“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la época de la sabiduría y la época de la ingenuidad, el período de la fe y el período de la incredulidad, la era de la luz y la era de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos y nada poseíamos, caminábamos en dirección al cielo y nos precipitábamos al abismo”.
Escrita en 1859, la descripción de Charles Dickens sobre la Revolución Francesa narra, como si hubiera sido calcada a futuro, el inicio de la segunda revolución que conmovió al mundo: la soviética. La de 1789 en Francia y la de 1917 en Rusia están resumidas en unas pocas líneas que reflejan el tumulto, la esperanza y la desesperación de ambos estallidos sociales. Eran dos revoluciones con un objetivo común: derribar a las poderosas monarquías. Pero con orientaciones absolutamente opuestas: fundar la república y garantizar la libertad del hombre, la primera. Crear un Estado autoritario que impusiera el socialismo y la igualdad, la segunda. Es de esta última que nos ocuparemos en sucesivos artículos.
Aurora. El cielo y el mar Báltico nunca se separan. Durante siglos se han mirado mutuamente hasta confundirse en un solo plano infinito. Es tan profunda la relación entre ambos que logró borrar la línea del horizonte que seguramente, alguna vez, los separaba. Ya nadie puede distinguir a uno del otro porque forman una única transparencia.
El cielo es casi blanco, lechoso, y a medida que se baja la mirada se encuentra al mar con el mismo color y tan inmóvil como el cielo. El Báltico no se mueve porque no hay olas. Y el cielo tampoco porque no hay nubes que engañen con su pausado vuelo.
Sin nubes, sin olas, sin pájaros, el silencio es profundo e inquietante; tan inquietante que los oídos se rebelan ante el silencio y dejan escuchar los ruidos que produce en su interior la cabeza del observador.
El Báltico no tiene fin porque nada se vislumbra en el infinito pálido de su cuerpo estático. Es necesario arrojar una piedra que abra sus aguas y las mueva para comprobar que no es una gigantesca fotografía de un escenario teatral enclavado en el universo.
En ese mar espejado se encuentra el buque Aurora, cuya tripulación se unió a la revolución de febrero de 1917. Desde esa nave partió el disparo de cañón, señal que los bolcheviques esperaban para lanzarse a la toma del Palacio de Invierno. La imagen de su capitán, Aleksandr Bélyshey, elevando su brazo para dar la orden unos minutos antes de las diez de la noche, pobló el imaginario de millones de comunistas que en todo el mundo y a lo largo de varias décadas murieron combatiendo en los campos de batalla o en las oscuras celdas de las prisiones. Europeos, orientales, latinoamericanos, perdieron sus vidas emulando el gesto heroico que se repitió en Lenin, Trotsky, Stalin, Castro, Guevara y otros cuyos nombres se han perdido en las selvas o en las calles de cualquier ciudad del planeta. Un disparo en la helada noche de San Petersburgo cubierta de nieve detonó la más formidable aventura revolucionaria de la historia mundial, que cubrió los cinco continentes, que duró setenta años y que se derrumbó como un pájaro herido. Y todo fue allí, en el mar Báltico, tan pálido, sereno, silencioso y profundo.
¿Quién podía imaginar que la Revolución Rusa, el acontecimiento más formidable desde la Revolución Francesa, el episodio que transformó la vida de millones de seres en todo el planeta, sucumbiría como un tigre de papel y pasaría a ocupar los libros de historia como un episodio social indiferente para la mayoría de las personas del siglo XXI y sólo atractivo para estudiosos?
¿Quién podía imaginar que la palabra de los poetas que sufrieron las consecuencias de esa revolución y decidieron suicidarse o murieron en campos de concentración o fueron fusilados iba a perdurar mucho más que los soviets, mucho más que aquellas ideas-fuerza volcadas en interminables tomos hoy arrinconados en bibliotecas especializadas?
Stalin ha quedado identificado en la historia como el traidor al espíritu de la revolución; fueron sus decisiones, sus recelos, el ansia de poder absoluto los elementos que trastornaron la propuesta comunista y la convirtieron en una pradera cubierta de cadáveres. ¿Es así? ¿Es verdadera esa historia? Quizás habría que retroceder un poco para relativizar esa versión, por lo menos en lo que se refiere al campo del arte.
El arte y la estética soviéticos. Hasta ahora, el peso de la represión cultural soviética ha caído sobre Stalin, sin duda uno de grandes culpables de las purgas. Pero ¿cuál era la opinión de Lenin sobre la música clásica? ¿Qué pensaba Trotsky de la poesía? Para la primera guardia bolchevique –íconos intocables disculpados por la historia–, las expresiones artísticas independientes amenazaban el presente y el futuro de la revolución.
La imposición estética aplicada luego de la toma del poder significó que una buena parte de la brillante intelectualidad de principios del siglo XX fuera exterminada. En campos de concentración, en cárceles o directamente en paredones de fusilamiento perecieron poetas, dramaturgos, filósofos, artistas plásticos y músicos.
¿En qué momento se rompió el vínculo entre aquellos intelectuales y creadores que habían apoyado inicialmente la revolución y la dirigencia bolchevique? ¿Cuáles eran los riesgos que provocaban en la naciente sociedad socialista los poemas, novelas, cuentos, pinturas, obras de teatro y ensayos de cientos de hombres y mujeres que hasta poco antes se habían enfrentado al despotismo zarista con sus obras? ¿Cómo fue el zigzagueante proceso que comenzó a cerrar el círculo de represión, censura y muerte sobre las ideas y el pensamiento creativo? La serie de artículos abordará algunos de los trágicos recorridos de Anna Ajmatova, Nicolai Gumiliov, Osip Mandelstam, Vsievolod Meyerhold, Boris Pilniak, Marina Tsvetaieva, Sergei Eisenstein, Sergei Esenin, Isaak Babel, Mijail Bulgákov, Karl Radek, Daniel Andréiev, Alexandr Arósev, Leopold Averbaj, Ilia Ehrenburg, Avel Enukidze, Pavel Florenski, Boris Gúber, Iván Katáiev, Sergei Klichkov, Nicolai Kliuiev, Mijail Coltsov, Pierets Markish, Salomón Mijoels, Vladimir Narbut, Mijail Osorguin, Valerian Pravdujin, Ivan Pribludini, Olieg Vólkov, Aleksandr Voronski, Nicolai Zabolotski, Nicolai Zarudin. Como se advierte, la lista es tan extensa que se elegirán los casos más representativos.
Nos detendremos en las polémicas más significativas entre quienes seguían justificando los “inevitables excesos” para garantizar una revolución incipiente y quienes comenzaban a denunciar la represión que se descargaba sin pausa sobre todo pensamiento o acto creativo independiente de la doctrina oficial: André Malraux, Arthur Koestler, Arthur London, Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Walter Benjamin, Isaiah Berlin, Joseph Brodsky, Remo Bodei, Igor Golomshtok, Melvin Lasky, Isaac Deutscher, Ryszard Kapuscinski, entre otros.
Este año, cuando se cumple un siglo de esa revolución, revisaremos la historia de los intelectuales más importantes que cayeron víctimas de esa gesta que pretendía ser libertaria. En sucesivos artículos veremos sus vidas, sus tragedias.
*Escritor y periodista.