La escuela pareciera haber perdido el rumbo, haber perdido de vista para qué existe. Pareciera creer que solo está ahí para enseñar a los que vienen preparados y con sed de aprender. El sistema educativo es un mecanismo gigante que da la impresión de que funciona bien para los aptos, los que están listos, los que atienden, los que se quedan sentados y levantan la mano, los que hacen la tarea (solos), los que tienen todos los materiales y los traen a tiempo, los que nacieron en un hogar con oportunidades, aquellos a los que la mamá, el papá o un abuelo o tía les lee, aquellos en cuyos hogares hay libros, los sedientos. Para los otros, funciona mal o, incluso, no funciona.
Mora va a segundo grado. Me abraza fuerte cuando entro de visita a su aula con la supervisora que me lleva de recorrida. Luego del lío inicial que le provocamos a la seño, todos vuelven a sus lugares y la clase continúa muy animada. Cuando me siento al fondo para disfrutar de lo que está pasando, Mora se me acerca subrepticiamente y me susurra: “Estoy nerviosa, porque no sé si voy a pasar de grado”. Estamos casi a fin de año. En el recreo se queda conmigo y le pido que me traiga su cuaderno. Se lo ve completo, con una caligrafía bastante buena que me permite entender lo que está escrito. “A ver”, le pregunto, “¿qué dice acá?”. Se apura y me responde: “Es que no sé leer”. Veo que reconoce las letras y que es una perfecta copista. Sus ojitos me piden, me ruegan, que la ayude. A mí se me desgarra el alma. Enseguida la animo y la aliento para que se convenza de que va a poder y sale con todos al recreo.
Esto pasa, aunque tenemos excelentes docentes. Nos rasgamos las vestiduras porque los estudiantes no comprenden, porque los datos de las pruebas internacionales dan mal, porque los niños no tienen habilidades lectoras. ¿De qué habilidades hablamos, si no permitimos a los docentes enseñar a leer y escribir como las neurociencias indican?
Escribo estas páginas con la esperanza férrea de que despertemos.
De que la sociedad toda despierte. La escuela sola no puede. Los docentes solos no pueden. Necesitamos una sociedad que, una vez más, le dé un mandato concreto a la escuela: que todos los niños aprendan a leer y escribir en primer grado para así, luego, leer para aprender toda la vida.
Joaquina
Es invierno y Tandil, mi ciudad, es siempre una de las tres o cuatro ciudades más frías de la Argentina. En estas semanas los charcos, las lagunas, los bebederos en el campo y hasta el lago amanecen congelados.
Mi nieta Joaquina tiene tres meses. Llega a casa, de visita, toda emponchada y, mientras la desabrigo, le hablo, la beso y la toco. Piel con piel, piel con piel le canto a modo de arrullo. Le hago mimos en la nuca, en ese rollito divino que se le hace entre la cabeza y la espalda. Pongo su cachete contra mi cachete, descubro sus pies y le hago masajes. Es que los humanos necesitamos de otro humano que nos ingrese al parque humano. Así lo explicaba Estanislao Antelo, mi profe de la facultad.
Joaquina no para de balbucear, hace ajó y ruiditos de todo tipo siguiendo mi charla y mi canto. Todo el tiempo parece que conversa, sigue mis ojos con los suyos y pone su boca de distintas formas probando diferentes sonidos. Prueba su voz y se entrega toda a mí, completamente confiada.
Joaqui va a hablar solo por habernos escuchado a todos hablar. Nuestro cerebro viene cableado para hablar. Comenzamos a hacerlo naturalmente, por ósmosis, por contagio. No hay bebés que vayan a una academia para aprender a hablar: hablamos porque tenemos predeterminada esa posibilidad en nuestro cerebro. Solo pasa de potencia a acto.
Nuestro cerebro no viene cableado para leer y escribir
Así como el habla es algo completamente natural, no pasa lo mismo con la escritura y la lectura. Nuestro cerebro no tiene un área para ello. Lo que el cerebro hace, de un modo increíble, es usar una zona que tenemos desde que nacemos y con la que reconocemos objetos y transformarla para poder leer y escribir. A través de la enseñanza explícita, nuestro cerebro logra un proceso casi milagroso: advertir que la a no es un objeto sino una letra que tiene un sonido asociado. Este es el proceso más importante y emocionante que llevan adelante los alfabetizadores. Todas las maestras que enseñaron en primer grado te van a hablar de primera mano acerca de ese momento casi mágico en el que un niño comienza a leer.
Pero eso era antes: hace unos 30 años, en la Argentina y otros países, se dejó de pensar que los niños tenían que poder leer y escribir en primer grado. Distintas voces se convencieron de que enseñar explícitamente los sonidos y las letras era autoritario: “No se puede enseñar que la a suena aaa y se escribe ‘a’”, dijeron. Hay que dejar que los niños lo descubran solos. Creyeron, creímos, que, así como Joaquina balbucea y va probando su boca en distintas posiciones, así, solitos, solitos íbamos a aprender el sistema alfabético, el sistema de escritura y, por ende, la lectura.
Ya sé que suena a locura: una locura que nos llevó a datos escalofriantes que tenemos hoy. Una locura que ha ignorado que saber leer y escribir es un derecho humano básico. Esto no le pasa solo a la Argentina. Jaime Saavedra, director de Desarrollo Humano para América Latina y el Caribe del Banco Mundial, compartió nuevos datos terribles en Bogotá, en el Foro Regional 2023: explicó que, en la última década, en los países con ingresos medios y bajos, el 50% de los niños no podía leer y comprender un texto sencillo a los 10 años. Ese porcentaje ascendió al 70% en la era poscovid. Además, mostró que la disminución de aprendizajes en América Latina y el Caribe es la más alta del mundo. El director resaltó que es la crisis más grave de los últimos 100 años y que por ella 24 millones de estudiantes adicionales abandonarán el sistema escolar a nivel global. Conclusión: aumentará el analfabetismo, en todas sus variantes, si los gobiernos no intervienen decididamente.
La historia de Leti
Hace algunas semanas, paseando por el centro, me encontré con tres niños pidiendo helado en la puerta de una heladería, una realidad triste y desgarradora que se volvió muy común por estas latitudes. Inmediatamente los invité a entrar para que eligieran el helado que deseaban. Eran tres hermanos. Dos varones y una mujer. Les dije que ellos mismos elegirían los gustos leyendo del colorido tablero típico de las heladerías. El más pequeño fue quien se animó primero. Me contó que estaba en tercer grado. Leyó con dificultad y a mitad de la lista decidió rápidamente que quería de chocolate y frutilla. El segundo me informa que tiene 11 años.
Lee con más fluidez, pero con dificultad. Lo animo para que lea el listado completo, lo ayudo con lectura en eco, se va soltando lentamente y lo logra. Me mira feliz y hace su elección. Ahora es el turno de Leti, la más grande. Es una niña muy bonita y con una carita despierta y alegre. Me dice que tiene 13 años. “Bueno, Leti”, le anuncio, “ahora te toca a vos”. El hermano salta enseguida: “No, no, ella no va a poder”. “¿Cómo que no va a poder?”, pregunto. “Vamos, Leti”, la entusiasmo. Ella ya había anunciado que también quería chocolate y frutilla, para no tener que leer (cosa que les sucede a tantos alumnos que se traban de solo pensar que no van a poder). La animo y lo intenta. No puede pasar de decir c, c, c mientras intenta leer “chocolate”. Entre los tres la ayudamos y celebramos sus pequeños logros. Con pavura confirmo lo que expresaron sus hermanos: Leti no puede leer. El heladero rellena los tres cucuruchos y los veo partir felices hacia la plaza. Mi corazón no resiste la tristeza y la angustia: ¿a cuántas adolescentes como Leti estamos dejando afuera de, como decía Borges en la entrevista que le hicieron en la Biblioteca Nacional, “una de las formas de la felicidad”? ¿A cuántas como Leti no les hemos dado la oportunidad de aprender ese proceso, casi mágico, que nos hace más humanos y nos permite aprender para siempre?
Aprender a leer transforma nuestro cerebro: el cerebro de una persona analfabeta es distinto al de alguien que sabe leer. El cerebro de Leti aún no pudo transformarse como el de sus hermanos. Necesita urgente que se le enseñe para que pueda aprender.
Analfabetismo y pobreza
A partir de un estudio realizado por el Observatorio Argentinos por la Educación, sabemos que solo el 43% de los alumnos finaliza la escuela primaria con los conocimientos necesarios sobre Matemática y Lengua. Es impactante advertir cuánto se parece esa cifra a esta otra: el 54% de los niños son pobres en la Argentina.
¿Se dan cuenta? Un porcentaje está empujando al otro como una topadora que lleva a todas esas nuevas generaciones a un vacío del que será dificilísimo volver. Para muchos pueden parecer solo datos. Para los que estamos en educación y “vivimos” la escuela, son personitas que llegan, muchas veces, en desventaja a una institución que no está preparada para darles todo lo que necesitan.
Necesitaríamos que la escuela pudiera brindar a esos alumnos hábitos que quizás no tienen, de higiene, de alimentación, de respeto a las normas de convivencia. Pero, además, necesitamos que trabajen el lenguaje oral, la motricidad fina y la atención para poder aprender todo lo que la escuela debe enseñar. ¿Entonces? La escuela debe elegir el camino más directo, más claro, el que más evidencia científica tiene para enseñar lo más importante: leer y escribir. Es que una vez que los alumnos logran ese paso fundamental pasan de aprender a leer a leer para aprender.
La mayor tristeza es que, si esos chicos no aprenden, puede que abandonen la escuela; de ahí a la calle, a la droga y a la delincuencia hay pocos pasos... Y sigue el ciclo... Esto está arrastrando a miles de niños al abismo.
Enseñanza explícita para aprender a leer y a escribir
Como les decía, el cerebro no viene “cableado” para leer. La razón se comprende fácilmente con el sentido común: la escritura existe recién desde hace unos 5.000 años; entonces, ¿qué sentido tiene que el cerebro venga con un área lista para ello? Se considera que las primeras técnicas de escritura son del cuarto milenio a. C.
Luego ese sistema creado en Oriente Medio y Egipto se extendió con rapidez a las áreas culturales cercanas y es el origen de la mayoría de las escrituras del mundo.
Hay evidencia de investigación, desde la teoría de la lectura en el mundo entero, de qué es lo que necesita hacer el cerebro humano para leer. Para lograrlo, el cerebro humano transforma un área que tenemos al nacer para reconocer caras y objetos. Para eso, hay que hacer ciertas cosas. Y la primera, y la más importante, es enseñar explícitamente el sistema de escritura. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que hay que enseñar explícitamente las letras y sus sonidos. Sin ese paso, no aprendemos a leer.
Experimenté esto apenas aterricé en un aeropuerto de Tokio. Por más que había visto la escritura japonesa un sinfín de veces, otra cosa muy diferente es tener que mirar un cartel y comprender qué dice para saber qué hacer y a dónde ir. ¿Por dónde empiezo a comprender algo de este idioma? Porque alguien te puede mostrar un escrito en japonés y, no importa cuánto lo intentes, no vas a poder leerlo, a menos que alguien te haya mostrado cómo suenan los signos del japonés.
Para enseñar a leer y escribir en español, el cerebro necesita el alimento básico que comienza por conocer qué sonido hay detrás de cada letra o grafema. Para leer, necesito decodificar eso que veo. Y para decodificar necesito, por ejemplo, en español, saber que esta es la a, esta es la m, y que, si pongo la m con la a, leo “ma”. Pero, además, no alcanza con que me lo muestren una vez, necesito mucha práctica, si no el cerebro no marca el camino.
Mariela es maestra de primer grado en una zona serrana de Córdoba. Hace años que enseña y sufre cuando sus alumnos no aprenden a leer y escribir en primer grado. Aunque probó distintos caminos, hasta ahora no se había animado a la “rebeldía total”. ¿Cuál sería esa rebeldía? Enseñar los sonidos y las letras, algo que está prohibido en la mayoría de los sistemas educativos de la región. Eso es “romper las reglas” y enseñar con base en la conciencia fonológica. Se capacitó sola, consiguió material sola, pidió permiso a su directora y arrancó. Por primera vez en años, pasadas las vacaciones de invierno todos sus alumnos leen. El entusiasmo en el aula es total. La ilusión de los alumnos que comienzan a leer y escribir llena el aula de energía positiva. Nadie quiere faltar, nadie quiere perderse un día de esta maravillosa aventura de aprender.
Con muchas “Marielas”, es probable que logremos revertir este porcentaje: en la Argentina, solo el 14% de los alumnos se ubica en el nivel de desempeño más alto en lectura.
¿Qué nos está pasando?
Me contactan maestros y profesores desesperados porque sus alumnos no aprenden, pero, más aún, porque el sistema no les permite buscar otro camino (basado en evidencia) para intentar que aprendan. Pareciera que, en muchos sistemas educativos, el dogma y la ideología están primero, olvidándose de que el psicólogo y pedagogo estadounidense Jerome Bruner ya nos dijo que cualquier persona puede aprender si el método de enseñanza es el adecuado.
No me deja de asombrar que, cuando explico eso de que “el cerebro no viene cableado para poder leer”, los docentes se sorprenden. Nadie nos enseñó eso. Siempre nos dijeron “a leer se aprende leyendo y a escribir se aprende escribiendo”. “Es natural”, nos dijeron. Lo tenemos marcado a fuego. Hace, por lo menos, 30 años que nos dicen que se aprende a leer del mismo modo que se aprende a hablar. Lo increíble es que no veamos, o no queramos ver, la cantidad de alumnos que no aprenden. Son miles. Son más de la mitad, en muchos casos. Si fuera natural, si el cerebro estuviese preparado para ello, todos aprenderían, no existirían los analfabetos.
Hoy me preocupa, además, que no les estemos diciendo esto a las mamás desde la sala de partos. En los hospitales y maternidades deberíamos explicar a las mamás cuáles son las etapas fundamentales de los bebés para el aprendizaje. Cómo deben incentivarlos con pequeños gestos y qué cosas sencillas pueden ellas y sus familias hacer para desarrollar sus habilidades motoras y verbales. Habilidades que incluirán su capacidad de atención y el desarrollo de vocabulario, para sentar así las bases para eso que nos hace tan humanos: leer y escribir.
Muchos sistemas educativos siguen basándose solo en ciencias como la psicología, la filosofía y la pedagogía, que, por supuesto, hacen grandes aportes a la educación, sin considerar los avances increíbles realizados en los últimos 30 años sobre cómo funciona el cerebro para aprender.
¿Por qué en la Argentina y otros países creímos que enseñar explícitamente es autoritario?
Antelo, el profe, también decía: “El que en-seña hace señas”. Enseñar es hacer señas. Mostrar por dónde se podría ir. Hacer señas claras y explícitas como hacen los señaleros de aviación, en los aeropuertos, esos señores a quienes vemos y, quizás, creemos que no son importantes. Pero son profesionales altamente entrenados que desempeñan un rol crítico en la seguridad operativa de la aviación. El educador hace señas mucho más importantes aún; debe hacer señas. No es: “Te dejo para que lo hagas solito”. Hacer señas es enseñar explícitamente. Develar los secretos. Parece que hoy le tenemos miedo a la enseñanza explícita.
Una posible razón es que, en algún punto de nuestra historia, se unió la enseñanza explícita con el autoritarismo, que sería como decir: “Si le vas a enseñar explícitamente algo a alguien, estás siendo autoritario e impidiendo su libertad”. Parece que dijeran:
“Dejémoslo solo y esperemos que él mismo lo deduzca y lo construya”. Solo hay que esperar que haga su clic. Claro que, cuando enseño, no alcanza solo con hacer señas: tendremos que lograr que ese alumno se involucre para que comprenda. Luego habrá que guiarlo para que lo reitere las veces que sea necesario hasta que lo internalice, hasta que transite ese caminito que el cerebro necesita para guardar algo en la memoria.
Nuestros alumnos nos están pidiendo a gritos: “Por favor, seño, profe, enseñame, mostrame cómo es, cómo puedo hacer”. Es que, si te dan una plancha y nunca viste una en tu vida y no te explican para qué es, pero te la muestran y te dicen: “Esto es una plancha”, puede ser que la uses solo para que los papeles no se vuelen. Si alguien te enseña que la plancha es para planchar, que se enchufa y que plancha las prendas de tal o cual manera, entonces vas a comprender todo. ¿Qué sentido tiene esperar a que esa persona haga clic si lo podemos enseñar explícitamente?
Y si no, ¿cómo puede ser que de pronto, en un país como la Argentina, que fue líder de educación en la región, los niños hayan dejado de aprender?
☛ Título: No aprendimos nada
☛ Autora: Victoria Zorraquín
☛ Editorial: El Ateneo
☛ Edición: 2025
☛ Páginas: 192
Datos de la autora
Victoria Zorraquín es profesora, licenciada y magíster en Educación.
Nació y creció en CABA, pero hace 37 años que vive en Tandil con su marido, lugar que ama y donde crecieron sus cinco hijos y ahora su nieta, Joaquina.
Fundó la ONG Educere-Argentina y desde allí conforma equipos de trabajo para proyectos de innovación y mejora educativa. Publica notas de opinión en diferentes medios y desde su IG @victoriazorraquin es divulgadora de temas vinculados a la alfabetización y a la educación.
u Dicta conferencias y coordina talleres para docentes y directivos, pero le apasiona hablar de educación a la gente común, a la sociedad en general.