DOMINGO
libro

La voz de un pueblo

La Torá como espejo de búsquedas.

19_10_2025_tora_juansalatino_g
| juan salatino

Volvamos al momento crucial y enigmático: ¿a dónde llegan, pues, los hebreos? En esos capítulos finales de “Números”, todo parece anunciar que la entrada es inminente. Solo falta dar el paso, atravesar el río Jordán y asentarse en la tierra prometida. Un happy end sin mácula.

Sin embargo, vimos, no es eso lo que ocurre: si este cuarto libro de la Torá era, en principio, el último, la gesta queda sin consumarse.

En efecto: el quinto libro, Deuteronomio (en hebreo, Devarim, “palabras/decires/hechos/promesas”, todas posibles traducciones de ese término polisémico), no formaba parte del corpus original. ¡Ah, entonces se reaviva nuestra esperanza, como si fuera la siguiente temporada de una serie donde, por fin, asistiremos al tan ansiado desenlace! Pero…

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Los historiadores dan cuenta de que este tomo fue hallado durante el reinado de Josías (siglo VII a.e.C.), quien había mandado realizar reformas y arreglos en el gran Templo de Jerusalén. Durante las obras se encontró, en una cavidad semioculta, el escrito, que luego pasó a integrar el canon bíblico. De ahí su nombre en griego: deuteros nomos, “segunda ley”, ya que su contenido es una suerte de recapitulación de los libros anteriores.

Mas no se trata de un simple resumen de lo ya narrado: su composición ofrece características peculiares. Para empezar, quien habla ahora es el propio Moisés. Es su voz –sus emociones, su memoria– lo que aparece en el texto. Un líder cansado, presa de frustración por el magro resultado de una tarea titánica, por la ingratitud de un pueblo que no supo ver de qué se trataba ese viaje, un grupo que no estuvo a la altura de la alta misión encomendada. Frustrado, además, porque justo él, quien se puso al hombro la durísima tarea de guiar a esa gente díscola hasta la entrada a la tierra, es quien no podrá ingresar. ¿Esa era la recompensa? Para colmo, no se trató siquiera de su elección o de su ambición.

Él no quería. Intenta rechazar con firmeza la misión que se le asigna, esgrime argumentos convincentes: es, dice, “torpe de lengua”. Algunas traducciones dicen “tartamudo”. Ciertos exégetas aventuran que tiene frenillo, una afección que retiene la lengua y no permite hablar correctamente. Pero en hebreo la expresión es más gráfica y contundente: aral sfataim, de “labios incircuncisos”. Un sintagma de graves implicaciones en la historia que nos ocupa.

El hombre se expresa en espejo con su lejanísimo antepasado, aquel que, en el Edén y ante la acusación de haber transgredido la orden divina, contesta: “Yo no fui”. Reniega de su acción pasada, de lo ya hecho.

Pero ahora, ante la voz ardiente, este otro hombre contesta: “Yo no seré”. Obtura el futuro. No será él quien se enfrente con el poder real y libere al pueblo. Dice no tener la fuerza ni las dotes suficientes para lograr tan alto cometido. No es un héroe, no lo será. No lo quiere ser. Ha sido príncipe, heredero del trono faraónico que ahora le toca desafiar. Ha sido egipcio. Ha descubierto, con dolor y consternación, que en realidad no lo era: al salir al campo para ver la construcción de las obras monumentales de las pirámides, oye hablar a los esclavos que acarrean piedras. Él, un joven regio en tren de prepararse para suceder al monarca, tiene un sobresalto, se le encoge el corazón, su cabeza sufre una conmoción incomprensible. Esa lengua de la esclavitud resuena en su cuerpo, en su memoria. Siente en su boca un sabor agridulce, el de la leche primera. El oído ha despertado una vivencia antigua, el paladar reacciona trayéndole el gusto del pecho materno. Su nodriza, la que –a pedido de la hija del faraón, que rescató al niño de las aguas y lo adoptó– lo amamanta, esa ama de leche a quien se convoca para alimentar al bebé, es ni más ni menos que su madre. Miriam, la hermana mayor de la criatura, doncella de la princesa, le ha sugerido a esta llamar a una parturienta reciente “de los hebreos”, esas mujeres que se han quedado sin niños por el decreto mortífero del faraón. Mujeres sin bebés a los que dar de comer, con los senos pletóricos de leche que buscan una boca ávida… Huérfanas de hijos, deshijadas. (Es de notar que el hebreo es el único idioma que tiene un término para esa orfandad inversa: shakul el padre, shekulá la madre).

De modo que es ella, la verdadera madre de Moisés, la que, ocultando el vínculo, alimenta al niño. Y como toda madre, cuando da de mamar a su bebé le canta y le habla… Criatura, pues, nutrida con leche y con palabras, con la música de una lengua que quedará grabada, guardada en la más primitiva memoria, asociada a la tibieza del regazo, esa primera casa, esa pertenencia primordial que nunca se olvidará. O sí, pero solo superficialmente: un olvido que no es más que un transitorio ocultamiento, un encubrimiento de la permanencia de sonidos y olores y tactos asociados con la vida y sepultados por años de educación en otra lengua, en otra casa, en otra existencia.

Un sobreviviente de la dictadura argentina dijo, al ser recuperado y reintegrado a su familia: “He sido criado lejos de mi vida”.

Moisés, dice Freud, es –al igual que Ramsés o Tutmoses– un nombre egipcio. Parecería afirmar así –siguiendo a historiadores y antropólogos de su época– que Moisés en verdad pertenecía al imperio. Freud cree derribar el mito del líder hebreo, pero olvida que en el texto original, la Torá, el niño se llama Moshé. Un nombre relacionado con la idea de rescate o salvación. Él mismo es rescatado de las aguas, salvado de la muerte ordenada por el faraón, y será quien redima a sus hermanos del régimen esclavista egipcio.

Curiosamente, a este personaje bíblico no se le cambia el nombre. A diferencia de Abram, devenido Abraham, o de Jacob, que se convierte en Israel, dos patriarcas que portan en su nombre a Dios, uno en la “h” (una de las letras del tetragrama, IHVH) y otro en la partícula “el”. Moisés, en cambio, permanece sin alteraciones. ¿Por qué justo él, quien asume tardíamente su condición y recupera su filiación, sigue llamándose –según Freud– como un egipcio?

Tal vez, la intuición freudiana es correcta: Moisés no deja nunca de ser un extranjero, tanto en su pueblo como en el país que lo adopta. Es más, resulta triplemente extranjero: también en Midian, donde se establece en su huida de Egipto y donde forma una familia. Un hombre dividido, como fuera de lugar, desfasado, siempre en tránsito. Es que parecería que solo alguien de identidad vacilante puede ser el transmisor de la Ley. Alguien que nunca coincide del todo consigo mismo y, por ende, se sabe incompleto, fallido, frágil. Impuro. Porque, ¿cómo podría un individuo soberbio y autosatisfecho transmitir justo aquello que nos anoticia de la falta, de la prohibición, del límite?

El joven presencia allí, frente a los trabajos de construcción, una escena que lo sacude: un esclavo hebreo cae rendido bajo el peso de las piedras, del hambre, del calor, y su capataz egipcio lo azota despiadadamente. Moisés, presa de ira, en un gesto irreflexivo, mata al egipcio. ¿Otra metáfora reveladora? Quizá sí: mata al egipcio que hay en él, ese personaje que ha sepultado al niño hebreo y que lo ha depositado en una existencia ajena. Su verdadera procedencia lo toma así de sorpresa y, por asalto, se le impone irremediablemente.

Ahora, culpable de un crimen, rebelado contra el régimen, debe huir.

Se refugiará en una comarca distante, Midián, se inventará allí una nueva vida (¿una tercera identidad?), se casará y tendrá hijos. Devenido pastor de las ovejas de su suegro, tal vez piensa que su pasado quedó atrás, que ya nada lo liga a esa historia conflictiva. Hasta que, en medio de la nada, una voz lo requiere. Una voz que proviene de un arbusto en llamas.

“La llama que llama” era una publicidad de una empresa argentina de telecomunicación, campaña exitosísima que todos los que tenemos más de cuarenta años recordamos. En numerosos videos, una llama –un camélido típico del norte argentino– usaba el teléfono para bromear, en base a la polisemia de la palabra. Es que “llama” es una flor que se abre en tres pétalos: un nombre de animal, el fuego y el verbo.

La zarza que arde, pues, llama al hombre. Escena onírica, situación delirante… Como pasa a veces, lo más verdadero se presenta bajo formas fantásticas.

La voz le ordena al pastor la misión de conducir a otro grupo, ya no de ovejas sino de humanos. Esos que habían quedado hundidos en la esclavitud, esos de los que Moisés sospechó, o entendió, que eran su gente. En un instante el pasado vuelve a él, le demanda que se reconozca en esa historia que es también la suya, le exige que actúe. La historia, parece decir la Voz, no está atrás sino adelante.

Pero ¿quién es esa Presencia, quién le ordena emprender el camino? “Seré lo que seré”, dice la Voz, de modo que la respuesta evasiva del hombre, “Yo no seré”, resulta por completo inadecuada. Revisar esa respuesta y convertirla en un Hineni, “Heme aquí”, como dijo mucho antes su antepasado Abraham, le llevará al convocado tiempo y trabajo. El trabajo que –como en un proceso de análisis– conduce a reconocerse en los propios sueños tanto como en las pesadillas. El trabajo que, en términos de Goethe y también de Freud, permite apropiarse de la herencia.

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Revolucionaria idea: una nación fundada en un Pacto con la Ley, sin jerarquías de poder. Un pueblo en el que todos tienen la misma dignidad ya que portan la “imagen y semejanza” de ese Dios creador.

Una poética del corte

Según Freud, el monoteísmo impuesto por Moisés y adoptado –a veces a regañadientes– por el pueblo implica “un progreso en la espiritualidad”. Esa palabra, geistigkeit, trae más de un conflicto: ¿qué significa exactamente?

Expresión problemática, ya que en la Torá no hay ninguna categoría que pueda traducirse o corresponder a ese término. La idea de “espíritu” como opuesta o distinta a la materia aparece con el cristianismo. En las fuentes judías sí se habla de legalidad, de una vida orientada por la ley y las obligaciones para con el prójimo. Se atribuye ese carácter al humano como ser hablante. Incluso, así lo vierte una de las más antiguas traducciones de la Biblia al arameo (el Targum Onkelos): “Y el hombre fue creado como criatura de lenguaje”.

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Intentemos traducir la expresión freudiana “progreso en la espiritualidad”: en lenguaje contemporáneo, equivaldría a la fundación de lo simbólico. Es eso lo que implica la nueva figura que surge con el monoteísmo: no una cuestión de número –Levinas dice: “El monoteísmo no es una aritmética de lo divino”–, un uno versus muchos, sino una divinidad desprovista de imagen, cuya forma de aparición y manifestación no es sino el dictado de la Ley. ¡Extraña teofanía! Nada para ver, como el mismo Moisés recuerda en Deut. IV, 12-17: “No visteis imagen, solo escuchasteis una Voz”. Solo una Voz que convoca, ordena y prohíbe. Es decir, funda la falta. Impone lo que no –no asesinar, no robar, no apropiarse del otro ni de lo del otro, no jurar en vano, no poner obstáculos en el camino del ciego…– y, por ese acto, instituye al sujeto. Monoteísmo: diferencia no cuantitativa sino cualitativa.

La escena sinaítica es la culminación de lo anunciado en el Pacto: lo que allí se anticipó como promesa a los patriarcas ahora se establece como normativa para un grupo que se constituirá en pueblo a partir de entrar bajo el paraguas de la Ley. Un trazado temporal que anuda el pasado con el porvenir y sustenta la conciencia de la sucesión de generaciones.

Por eso esta alianza, según las fuentes, se confirma en dos signos: la circuncisión (brit milá, literalmente “pacto de circuncisión”, pero también, homofónicamente, “pacto de palabra”) y el shabat.

Curiosamente, ambos signos (ot brit, en hebreo: “letra del pacto”) consisten en una quita, en un menos. La circuncisión retira el prepucio, el shabat impone un cese del trabajo para todos. En ambos casos, el objetivo es poner un límite a la omnipotencia. Si la circuncisión se ejecuta en el miembro masculino, es para anoticiar al hombre de su incompletud, de su imposibilidad de ser todo, tenerlo todo, poderlo todo, saberlo todo. El shabat, por su parte, acota el poder del padre sobre el hijo, del amo sobre el siervo, del campesino sobre la tierra, del humano sobre el entorno, de cada quien sobre su prójimo. No a la dominación, no a la explotación… ¡Kant leyó muy bien estos principios!

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En efecto, este nuevo credo, más que una adición o un agregado, se impone a partir de la falta. Tal vez no sea casual que “circuncisión” y “palabra” suenen igual: milá… En ambos casos, lo que se produce es un corte. Recordemos que en el mismo episodio en que IHVH le ordena al patriarca circuncidarse, también efectúa un quiebre en el nombre: ya no será Abram sino Abraham, con esa “h” en el medio, un hiato que introduce una suerte de agujero en medio de lo compacto. La “h” es una de las letras del nombre divino… es decir, representa la Ley. A partir de ahora el hombre, el extranjero que dará inicio al nuevo linaje, andará por el mundo como incompleto, agujereado, desprovisto de “enteridad”... Y será eso lo que deba transmitir, porque, parafraseando a Lacan, solo se transmite lo que falla.

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No muy lejos anda la antropología de Lévi-Strauss, cuando afirma que el pasaje de la naturaleza a la cultura es la primera protoley de la humanidad: la prohibición de incesto. O sea, algo que dice “no”. Que pone límite, que impide la totalidad.

En suma, la “espiritualidad” freudiana no sería otra cosa que una poética del corte.

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Extranjería, autoctonía… y confusión

Si la estructura del judaísmo es esa poética del corte, se entiende mejor qué significa la noción de tierra prometida y el ideal sionista. Es, como todo lo judío, un ideal agujereado: de ahí que el relato bíblico alterne ese sueño de patria permanente con episodios y festividades que celebran lo transitorio y frágil. En la Biblia hebrea conviven versos donde se añora esa patria perdida: “Si me olvidare de ti, Jerusalén…” “Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos recordando a Sión” (Salmo 137), y a la vez se insta a habitar en viviendas temporarias. Como advirtiendo del peligro de quedar anclado en la posesión, adherido a la fijeza del terruño. El ideal de la tierra prometida es válido y legítimo en la medida en que se recuerde que también ahí somos extranjeros… como lo es siempre y en todas partes el humano, no por tener una “esencia espiritual” que reniega de lo material, sino por nuestra estofa de seres hablantes y legales. Somos, en efecto, extranjeros (arrojados, diría el existencialismo) de la Naturaleza, exiliados del Paraíso que es, por definición, perdido. En ese sentido, el judaísmo no conlleva diferencia alguna con el resto de la especie: solo pone a la vista esa condición. Lo distinto consiste en que, en vez de quedar atrapado en la nostalgia de lo que nunca hubo o en el lamento por la falta, la asume y la hace producir.

De ahí que el exilio revista, en el judaísmo, un carácter diferente al que puede implicar en otras culturas. Recordemos que Sócrates, cuando es juzgado y condenado por el tribunal de Atenas, entre la cicuta y el destierro elige la cicuta. “Si me voy de mi polis, dice, ya no seré Sócrates”.

Abraham, en una postura claramente antisocrática, intuye que solo será quien deba ser si se aleja de su tierra. Al modo de la divinidad que se autopresenta como “Seré lo que seré”..., fórmula irreductible a una identidad fija, ese “Soy el que soy” de las malas traducciones, una frase tautológica y autocontenida. El futuro que enuncia el nombre divino es, por el contrario, un salirse de sí, un exilio de la mismidad.

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De modo que llegar a la tierra, sembrar y cosechar pero, también, periódicamente habitar en cabañas, no son órdenes contradictorias. Más bien, la segunda es condición necesaria de la primera. Se dibuja así la tensión entre sedentarismo y exilio, lo exterior en el interior, lo frágil en lo seguro, lo impropio en lo propio, la extranjería en la soberanía. Lo abierto en lo cerrado. Lo provisorio en lo permanente. Los términos aparentemente opuestos son más bien aspectos de una realidad compleja y múltiple, no elementos cuya contradicción se anularía en una supuesta síntesis. Sin dialéctica que cierre y resuelva el conflicto, lo judío es diverso y heterogéneo.

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(Agamben y otros “intelectuales”) no han leído a Isaiah Berlin. Vale la pena transcribir un extenso fragmento de su texto sobre el tema, La curación de la ostra:

Un pueblo condenado a ser una minoría en todas partes, dependiente de la buena voluntad, o tolerancia, o mera indiferencia de la mayoría, y en consecuencia ser consciente de su propia condición insegura, de su constante necesidad de agradar, o al menos no disgustar a las naciones en cuyo seno habita, no puede alcanzar un desarrollo normal completo, ya sea individual o colectivo. [...] La continua sensación de desamparo por cerca de dos mil años no puede sino crear una distorsión de la personalidad, el deseo de protegerse a sí mismos mediante el aislamiento o una ansiedad o una agresividad defensiva. […] La cura sionista fue la posibilidad de llevar la vida de un pueblo libre en su propia tierra. La famosa definición de libertad de Hegel –“estar en casa”– es la única manera de sanar las heridas que tan anormal situación inevitablemente causan: una condición que, a veces, como puede hacerlo el sufrimiento, encuentra expresión en obras de gran talento creativo e, incluso, de genio.

En estos párrafos, parte de su discurso en el Congreso Judío Mundial de Jerusalén de 1985, Berlin señala la excepcionalidad de la situación de los judíos en el mundo, que ha dado origen a algunas de las obras más geniales de la cultura. Y agrega: “Pero el precio fue quizá demasiado alto. Y las obras de talento o genio fueron frecuentemente perturbadas, atormentadas en una forma peculiar. Fueron voces del exilio […] De aquellos que miran a la sociedad desde afuera y tienen, por eso, una mirada más clara de la vida de la mayoría. Una conciencia más profunda de parte de individuos dotados, lograda a causa de indecibles sufrimientos de comunidades enteras, seguramente no puede ser aceptada como natural o inevitable”.

Berlin nombra a escritores y músicos cuyo genio parece directamente vinculado a esa peculiar situación de exiliados. Artistas con una aguda sensibilidad y una fina percepción de los padecimientos humanos; sujetos divididos en un sentido literal…

Cientos de miles de ostras sufren de la enfermedad que ocasionalmente genera una perla. Pero supongamos que una ostra te dice: “Quiero vivir una vida ordinaria, decente, común, saludable, una vida ‘óstrica’. Incluso si no produzco ninguna perla. Estoy preparada para sacrificar esa posibilidad a cambio de una vida libre de enfermedad social, una vida en la que no necesite mirar sobre mi hombro para ver cómo me ven los otros, una vida en la que conscientemente quiera permanecer”.

¿Cuántos de los más afamados “pensadores progresistas” deberían sentirse aludidos por estas palabras? ¿No es esta postura de exigirles a los judíos méritos y valores que no se esperan de ningún otro pueblo una hipocresía moral y una bajeza política? ¿No resulta esa demanda una de las más artificiosas y perversas formas de antisemitismo, disfrazado de alabanza? Si el sionismo pervierte la “esencia judía”, ¿consistiría tal esencia en ser un perpetuo huésped y un eterno desterrado? ¿No es esta una manera solapada de seguir haciendo del judío un chivo expiatorio? Sigue Berlin: “Hay algunos entre nosotros que buscan hacer una virtud de la desgracia, y ven la misión del pueblo judío como el deber de ser testigo de la verdad, la justicia, la vida del espíritu, no importa cuán impopular se vuelvan por eso o cuánta persecución deban soportar.

Esas personas creen que la misión de los judíos es atacar las ideas aceptadas, desafiar la autoridad, proclamar verdades impopulares y perturbadoras, y sufrir el martirio en el proceso. [...] Depositar en los judíos la carga de ser el Savonarola de las naciones […] no me parece otra cosa que hacer una virtud del padecimiento, una racionalización del sufrimiento inmerecido. Algo muy cercano a celebrar la persecución colectiva como un factor necesario para el progreso de la humanidad”.

Y, como si le hablara directamente a los Agamben de este mundo, agrega: “Sé que hay quienes creen que si el Estado judío es simplemente una nación entre otras, con las virtudes y defectos, éxitos y fracasos que la existencia nacional involucra en el mundo moderno, si lleva a una existencia normal, si no es un templo sagrado dedicado al servicio y la salvación de la humanidad, no será el noble objetivo para el que fue creado el sionismo. Disiento con eso”.

Con sencillez, agudeza y claridad, Berlin denuncia una de las más nefastas imposturas de la intelectualidad contemporánea, aquella que se declara antisionista “pero no antisemita”. La idealización de lo judío (igual que, por caso, la de la mujer) no es sino una máscara del más inconfesable desprecio.

☛ Título: Los impuros

☛ Autor: Sperling Diana

☛ Editorial: Ariel

☛ Edición: Septiembre de 2025

☛ Páginas: 256

Datos del autora

Diana Sperling. Buenos Aires, Argentina, 1948. Filósofa, escritora, docente, cursó Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires y recibió su doctorado en Filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba. Aunque, según ella misma dice, su formación más relevante proviene de los grupos de estudio sobre Kant, Nietzsche y otros pensadores, en los que participó durante más de quince años.

En simultáneo con su formación filosófica emprendió estudios sobre judaísmo, ingresando al instituto de formación de adultos del Seminario Rabínico Latinoamericano, en Buenos Aires, donde se desempeñó como docente.