Ubicado frente a la plaza Lavalle en la Ciudad de Buenos Aires, en una zona denominada Tribunales, se encuentra el Palacio de Justicia o Palacio de Tribunales (en adelante, el palacio), sede de la Corte Suprema argentina. Se trata de un edificio de ocho pisos diseñado por el arquitecto francés Norbert Maillart, de acuerdo con el canon del clasicismo europeo, pero que puede apreciarse como una obra típicamente ecléctica debido a su fachada de imitación piedra, sus pilares dóricos, su apariencia monumental, la sobriedad de sus esculturas y su decoración, rasgos que tienden a preciarse como símbolos de la función que el edificio estaba destinado a cumplir, según consta en la información proporcionada por la Comisión Nacional de Museos. La construcción del edificio comenzó en el año 1904 y, aunque finalizó recién a fines de la década del cuarenta, sus puertas se abrieron en 1910.
El palacio no solamente alberga las oficinas de la Corte Suprema, sino que también es la sede de algunos tribunales de primera y segunda instancia, y de numerosas oficinas relacionadas con la administración de la Justicia. Aunque la organización espacial de algunos juzgados ubicados en este edificio tiende a ser, en general, vertical como se observa en el fuero penal, en el que los despachos de los jueces de instrucción se ubican en el tercer piso mientras que los tribunales orales que llevan adelante el juicio lo hacen en el séptimo (Eilbaum, 2008), es difícil afirmar que ese mismo patrón de organización se mantiene en otras instancias, incluida la distribución de las dependencias de la Corte. (…)
La crisis del país puso de manifiesto una situación de desprestigio que ya venía de larga data
Las vallas ubicadas en la Corte datan de la crisis económica, social y política de 2001 y 2002. Los aspectos más sobresalientes de esta crisis fueron económicos, probablemente el quiebre financiero y el default de la deuda. A esto se sumaron las restricciones impuestas por decreto (Nº 1.570 del 1º de diciembre de 2001, B.O. 29.787), del entonces presidente Fernando de la Rúa al retiro de dinero en efectivo (el denominado corralito bancario) y, en enero de 2002, la pesificación de la economía, es decir, la conversión forzosa a pesos de depósitos en dólares estadounidenses previamente congelados a una tasa desfavorable para los ahorristas.
La imagen de los cacerolazos de aquellos frente a las puertas de los bancos y de algunas instituciones públicas (la Corte Suprema, entre ellas) al grito de que se vayan todos fue el símbolo de aquella época. Esta imagen, sin embargo, deja de lado una serie de sucesos que contribuyeron al estallido de la crisis y a la posterior renuncia del presidente. Entre ellos, la renuncia del vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez en octubre de 2000, la derrota del oficialismo en las elecciones legislativas del 14 de octubre de 2001, la renuncia de miembros clave del gabinete, la negativa del Fondo Monetario Internacional (FMI) a continuar otorgando préstamos de rescate y el rol todavía incierto de algunos líderes del peronismo de la provincia de Buenos Aires ante los disturbios y las movilizaciones masivas que sucedieron a la declaración del Estado de sitio por parte de De la Rúa, y que marcaron el final de su gobierno.
Respecto de la Corte Suprema en particular, la crisis económica, social e institucional que sobrevino al colapso financiero puso de manifiesto una situación de desprestigio que ya venía de larga data. En este contexto, la Corte Suprema aparecía en el imaginario público como una institución también responsable de la situación dada la inevitable asociación de la mayoría de sus miembros al gobierno del presidente Menem (1989-1999), responsable no solamente de la cuestionada ampliación del número de miembros en 1990, sino también de llevar adelante una política monetaria de convertibilidad que había mantenido anclada la moneda local a las fluctuaciones del dólar estadounidense durante diez años, lo que condujo al estancamiento económico del país en la segunda mitad de la década.
Es posible saber que algo está por ocurrir por el desplazamiento del personal policial
Una vez decretado el corralito bancario, las protestas de ahorristas en las puertas del Palacio de Tribunales comenzaron a ser cada vez más frecuentes, llegando en algunos casos a realizarse marchas hacia los domicilios particulares de los jueces como una suerte de escrache público. Sin perjuicio de ello, miles de acciones judiciales (amparos) fueron interpuestas en los tribunales de todo el país, tanto en la Justicia Federal como en los fueros provinciales, estimándose un total de 396.741 para el período 2001-2003.
Al recordar la abrumadora ola de litigios que desató el corralito, funcionarios de la Corte tendían a destacar la importancia del rol de este tribunal frente a la crisis, aun a pesar del desprestigio público que la institución sufría en aquel momento. En la mirada de estos actores, la gente se volcaba a los tribunales como un último recurso, su última esperanza, solían decirme algunos. Solamente la Justicia (es decir, el Poder Judicial), afirmaban, podía garantizarles la vigencia del Estado de derecho en una situación tan crítica como la que se vivía por entonces. Esta opinión está en sintonía con la interpretación del actual presidente de la Corte Ricardo Lorenzetti sobre aquel período. En un documento de 2007, este juez afirma que con posterioridad a la crisis de 2001 y 2002 sobrevino un período de transición en el que el Poder Judicial fue capaz de manejar los efectos de aquella crisis a partir de continuar con la provisión de justicia. En su opinión, aquello hizo posible prevenir una debacle institucional. Pasada dicha transición, el momento actual, sostiene el magistrado, es un período de reconstrucción institucional.
Desde el tiempo de la crisis, las vallas se han mantenido en el establecimiento y han sido removidas y trasladadas tanto en su interior como en su espacio perimetral, de acuerdo con las necesidades del momento, es decir, según las movilizaciones o manifestaciones que pudieran tener lugar tanto dentro como fuera del palacio. Sin embargo, lejos de interrumpir las prácticas cotidianas de la Corte, los cercos han sido gradualmente integrados al paisaje cotidiano y las rutinas del edificio, como si ya se tratara de una parte de su infraestructura. De igual manera, el repertorio de protestas y manifestaciones que se supone que estas vallas contribuirían a disuadir también ha sido internalizado como parte de la dinámica del lugar. En mi opinión, sería un error verlas como algo excepcional o, más aún, como disruptivas de la práctica judicial.
Por ejemplo, hasta que la Corte dictó el fallo sobre el corralito en diciembre de 2006 en el caso Massa, Juan Agustín c/Poder Ejecutivo Nacional, Dto. 1.570/01 y otros/amparo Ley 16.986” (CSJN, 329 Fallos 5.913 [2006]), los ahorristas solían concentrarse cada martes por la mañana en las escalinatas del palacio para luego marchar hasta el cuarto piso y exigirle a la Corte, reunida en sesión de acuerdo, que resolviera sus reclamos favorablemente. Esta actividad llegó a convertirse en una más de las que tenían lugar en aquel tiempo dentro del palacio como lo demuestra la reacción del entonces presidente de la Corte, Enrique Petracchi, que se describe a continuación.
El juez, junto a sus pares, se encontraba conduciendo la primera audiencia pública en el denominado caso Riachuelo (Mendoza Beatriz Silvia y otros c/Estado Nacional y otros s/daños y perjuicios –daños derivados de la contaminación ambiental del Río Matanza–Riachuelo), en la Sala de Audiencias del tribunal ubicada en el cuarto piso, cuando de repente se escuchó el estallido de una bomba de estruendo. Sin sobresaltarse, Petracchi se volvió hacia un costado y le susurró a la vicepresidenta de la Corte, Elena Highton de Nolasco: Son los ahorristas, comentario que, al ser captado por el micrófono, resultó audible para todos los presentes. La audiencia continuó como si la protesta no estuviera sucediendo tan solo a unos pocos metros de la puerta de aquel salón.
El repertorio de protestas sociales que tuvieron y tienen lugar en el espacio del Palacio de Tribunales en los últimos años es realmente vasto. A este tipo de protestas esporádicas suelen sumársele otras movilizaciones sociales que tienen lugar en forma permanente, como fueron en su momento las protestas de los ahorristas de los días martes, los actos de Memoria Activa los lunes por la mañana en la plaza Lavalle en homenaje a las víctimas del atentado terrorista contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en 1994 y en exigencia de un juicio más justo y, más recientemente, las protestas de jubilados de los días jueves. De esta forma, el edificio se ha convertido en una especie de foro natural de reclamo para movimientos y organizaciones de la sociedad civil, y asociaciones profesionales y sindicales.
Para muchos letrados, su cargo constituye un paso previo a un puesto de mayor jerarquía
Dentro del edificio, pueden percibirse con anticipación los eventos que tarde o temprano van a suceder. En otras palabras, si nos encontramos dentro del palacio inmediatamente antes de una movilización, es posible darse cuenta que algo está por ocurrir con solo observar el desplazamiento del personal policial o el despliegue de vallas alrededor de un espacio determinado, por ejemplo, el cuarto piso, la Sala de Audiencias del segundo piso o una de las entradas al palacio, tal como me sucedió una tarde, pasado el mediodía, cuando, a punto de marcharme, encontré cerrada una de las puertas laterales.
Como todavía me hallaba dentro del horario de atención al público, me acerqué a preguntarle a un policía qué estaba sucediendo. En forma lacónica me respondió: Viene Chabán, señalándome la puerta por donde debía marcharme y dando por sobreentendido que yo sabía aquello a lo que él estaba refiriéndose. En el momento en que tuvo lugar ese suceso, el juicio oral en la causa Cromagnon, en la que Omar Chabán estaba imputado por su responsabilidad en el incendio del local que gerenciaba, en la que luego fue condenado, no había tenido lugar aún, y éste se encontraba en un régimen de prisión preventiva, por lo que cada vez que tenía que declarar ante el juez de instrucción que investigaba la causa debía ser trasladado al Palacio de Tribunales e ingresar por el centro de detención judicial. La escueta respuesta del policía a mi pregunta, Viene Chabán, hacía referencia al operativo policial montado a la entrada al centro de detención debido a la protesta de los familiares de las víctimas que se oponían a la solicitud de excarcelación de Chabán.
Movilidad
Las descripciones ofrecidas anteriormente le confieren un sentido concreto de movilidad al complejo judicial. De hecho, a pesar de alguna requisa al azar que pudiera eventualmente tener lugar en la puerta principal, toda persona que quiere ingresar al palacio es admitida. Más aún, existen en la actualidad detectores de metales y dispositivos de rayos X ubicados en los principales accesos al edificio cuya supervisión tampoco es estricta. La movilidad está creada por el flujo diario de gente en interacción dinámica con el aparato judicial y, en menor medida, por la aparente ausencia de límites físicos para desplazarse a través del espacio del palacio, lo que tiende a sustituir temporalmente las metáforas de hermetismo y de claustro por una imagen que resalta el espacio judicial también como un sitio de dispersión continua.
Sin embargo, este sentido de movilidad contrasta con las rutinas de la burocracia legal, que señalan la ausencia de cambios cualitativos de un día a otro, de un mes a otro, ausencia que se experimenta como una desaceleración, como una falta de espacio temporal. La movilidad parece basarse en encuentros que rápidamente se desintegran, cuya naturaleza se sintetiza en la metáfora de la parada de ómnibus, un espacio en el que gente de origen diverso se aglutina y luego se dispersa.
Cuando el foco está puesto en esas pequeñas intersecciones, las nociones de estabilidad y coherencia del espacio judicial se suavizan, dejando aflorar también otros de sus rasgos constitutivos.
Así, notablemente, en los relatos individuales que fui escuchando en la Corte, las ideas de acceso y movilidad (sobre todo la primera) resultaban un punto de apoyo para describir la práctica cotidiana del tribunal. “Acceso”, por ejemplo, se ha convertido en una palabra clave en el discurso público de los jueces (especialmente de quienes ingresaron al tribunal más recientemente), articulada sobre una idea más general de cambio institucional que orienta las nuevas regulaciones sobre transparencia adoptadas por el tribunal después de la crisis.
Como explicaré más adelante, en el marco de esas regulaciones el concepto de acceso adquiere un carácter performativo, y, por lo tanto, político. De forma similar, en el plano más rutinario de las prácticas burocráticas de la justicia, la percepción de un amplio acceso a la Corte tiende a dominar el discurso de sus funcionarios y funcionarias.
En otras palabras, la idea de que al más alto tribunal ingresa todo tipo de causas estaba tan arraigada entre mis interlocutores que las descripciones de sus tareas cotidianas siempre aludían a la (sobre)carga de trabajo que les demandaba la resolución de tal cantidad de casos.
Más aún, varios de estos actores no dudaban en recurrir a la ya por entonces popular metáfora del almacén de ramos generales de Fayt para expresarme sus quejas acerca de la ampliación en los hechos de la competencia de la Corte. En otras palabras, la percepción de los actores sobre un acceso casi ilimitado (percepción que por otro lado encuentra apoyo en datos estadísticos del Poder Judicial) es la que sin duda dominaba el terreno.
Por “fuera” del derecho
Los expedientes hablan de acontecimientos, registran procesos, instituyen relaciones de conocimiento y prácticas dentro del aparato judicial, e incluso, como señalé anteriormente, establecen los límites de su propia realidad, eso es, de la realidad sobre la que se construye la actividad judicial. Así, los expedientes contienen imperativos que ponen en marcha reacciones; se trata de fórmulas que consisten en sí mismas en la ejecución de actos oficiales, como en el caso de mi expediente: ponerlo en circulación para someterlo a consideración de los jueces, permitirme el acceso a él para leerlo, enviarlo al archivo general de la Corte una vez que el proceso está concluido, ordenar su desarchivo ante mi solicitud de consulta.
Todos estos son procedimientos que reflejan no solamente las etapas de una progresión marcada por el curso lineal (o no) de este instrumento, sino que también constituyen eslabones de una cadena de referencia en la que los hechos se anexan, se ensamblan, se yuxtaponen a la norma preexistente y en una última etapa se transforman dentro del aparato judicial asumiendo un carácter legal. (…)
Detrás de escena
Además de los siete jueces o ministros que hoy componen la Corte, existen varios abogados y abogadas que trabajan en el tribunal desempeñando funciones como secretarios o prosecretarios letrados, principalmente en las vocalías (oficinas) de los jueces o en las secretarías judiciales que se especializan en ramas diferentes del derecho y son dirigidas por los secretarios de Corte.
Así, la Secretaría Nº 1 se dedica a temas de Derecho Comercial: marcas, patentes y cuestiones de competencia (excepto competencia penal); la Secretaría Nº 2 entiende en causas de Derecho Civil y de la Seguridad Social; la Secretaría Nº 3, en cuestiones de Derecho Penal; la Secretaría Nº 4 se encarga de asuntos en lo Contencioso-Administrativo; la Secretaría Nº 6 se especializa en Derecho Laboral; la Secretaría Nº 7, en asuntos relacionados con Derecho Bancario, Aduanero y Tributario; y la Secretaría Nº 8 lleva adelante los juicios de competencia originaria. Por su parte, la Secretaría Nº 5, que estuvo inactiva durante algunos años, tuvo una suerte de relanzamiento en el año 2006. Esta secretaría no tiene una especialización en una rama particular del derecho, sino que entiende en asuntos de trascendencia institucional o que sean de interés público, según lo determinen los jueces del tribunal o su presidente (Acordada CSJN Nº 18 de mayo de 2006).
También hay quienes se desempeñan como secretarios y secretarias letradas en las Secretarías de Jurisprudencia, General y de Gestión (creada por Acordada CSJN Nº 8 del 5 de mayo de 2008), o secretarías de Auditores Judiciales, todas dirigidas por funcionarios con rango de secretarios de Corte, además de la Secretaría General de Administración y otras dependencias de la Corte, entre las que puede mencionarse a la Dirección General y Subdirección de Biblioteca e Investigaciones.
Independientemente del lugar donde se desempeñen, letrados y letradas tienen el rango de funcionarios judiciales, indicativo de su importancia en la jerarquía judicial. De hecho, desde un primer momento, varios secretarios letrados que entrevisté me hicieron notar la equivalencia jerárquica de sus cargos con la de un juez de primera instancia (artículo 102 bis del Reglamento para la Justicia Nacional), como también la del secretario de Corte con la de un juez de cámara (artículo 88 del Reglamento para la Justicia Nacional). Esta asimilación de las figuras de los secretarios a las de los jueces se materializa formalmente en sus salarios, aunque dentro del aparato judicial también resulta importante el capital simbólico que detentan estos expertos legales a partir de su asociación con los magistrados sobre todo en términos de estatus y que los diferencia notoriamente del resto del personal judicial.
Existe, sin embargo, una brecha entre jueces y funcionarios que se manifiesta no solamente en términos de funciones y responsabilidades del cargo, sino en una distancia que puede interpretarse como un deseo o desafío personal de avanzar en la carrera judicial.
Para muchos letrados y letradas, su cargo constituye un paso previo a la magistratura o a un puesto de mayor jerarquía y poder de decisión dentro de la estructura del Poder Judicial un trayecto que puede demorar varios años en concretarse. La siguiente descripción que hace K, una ex secretaria de Corte que fue luego designada en una cámara de apelación, acerca de los motivos que la llevaron a convertirse en jueza da cuenta en términos reales de la diferencia existente entre jueces y secretarios, no obstante la asimilación positiva de ambas figuras: “Ciertamente, en la Corte gozaba del mismo estatus que tengo ahora como jueza y ganaba el mismo salario que gano ahora; pero luego de tantos años en la Corte llega un momento en el que ya no querés escribir para otra persona; querés tener tu propia jurisdicción. Acá, en la cámara, sos vos, el juez, quien tiene autoridad para decidir, acá vos firmás tu propia decisión, mientras que en la Corte es otro [el juez] el que decide; no importa que vos mismo hayas escrito la decisión; lo que en definitiva importa es quién la firma”.
A otros letrados y letradas, en cambio, les resulta confortable continuar ocupando un lugar detrás de la escena. Varios de mis interlocutores ponderaron los beneficios de sus cargos, considerados en sí de muy alta jerarquía. En un encuentro que mantuve con la funcionaria a quien llamé H en el capítulo anterior, me dijo, reflexionando sobre sus pasos en la Corte: Soy bastante joven y ya he llegado al tope de la carrera judicial. Por su parte, el letrado I, quien en el curso de mi trabajo de investigación de campo se convirtió en un informante clave, me manifestó lo cómodo que se sentía en el lugar que ocupaba desde hacía varios años, aun a pesar de la cantidad y diversidad de expedientes que le llegaban diariamente para su estudio, trabajo que iba en aumento y tendía a diversificarse, según me dijo. Tiempo después recordé este comentario acerca de su situación laboral, en oportunidad de una conversación que mantuve con una de sus pares, quien trajo a colación la situación de aquel y su aparente falta de ambición por progresar en la carrera judicial, dados los años que llevaba en el mismo cargo. Es interesante, por otro lado, que nunca escuché este tipo de comentario respecto de alguna secretaria letrada que estuviera en igualdad de condiciones que I.
También hubo quienes destacaron la posibilidad que les proporcionaba el cargo de secretario letrado o secretaria letrada de desarrollar actividades académicas, continuar especializándose, o compatibilizar el trabajo con las responsabilidades de cuidado familiar, fundamentalmente por una cuestión de disponibilidad horaria.
Datos de la autora
Es doctora en Ciencias Jurídicas por la Universidad de Cornell, Estados Unidos. Nació y vivió en Tucumán, donde se graduó en Derecho por la Universidad Nacional.
Actualmente reside y trabaja en Buenos Aires, como becaria posdoctoral del Conicet, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales Ambrosio L. Gioja, de la Facultad de Derecho de la UBA y como docente de posgrado en la Universidad de Palermo.
Dictó también cursos de posgrado en la UBA y en la Universidad de Misiones.
Ha publicado artículos en el Journal of Legal Anthropology e Íconos. Revista de ciencias sociales (Flacso/Ecuador).