerdo a esta, causar daño es algo malo que, por lo tanto, tenemos que evitar. Ciertamente, hay diferentes concepciones acerca de lo que constituye un daño y, por tanto, acerca de lo que debe ser evitado. De igual modo, hay diferentes concepciones acerca de en qué situaciones es legítimo evitar coactivamente que se cause daño y en cuáles no. Todas estas discrepancias son importantes en la interpretación del principio. Y me referiré a algunas de ellas en este capítulo. Por otra parte, parece haber algo abusivo en que el Estado lo obligue a actuar o a no actuar de determinados modos cuando el único afectado de un modo relevante es usted mismo. Una pizca de sano liberalismo, o confianza en uno mismo y el resto de la humanidad, bastan para encontrar seductor este principio. Después de todo ¿por qué el Estado, o alguna entidad con el poder para hacerlo, debería poder decidir por mí en cuestiones que no dañan a terceros y obligarme a actuar en concordancia? 

Note que este principio aspira a generar un espacio en el cual usted pueda hacer uso de su libertad como le venga en gana. Se trata, por tanto, de lo que siguiendo a Isaiah Berlin se suele denominar “libertad negativa”. Según esta concepción, la libertad se garantiza mediante ausencia de interferencia. Esto quiere decir que, en la medida que no se intervenga con sus acciones, se puede considerar que usted es libre: si nadie impide que usted toque piano, usted es libre de hacerlo, si nadie interfiere para impedir que se exprese, usted es libre de expresarse, etcétera. La garantía de la libertad negativa implica garantizar la ausencia de interferencia en el ejercicio que usted haga de su libertad. Evidentemente, esta libertad no garantiza que usted pueda efectivamente hacer lo que desea (por ejemplo, volar en primera clase, sin tener la capacidad económica; o tener acceso a la educación superior si usted no tiene los medios y el acceso está mediado por mecanismos de mercado). Pero eso no es un argumento contra el principio de daño. Mill sabía (y por eso hoy concita hacia sí algo del odio libertario) acerca de la importancia de las condiciones materiales. De ahí que puede ser importante que el Estado realice otro tipo de interferencias que garanticen ciertas condiciones materiales. Pero eso es algo que excede a la pretensión de este principio.

Es importante notar que la justificación del principio de daño no es epistemológica (una justificación que se construye sobre premisas relativas a los modos de obtención y justificación de conocimiento válido). No pongo en duda que muchas personas actúan bajo el supuesto de que saben lo que es mejor para ellas. Y es probable que efectivamente algunas lo sepan. Pero podemos ser más humildes al respecto y a pesar de ello seguir sosteniendo este principio. Un poco de reflexión sobre nosotros mismos y nuestros modos de ser en el mundo nos muestra cuán falibles somos. Nos equivocamos en nuestras decisiones. Nuestros esfuerzos se tornan vanos o desembocan en asuntos insospechados. Note también que esta justificación tampoco es una que remita en último término al bienestar (aunque Mill sugiere que sí lo es). Es cierto que muchas personas suponen o asumen que al actuar sin coacción las consecuencias serán beneficiosas y que, por el contrario, cuando se las coacciona se las perjudica. Es una creencia consoladora y reconfortante porque nos reconcilia con la incertidumbre. Pero es sólo eso: consoladora y reconfortante. En muchos casos, la realidad es menos amable. Creemos que un curso de acción particular es lo que mejor protege o fomenta nuestro interés sólo para darnos cuenta de que no lo era, usualmente cuando tenemos que pagar la cuenta. Por ejemplo, cuando lo conectan a un respirador para tratar las consecuencias del coronavirus que contrajo al asistir a una fiesta en la que buscaba divertirse, aun sabiendo del riesgo de contagio. O cuando un juez sanciona su divorcio. Usted puede siempre reconstruir su biografía ex post, es decir retrospectivamente, de modo que las decisiones mediante las cuales construyó su vida aparezcan como correctas y acertadas. Incluso articuladas en un patrón que ineludiblemente lo lleven al lugar en que se encuentra, un lugar mejor que cualquier otro lugar alternativo que podría haber alcanzado si hubiese tomado otras decisiones. El mejor de los mundos posibles. Uno sin decisiones incorrectas, porque incluso las “equivocaciones” tendrían un sentido profundo (descubierto a posteriori) que las transforma en algo bueno. Esta estructura caracteriza a las malas autobiografías. Se trata de autoafirmación ingenua. Intentos desesperados para construir sentido en medio del caos y el azar. Manotazos de ahogado.

O quizás no es así, y las personas efectivamente saben lo que es mejor para ellas y yo soy el desorientado. Pero ese no es el punto. Lo relevante es que no son esas las consideraciones que justifican la idea de un espacio de decisión propio sobre asuntos que nos conciernen a nosotros mismos en que el Estado no puede intervenir coactivamente. Imagine que hubiese algún sistema que siempre y con absoluta certeza determinase lo que es mejor para cada uno de nosotros. Podría tratarse, por ejemplo, de un computador alimentado con datos psicológicos, históricos y sociales (el big data es sorprendente); o de modo más tradicional, de un consejo de ancianos, de padres omniscientes, de un oráculo o una droga, de un chamán o de un comité de expertos. Imagine que los que detentan el poder utilizan la información así obtenida para hacerlo actuar, mediante sistemas coactivos, según aquello que es mejor para usted. 

Recuerde: el sistema sabe efectivamente lo que es mejor para usted. Si lo obedece, no despertará un día conectado a un respirador temiendo por su vida, no se encontrará frente a un juez que sanciona las condiciones de su divorcio o atendiendo al médico que le informa sobre su diabetes, ni frente a la segunda botella lamentando las decisiones que tomó en la vida. ¿Se sentiría ahora reconfortado al seguir las disposiciones coactivas, deleitándose al adelantar un futuro lleno de sosiego y felicidad?  

Yo no me sentiría así. Y me atrevo a especular que a muchos les pasaría igual. Seguiría pensando que se trata de una violación de un espacio en el que debo ser considerado como soberano. Se trata de decisiones que me corresponden a mí, y esto es válido, aunque mis decisiones sean erráticas y equivocadas. Coaccionar ese espacio de decisión sería una falta de respeto. Este es el sentido profundo que se expresa en sentencias del tipo “es mi vida”, que usualmente se nos vienen a la mente y a veces pronunciamos (tan a menudo en la adolescencia, cuando todavía no tenemos muchas ideas sobre nosotros mismos y nuestros intereses) cuando se nos critica, y se nos indica el rumbo correcto. Si usted lo considera de un modo similar, tiene que admitir que la justificación normativa de este espacio de decisión no es que usted sepa mejor que nadie lo que es beneficioso para usted. Si lo sabe, bien por usted, pero esa no es la razón por la cual la coacción es ilegítima. La justificación tiene que ser otra. Probablemente es una de autoridad: usted es aquel que tiene la autoridad para tomar esas decisiones. Con las palabras de Mill, en este espacio de decisión “el individuo es soberano”. No respetar esta soberanía significa no respetar a los individuos como agentes autónomos. Y si la autonomía tiene algo que ver con la dignidad (como sostienen muchos autores en la tradición kantiana, que examinaremos en el cuarto capítulo), significa violar su dignidad.

Tomar la libertad en serio implica aceptar que eventualmente se la puede utilizar incluso para dañarse a sí mismo. Aunque usualmente se la presenta como tal, no es irónica la aserción según la cual una de las ventajas del liberalismo es que le permite a cada cual ser el motor de su propia ruina sin tener que temer la interferencia coactiva de los otros. Lo que esta aserción significa, es que el liberalismo garantiza un espacio en que usted puede tomar decisiones acerca de sí mismo, aunque esas decisiones sean equivocadas y lo afecten negativamente.

Como anticipé, mis sensibilidades al respecto son libertarias y quizás anárquicas.

La otra cara de la moneda al sostener la existencia de un espacio en que el individuo debe ser considerado como soberano en sus decisiones, es que hay otras decisiones en que no lo es. Y en esas decisiones, el individuo sí puede y debe ser coaccionado por la autoridad en el uso que haga de su libertad. ¿Pero qué casos son estos? Bueno, como lo expresa claramente el principio, cuando se trata de “prevenir daño a terceros”. La respuesta es atractiva. El Estado puede utilizar su aparato coactivo para impedirme dañar a los otros o para impedir aquellas de mis acciones que tornen probable la ocurrencia de esos daños. Esto parece coincidir con mantras repetidos una y otra vez, a veces hasta vaciarlos de cualquier significado (por ejemplo, que la libertad de uno termina donde comienza la de los demás). Esto es fundamental. En buena medida la función que justifica la existencia del Estado, probablemente la función principal, es mantener un estado de paz relativa impidiendo la depredación entre nosotros. Como notó R.H. Tawney “la libertad del lucio es la muerte de los peces más pequeños”. El Estado no me puede obligar a casarme con alguna persona en particular (tampoco a casarme), pero sí puede, por ejemplo, impedir coactivamente la violencia intrafamiliar. El Estado no puede impedirme que embuta mi cuerpo con grasas saturadas, azúcar y sodio, alcohol y drogas, o que lleve la vida de un couch potato mirando videos en Tik Tok o en YouTube. Pero sí puede impedirme conducir bajo el efecto de las drogas y el alcohol, porque al hacerlo torno probable la ocurrencia de daños a terceros.

Nada de esto quiere decir que usted tenga un cheque en blanco para ser indiferente con respecto a todos aquellos que se dañan física o moralmente a sí mismos. Usted puede tratar de influir en modos no coactivos en sus creencias, formación de preferencias, hábitos y acciones. Como el mismo Mill sostiene: podemos tratar de convencer, ejemplificar, educar. Y el Estado tiene múltiples mecanismos para hacerlo. Puede, por ejemplo, establecer programas educativos (piense en las campañas antitabaco), informativos (considere las viñetas en los alimentos) e incluso establecer incentivos mediante instrumentos impositivos (el impuesto al alcohol). Si bien esto último dificulta que los individuos puedan satisfacer sus preferencias, al menos en tanto los precios finales no resulten prohibitivos (pero: ¿cuándo llegan a serlo y para quién?) todavía no implica coacción. O esa es al menos la idea. 

En el caso de la epidemia de coronavirus nada se opone a optar por esta estrategia. Así, al menos hasta ahora, lo ha hecho Suecia. A diferencia de la gran mayoría de los países, en vez de medidas coactivas estatales hay allí información y recomendaciones. Se apela a la autoprotección y a la protección de los otros. Aún no sabemos cómo les irá con esa estrategia. Y tampoco si una política como esa es replicable en otros países. Probablemente no sólo el modo específico como se despliega la enfermedad en el país (que parece diferir: por ejemplo, el despliegue en Irak ha sido bastante más moderado que en su vecino Irán, país en que se han abierto fosas comunes para enterrar los muertos), sino también el grado de civilidad de los habitantes de los diferentes países debe ser considerado al evaluar esta opción. Que una política sea exitosa en un país no significa que lo sea en otro. Pero como sea, la posibilidad de convencer y educar, y dejar que los individuos tomen sus propias decisiones, no debe ser menospreciada. No es lo mismo impedir legalmente que los empleadores puedan exigir el uso de tacones altos a sus colaboradoras (cuyo uso, sabemos, puede ser doloroso y a la larga dañino), en cuyo caso se salvaguarda su libertad de utilizarlos o no, que establecer que se los debe prohibir. Lo primero yace en el centro de la campaña #KuToo en Japón (un juego de palabras entre “kutsu” que significa zapatos y “kutsuu” que quiere decir dolor). Lo segundo corresponde a la propuesta de Oleg Mikheyev, miembro del parlamento ruso, que busca prohibir el uso de tacones altos en su país. Si el principio de daño de Mill lo ha convencido medianamente, usted debe reconocer que el camino que va de la primera a la segunda propuesta es el que va de la libertad a la opresión.

 

☛ Título Ética y coronavirus

☛ Autor Daniel Loewe

☛ Editorial Fondo de Cultura Económica
 

Datos sobre el autor

Daniel Loewe es profesor titular de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez en Santiago de Chile. 

Anteriormente fue investigador del Centro de Investigación en Filosofía Política de la Universidad Eberhard Karls de Tübingen, Alemania. 

Sus áreas de especialización son filosofía política, filosofía moral y ética, en las que cuenta con múltiples publicaciones. Actualmente es investigador responsable de proyecto Fondecyt: “Movilidad humana, libertad y autonomía”, e investigador asociado del GobLab UAI.