El arribo al gobierno nacional de Mauricio Macri expresa una “oportunidad histórica” para una centroderecha modernizante nacida de las cenizas de la crisis del sistema político argentino, en 2002. A pesar de tener cuadros de actividad partidaria de larga data, se presenta en tensión con la lógica política más tradicional.
Por eso es que la designación de los CEOs ha hecho tanto ruido aun cuando no son los que prevalecen en número. En las semanas febriles de armado del gabinete, así como de las segundas líneas de gobierno, la nominación de cuadros provenientes del mundo empresario fue presentada como el logro de un “pase” en un mercado hipercompetitivo. Tal como en la identidad partidaria de PRO se invisibiliza a los cuadros políticos de larga data en pos de su construcción como un partido nuevo de quienes se meten en política (Vommaro y Armesto, 2015), el nuevo gobierno elige ahora poner de relieve la dimensión del hacer eficiente que se expresa a través de sus managers.
En otro lugar (Vommaro y Morresi, 2014) hemos identificado cinco facciones al interior de PRO: la de los dirigentes provenientes de la derecha tradicional, la peronista, la radical, la de los cuadros empresarios y la de los profesionales del universo de los think-tanks y las ONG. Estos grupos se organizan, en los tres primeros casos, por afinidades ideológicas y tradiciones partidarias comunes; en los dos últimos, por compartir ese ethos, relacionado con visiones comunes del mundo, de la actividad política y su propia posición al interior de esa actividad. Así, mientras las tres primeras tienden a actuar como facciones en el sentido clásico, es decir que construyen formas de coordinación para disputar el poder y lograr mejores posiciones al interior del partido, en el caso de las dos últimas los altos grados de cohesión sociocultural no se traducen necesariamente en estrategias políticas comunes. Son las facciones de los cuadros empresarios y de los profesionales y miembros del mundo de las ONG, así como la de los dirigentes de la derecha tradicional argentina –a excepción de aquellos que permanecieron en una posición que podríamos llamar más doctrinaria, que los mantiene en los márgenes del partido– quienes constituyen el core partidario en cuanto a su afinidad con ese ethos que acabamos de mencionar. Así, no resulta llamativo que sean los miembros de estas tres facciones quienes contribuyeron más activamente a la construcción del partido (todavía en 2012, entre las autoridades partidarias de PRO, la mayoría pertenecía a las dos facciones de recién llegados a la política, y quienes provenían de fuerzas políticas tradicionales formaban parte de la facción de derecha: Federico Pinedo, Juan Curutchet) y quienes se encuentran más comprometidos con su vida interna, al menos en lo que a su afiliación al partido respecta: para tomar los comportamientos extremos, mientras que el 80% de los cuadros provenientes del mundo de las ONG están afiliados al PRO, en el caso de los radicales este porcentaje es del 14,3%.
El ingreso de miembros de la alta gerencia de grandes corporaciones es de magnitud considerable: el 31% de las más elevadas posiciones jerárquicas del nuevo gobierno, en su etapa inicial, corresponden a personas que tuvieron una función de alta gerencia en empresas privadas antes de diciembre de 2015 (Canelo y Castellani, 2017). Este libro se ocupa de reconstruir la movilización de esos actores: su entrada en política, vista por ellos como un “salto”, fue el producto de la construcción de “puentes” que PRO tendió entre el mundo político y el de los negocios. Estos puentes refieren tanto a la dimensión organizativa –las fundaciones que reclutaron y organizaron a los managers para darles una orientación política y hacer posible su conversión en agentes del mundo público– como moral –convertir el descontento de este grupo de altos gerentes y su medio social, y fundamentalmente el temor que les provocaba la acción de gobierno durante el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner, en energías políticas al servicio de un proyecto que traía, para la Argentina, una nueva promesa–. A través del estudio de estas mediaciones, de sus actores clave y del modo en que se insertaron en la cerrada sociabilidad de los altos gerentes, mostramos cómo fue posible la movilización de estos últimos; nos ocupamos también de la manera en que experimentaron su “salto”, así como de los primeros pasos de su gestión en el Estado.
¿En qué consiste la nueva promesa política de Cambiemos? Digamos, en primer lugar, que se trata de la posibilidad de que la política profesional incorpore y reconozca valores no estrictamente políticos, que conectan con experiencias sociales de grupos que, en cierta medida, no ven en ese espacio una oportunidad de realización personal. No nos referimos aquí a las élites económicas, habituadas a la vida público-política y al cabildeo, sino a las clases medias-altas insertas en el mundo económico y profesional de la sociedad civil, cuya conexión con lo público se da, en su mayor parte, a través de “acciones solidarias” no percibidas como prácticas políticas. Al hablarles un lenguaje de gestión y de éxito, así como de entrega de sí y desinterés del voluntariado, PRO construyó puentes con esas experiencias sociales y culturales, y atrajo militantes y cuadros para quienes el llamado a meterse en política resultó exitoso. Este encuentro entre actores dispuestos a dar parte de su tiempo a los otros, y un partido que recupera y articula políticamente esas disposiciones, permite colocar en un lugar secundario los valores más conservadores en el contenido y doctrinarios en la forma que tenía la centroderecha hasta entonces, en pos de una ideología flexible del hacer. Como socio principal de la alianza Cambiemos, PRO proveyó estas mediaciones con los mundos sociales en los que se encastra de manera privilegiada, que funcionaron como dispositivos de traducción de energías y preocupaciones morales en compromiso político.
Llamaremos a este proceso “politización”. El concepto de politización puede pensarse como “la recalificación de actividades sociales de las más diversas”, que cobran un nuevo sentido en virtud de “un acuerdo práctico” entre actores sociales que “transgreden o cuestionan la diferenciación entre distintos espacios de actividad” (Lagroye, 2003: 360-361). En otras palabras, la politización supone unir bajo una misma forma –política– actividades que previamente podían pensarse como separadas: el voluntariado social de la militancia política, la eficiencia en la gestión y la participación en el Estado, etc.
En segundo lugar, la promesa macrista puede leerse a la luz de lo que Luc Boltanski y Eve Chiapello (2002) denominan “el nuevo espíritu del capitalismo”. El hacer gestionario y la entrega de sí como don voluntario son los componentes principales de ese ethos partidario que le permitió al PRO construir un horizonte de polis emprendedora, no atravesada por conflictos, en cuyo marco lo más importante es la realización individual en compromisos flexibles. Boltanski y Chiapello llaman a estos principios, que definen la “grandeza” en el nuevo capitalismo, “ciudad” o “ciudadela” por proyectos. Esta configuración moral –es decir, una organización de principios de distinción entre el bien y el mal, así como de jerarquización entre personas y de objetos en virtud de esos principios– está formada por organizaciones flexibles, articuladas por un líder que ordena su equipo en función de las necesidades de la competencia y de la satisfacción de los clientes (en este caso, ciudadanos). El Estado debe ser, entonces, el facilitador de esa realización individual en diferentes áreas de la vida, donde las personas intentan encauzar sus proyectos. Debe ser capaz de comunicarlos, de hacer que las redes circulen con libertad. La actividad y la iniciativa son valores supremos que no deberían encontrar obstáculos. Al poner en primer plano el carácter abierto del Estado, así como de la vida partidaria, el lenguaje emprendedor permite atraer a los grupos sociales menos politizados y confiar en recién llegados a la política los resortes de su vida interna. Por eso puede entenderse que, en el hacer partidario, los repertorios de acción remitan, por ejemplo, a la estética de la fiesta de fin de año de las grandes corporaciones –la celebración del éxito de los proyectos del equipo que se reconoce en la figura de su líder–.
De todos modos, no debe creerse que esta búsqueda de un país flexible de emprendedores, en el que el conflicto sea reemplazado por la diversidad, se realice por medios pacíficos. Al contrario, la alianza Cambiemos nace con la desregulación y liberación de las energías privadas como motor, y para eso está dispuesta a dar peleas en diferentes ámbitos, que comprenden discursos que atizan el conflicto e incluso, en muchos casos, intensifican la lógica polarizada de la política argentina. A la ciudad feliz se llega, en cierta medida, barriendo obstáculos.
Esa idea encierra una violencia –contra los grupos sociales que no forman parte de ese proyecto, por ejemplo– que el hacer de la gestión pretende ocultar. Y también se nutre de otro de los motores emocionales del involucramiento de los managers: la indignación y el temor a la “chavización” de la Argentina. Involucrarse en la campaña de Cambiemos significó, entre 2014 y 2015, evitar que el país “terminara como Venezuela”. Un compromiso cívico que fue vivido, en ese contexto, como excepcional. De manera paradójica, un partido que se construía desde una estética festiva encontraba en el miedo un poderoso motor para la acción proselitista.
La certeza de que es necesario disputar con los políticos tradicionales el manejo del Gobierno está en el corazón de la movilización de los cuadros que forman el core de PRO. De hecho, el partido nace con una voluntad competitiva, ya que el ingreso en la actividad político-electoral, y por esa vía en el Estado, es condición de posibilidad de que esta “ciudad por proyectos” pueda realizarse. PRO hereda la ruptura iniciada por la centroderecha liberal en los años 80 con las estrategias abiertas de desestabilización institucional que habían caracterizado a esos grupos durante buena parte del siglo XX. Su líder creó un partido y protegió sus contornos respecto de posibles intrusiones de partidos adversarios, al tiempo que se abría a los mundos sociales en los que quería reclutar a sus cuadros.
El llamado de Macri es, en este sentido, claro: hay que “meterse” para que la política se ponga al servicio de las energías privadas. Es necesario gobernar, y para ello ganar elecciones. Las tensiones entre el sostenimiento de una promesa política, de un programa, y los arreglos pragmáticos que se requieren para llegar al poder y realizar ese programa resultan centrales en toda fuerza partidaria. Cambiemos no es excepción. Por eso no puede reducirse a un proyecto “de los empresarios”.
Como coalición política, debe traducir políticamente esos intereses, incorporarlos a su programa. En definitiva, PRO primero, Cambiemos a partir de 2015, quieren ser, desde la conducción del Estado, la dirección ético-política de un proyecto modernizador acorde con un ethos empresario flexible e internacionalizado.
La victoria de Cambiemos representa una novedad para la política argentina por diferentes motivos. Veamos algunos. Por un lado, se trata del primer triunfo electoral, en el actual ciclo democrático, de un candidato que no pertenece ni al Partido Justicialista (PJ) ni a la UCR, y que fundó una fuerza política propia. El quiebre del bipartidismo y la derrota del peronismo luego de doce años de gobierno abre entonces la posibilidad de fortalecer una nueva fuerza política en el país, por fuera de las tradicionales, que ya se había consolidado a nivel local a partir de su gestión de gobierno en la Ciudad de Buenos Aires (por tres períodos, desde 2007 hasta la actualidad).
Por otro lado, la nueva alianza electoral, que logró unificar la mayor parte de las fuerzas políticas no peronistas –dejó afuera sólo a la centroizquierda y a la izquierda de filiación trotskista–, tiene como socio principal a una fuerza de centroderecha, que llega al poder mediante elecciones tras más de siete décadas de debilidad de las agrupaciones de ese margen del espectro político (Vommaro y Morresi, 2014). Por último, este triunfo electoral se dio luego de un largo ciclo de predominio del peronismo kirchnerista, que, en especial a partir de 2008, se caracterizó por altas dosis de polarización del debate público y de los discursos partidarios. Basado en una combinación de un discurso nacional-popular reinterpretado a la luz de la tradición de la centroizquierda argentina y de un intenso jacobinismo estatal, el kirchnerismo había dejado de lado progresivamente la agenda republicana –de transparencia y mejoramiento institucional– movilizada por Néstor Kirchner en sus primeros años de gobierno, en pos de una agenda redistributiva, de ampliación de derechos civiles y culturales y de sostenimiento y regulación estatal del mercado interno, y se definía como “representante del pueblo ante las corporaciones”. Frente a esta estrategia, la oposición recuperó esa agenda republicana, cada vez más basada en la denuncia de la corrupción gubernamental y la defensa de una visión liberal-republicana del funcionamiento de las instituciones del Estado. Sobre la base de estas banderas, emprendió también, en especial en el caso de PRO y más tarde de sus aliados, una crítica al populismo estatalista con que identificó al kirchnerismo y propuso un “cambio cultural” de carácter refundacional.
Al mismo tiempo, esta novedad es parte de un proceso histórico de mediano plazo. Como dijimos, la formación de PRO es central para entender este triunfo. También las decisiones que fueron tomando sus principales cuadros, y en especial su líder, Mauricio Macri, en el devenir que siguió a esa etapa fundadora.
PRO es, en cierto modo, heredero de tradiciones y de experiencias de la centroderecha argentina, en especial de la construcción de la Unión del Centro Democrático (Ucedé) en los años 80, atravesada por la oposición entre quienes preferían mantenerse como una voz doctrinaria de propagación del (neo)liberalismo y quienes, en cambio, pretendían transformar al partido en un proyecto electoral de acceso al poder. De alguna manera, el triunfo del peronismo en su versión menemista, en 1989, trastrocó los términos del debate y se convirtió en una solución de compromiso que permitió a muchos de sus dirigentes convertirse en funcionarios de gobierno para producir reformas afines a la doctrina partidaria. El peronismo había dejado de ser un mundo hostil para esas vertientes de la centroderecha argentina.
También es heredero de los dispositivos con que buena parte de las élites tecnocráticas habían organizado su intervención tanto en el ámbito
público como en el campo del poder: los think tanks que proliferaron en los años 90.