La carátula de un número reciente de la National Review mostraba una lágrima que se desliza por la mejilla de Adam Smith. Por si no lo recuerda el lector, éste fue el fundador de la teoría económica moderna y paladín del mercado libre, mientras que National Review es uno de los órganos más estridentes de la ultraderecha norteamericana.
La lágrima de Adam Smith simboliza la tristeza que sentía ese sector politico al ver que Dubya, a quien adoraba tanto como despreciaba, anunciaba desde el Rosedal de la Casa Blanca el entierro del capitalismo desbocado que dominó la política norteamericana desde Ronald Reagan.
En efecto, el presidente Bush (h) acababa de anunciar que su gobierno regalaría 700 mil millones de dólares a los bancos que estaban en bancarrota debido a su incompetencia, deshonestidad y codicia.
Pocos días después, el mismo desventurado presidente de la que fuera la única superpotencia restante anunciaba que su gobierno nacionalizaría parcialmente unos cuantos bancos otrora prósperos.
La franja extremista de su partido puso el grito en el cielo o, mejor dicho, en el infierno: ¡eso es socialismo! Al igual que Lenin y Stalin, confundían socialismo con estatismo.
Adam Smith les hubiera aplicado a esos banqueros fracasados su política de laissez faire: les habría dejado fundirse, y con ellos a su clientela, casi toda gente humilde.
La semana siguiente, Alan Greenspan, quien presidiera el Banco Central de los Estados Unidos durante 18 años, declaró en el Congreso que la súbita crisis lo había tomado por sorpresa y que no la entendía.
Al preguntársele si se arrepentía por haber preconizado y logrado la eliminación de controles estatales a la actividad financiera, admitió haberse equivocado y reconoció que es precisa alguna intervención estatal en la actividad económica privada, para evitar lo que los mexicanos llaman el “desmadre”.
El caso de Greenspan tiene especial interés para los economistas, porque este individuo fue un fiel discípulo de la escuela austriaca de economía, encabezada por Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek y Murray Rothbard. Esta escuela se hizo famosa en los Estados Unidos gracias en parte a la campaña de Ayn Rand (el seudónimo de Alisa Rosenbaum).
Esta mujer formidable fue una novelista y ensayista enormemente popular, aunque sin otra credencial académica que una licenciatura en pedagogía obtenida en la Universidad de San Petersburgo, poco antes de emigrar a los Estados Unidos.
El joven Greenspan fue miembro del círculo íntimo de Ayn Rand en Nueva York. De ella aprendió su “egoísmo racional”, así como su “anarco-capitalismo” y su oposición visceral a toda reforma social. Greenspan declaró que siempre había creído que el egoísmo que aprendió de su admirada Ayn Rand, y tan natural en quienes manejan dinero ajeno, les impediría a los banqueros asumir riesgos irracionales.
Ni la maestra ni su mejor alumno entendieron que una sociedad de egoístas es tan imposible como un partido anarquista, ya que no hay convivencia sin toma y daca.
Además, la expresión “ética egoísta” es contradictoria, porque la ética se ocupa de la conducta moral, la que es pro social, no antisocial. Tampoco entendió el banquero de banqueros que los bancos no pueden prosperar si no gozan de la confianza de sus clientes, y que para merecer tal confianza deben limitar su codicia, su afán por explotar y su estupidez.
En todo caso, la National Review tenía razón: Bush, paladín del capitalismo decimonónico, lo estaba enterrando. Ronald Reagan, Margaret Thatcher y el general Pinochet, así como Milton Friedman, Frederick Hayek, Ludwig von Mises y los demás economistas al servicio de los súper ricos, se hubieran escandalizado. Y Adam Smith hubiera derramado una lágrima por el fallecimiento de la política de laissez faire.
Pero la National Review se cuidó de mostrar la otra mejilla de Adam Smith: también sobre ésta corría una lágrima, aunque por un motivo distinto: porque el gobierno de Cheney-Bush prometía nuevos cortes al impuesto a los réditos.
En efecto, Smith era partidario del impuesto a la renta y a la vivienda, y en particular al progresivo, al que aumenta exponencialmente con la riqueza. En efecto, en su magistral obra La riqueza de las naciones, de 1776, Smith alega elocuentemente en favor del impuesto a los ricos.
En el Volumen 2, Capítulo V, Parte II, Artículo 1 de su manual del capitalismo, Smith escribió: “Los artículos de primera necesidad ocasionan la mayor parte del gasto de los pobres. Les resulta difícil conseguir alimentos, y gastan la mayor parte de lo poco que ganan en obtenerlos. Los lujos y las vanidades de la vida ocasionan los principales gastos de los ricos; y una casa magnífica embellece y exhibe de la mejor manera los demás lujos y vanidades que poseen. Por consiguiente, un impuesto a las rentas provenientes de la vivienda pesaría más sobre los ricos; y tal vez una desigualdad de esta clase no sería nada irrazonable. No es muy irrazonable el que los ricos contribuyan al gasto público, no sólo en proporción a su ingreso, sino en algo más que en esa proporción”.
En resumen, Adam Smith era favorable a la imposición progresiva, de modo que le hubiera escandalizado la política impositiva de los gobiernos reaccionarios. En particular, le hubiera parecido escandaloso el hecho, denunciado hace poco en el Congreso norteamericano, de que sólo una de cada tres corporaciones paga los impuestos que le corresponde.
Esta postura de Smith no debe extrañar, ya que, antes de dedicarse a la teoría económica, había sido profesor de ética y se había especializado en los sentimientos morales, en particular la simpatía y la empatía, a los que consideraba la raíz de la conducta moral.
Por esto, a quienes hemos leído al menos en parte su libro monumental, no nos extraña que se horrorizase de los sufrimientos de los pobres de su época, en particular de los campesinos sin tierra, cuyos hijos no llegaban a cumplir 10 años de edad debido a la grave desnutrición.
Tampoco le hubiera gustado saber que Gran Bretaña sigue siendo, de todas las naciones prósperas, la de mayor pobreza infantil, a la par que los Estados Unidos es uno de los de mayor mortalidad infantil. En resumen, Adam Smith no fue el conservador que imaginan quienes no lo han leído. Al contrario, fue progresista en su lucha contra los terratenientes, en su denuncia de la miseria, en su defensa del impuesto progresivo a la riqueza y en su denuncia de la ausencia de libertad sindical.
Al fin y al cabo, todos sus grandes discípulos, los grandes economistas clásicos –David Ricardo, John Stuart Mill y Karl Marx– fueron socialistas (desgraciadamente, ninguno de los cuatro creyó en la democracia política).
Posiblemente, si viviera hoy, el gran escocés sería tildado de socialista. Pero le hubiera gustado saber que The New York Times, ese periódico conservador moderado, repudia las rebajas de impuestos a los ricos y patrocina la candidatura de Barack Obama, quien promete financiar nuevas inversiones sociales en salud y educación, aumentando el impuesto a los súper ricos.
(*) Filósofo