“Si me preguntan qué es el tiempo, lo sé; si me piden que explique lo que es, no puedo”, dice san Agustín en sus Meditaciones. Se podría decir lo mismo del peronismo. Cuando vivía en Brasil, un amigo brasileño me confesó: “Les he preguntado sobre el peronismo a varios argentinos a los que conozco y ninguno me respondió lo mismo. Aunque todos tenían una opinión formada, a veces parecía que hablaban de cosas diferentes”. Es posible que a muchos lectores les quede la misma impresión luego de leer estos trabajos. No es casual que dos de sus autores, sin haberse consultado entre ellos, hayan elegido la expresión “objeto político no identificado” (OPNI) para referirse a él. El peronismo es un hecho genuinamente argentino. Por supuesto que tiene rasgos comunes con otras expresiones políticas de diversas partes del mundo, pero los combina en una forma única. No es una corriente política a la que uno adhiera por sus propuestas. El peronismo es una identidad. Es un acto de fe. Siempre pensé que la “doctrina” peronista, que sus veinte “verdades” no eran más que una mezcla de los consejos de San Martín a su hija Merceditas con los Diez Mandamientos. Sé que muchos intelectuales y pensadores han rastreado las raíces ideológicas del peronismo y han defendido que Perón supo construir una doctrina coherente. Pero a mí Perón siempre me pareció más preocupado por cómo conducir –por “persuadir”, como le gustaba repetir ya convertido en león herbívoro– que por atarse a principios ideológicos o doctrinarios muy firmes. “Sólo un verdadero peronista es capaz de entonar la marcha. Aunque la marcha suene como rock and roll, chachachá o música electrónica, según las modas, según quién la toque y el momento histórico”, dice el periodista Carlos Tromben. Sé que es políticamente incorrecto, pero siempre me gustó esa ductilidad peronista, que lo importante fuera la empatía con los humildes antes que la fidelidad a principios sacrosantos que suelen traducirse en sangre y más sangre. Creo, además, que el término “doctrina” no es gratuito. Es una palabra que remite claramente a la raíz religiosa –católica, para más datos– que explica la esencia peronista. El peronismo es un acto de fe. Un creyente no cree por estar convencido de la validez de aquello en lo que cree. Un cristiano no cree en la Santísima Trinidad porque piense que Dios tiene múltiples personalidades. Un creyente cree porque una fuerza poderosa –un “don”, para el cristianismo– lo empuja a creer y le da una identidad. “Creer es tener la certeza de lo que no se ve”, decía san Pablo. Y es una máxima que se aplica perfectamente al peronismo. “Con nosotros, los peronistas, no tiene lugar la política correcta y racional”, escribió Antonio Cafiero en su libro de memorias Militancia sin tiempo. De su lectura se deduce que, para quien terminó siendo uno de los símbolos de la identidad peronista, su adhesión al peronismo era de la misma naturaleza que su fe católica y su pasión por Boca Juniors. Y Cafiero define a un militante como alguien que “predica la doctrina”. No hay principios ideológicos a los que adherir para ser peronista: el propio Perón llevó adelante políticas económicas y sociales contrapuestas entre 1946 y 1955, para no hablar de la contradicción entre el peronismo de Menem y el peronismo de los Kirchner. Los peronistas suelen resolver estas contradicciones de una manera sencilla: aquel que no sigue su propia interpretación del peronismo no es peronista. Uno de ellos escribió que la única vez que el peronismo ganó en Capital –en 1993, con Erman González– fue porque no era peronismo, ya que el electorado porteño es mayoritariamente “gorila”. González tenía en ese entonces más de veinte años de afiliado al peronismo, había sido funcionario ya en los años 70 de un gobierno peronista, ocupó varios ministerios con Menem –que era peronista– y finalmente fue candidato a diputado. Pero no era peronista… Yo sé exactamente el día y la hora en la que me “hice” peronista. Fue el 17 de noviembre de 1972, poco antes del mediodía, cuando mirábamos con mi padre por televisión el regreso de Perón desde el exilio. Como había huelga general, él no había ido a trabajar y yo no había ido a la escuela. Criado por una madre tan omnipresente como antiperonista, mientras mirábamos las imágenes yo repetía los lugares comunes del “gorilismo” que había escuchado de mi madre durante toda mi infancia, mientras mi padre callaba, como casi siempre. Pero, cuando aquel anciano puso pie con dificultad en la pista de Ezeiza y un Rucci eufórico lo arropó de la lluvia con el paraguas, me di cuenta de que mi padre estaba emocionado, casi en lágrimas, mientras murmuraba:
—Vamos, viejo, carajo. Literalmente, mi mundo de certezas se vino abajo.
—¿Pero cómo, papá?, ¿sos peronista?
—Por supuesto que lo soy, como tu padrino, varios de tus tíos, la mayoría de mis amigos.
—¿Y la UES [Unión de Estudiantes Secundarios], los lingotes de oro en los pasillos del Banco Central, los negros ordinarios y brutos que levantaban el parqué para hacer asados y ponían macetas en la bañera, la resentida de Evita, el cobarde que huyó en la cañonera paraguaya?
—Pero dejate de joder… Ese día, con 14 años apenas cumplidos, me hice profunda y dolorosamente peronista. Y me hice por las mejores y verdaderas razones por las que creo que alguien pueda ser peronista: por el afecto, por el cariño, por el sentimiento, por el amor filial. Si yo hubiera crecido en un hogar obrero en los años 40 y 50 del siglo pasado, tendría poderosas y objetivas razones para ser peronista, pero no es mi caso. Yo me hice peronista porque mi papá era peronista. Y punto. A mediados de los años 60, cuando yo apenas era un niño, mi padre intentó, sin mucho éxito, la crianza de chanchos en un potrero de la zona de Luján. Cuando llegó la hora del primer envío al matadero, decidieron festejarlo con don Juan, el humilde puestero que trabajaba en el lugar.
—¿Habrá problemas con el pibe? –preguntó don Juan, por mí, bajando la voz.
—No –dijo mi padre–, para nada. Entonces, el puestero sacó un vino espeso, de esos que manchan los labios y, como de la nada, un viejo gramófono, al que dio cuerda con energía. Al soltarlo, del viejo disco de pasta surgieron, entre el sonido de fritura, los primeros acordes de la Marcha, seguidos por la melodiosa voz de Hugo del Carril.
—Por el futuro, compañero –dijo don Juan, mientras chocaban emocionados los vasos con mi padre, bajo un viento helado que recorría el lugar. Para mí, eso era peronismo. Alegría, complicidad entre gente de trabajo, resistencia. Pero, claro, ahora sé que no es sólo eso. Corrían los primeros meses de 1983 y la unidad básica de Haedo Sur estaba en plena actividad proselitista. Cada noche se organizaban grupos para ir a pintar paredones en apoyo a los candidatos de la lista que integraba en la interna peronista. Yo había preferido militar ahí, en mi barrio, y no en la Juventud Universitaria Peronista (JUP), a la que veía alejada de “los problemas reales del pueblo”, con sus discusiones interminables sobre cuestiones ideológicas. Ninguno de mis compañeros de la unidad básica, en gran parte gente de edad madura, se planteaba eso. A lo sumo, los mayores tenían una respuesta calcada: “Yo soy peronista de Perón y Evita”. Eran buenas personas, sencillas, que habían tenido que callar durante muchos años su identidad más profunda. La mayoría de ellos habían sido obreros durante el primer peronismo. De un día para el otro habían tenido derechos laborales: aguinaldo, horas extras, vacaciones. Ser peronistas era algo natural y sencillo para ellos. Por acuerdos que excedían a los militantes, la unidad básica integraba una lista interna liderada por un sindicalista que tenía en su despacho un retrato de Hitler. Nadie en la unidad básica era antisemita. De hecho, yo me había sumado con un amigo judío, con un apellido lleno de kas y de íes griegas que no dejaba lugar a duda sobre su origen. Y nadie lo discriminaba. Pero la lista la encabezaba un simpatizante de los nazis. Peronismo puro. Una noche uno de los grupos que salían a pintar volvió agitado: los habían tiroteado desde una camioneta militantes de otra de las listas. Comenzó entonces una acalorada discusión sobre qué hacer. Unos recomendaban una negociación con los líderes de la lista rival; otros, cambiar de paredes. Finalmente, primó una opción extrema: a partir de ese momento, en los grupos que pintaban paredes habría algunos muchachos “calzados”. En medio de la discusión, se me ocurrió sugerir que recurriéramos a la Policía. Decenas de miradas me fulminaron: “¿Cómo vamos a ir a la Policía? Somos todos compañeros”.
También sé exactamente el día y la hora en que dejé de ser peronista –si es que eso se puede en forma total– o, al menos, en que supe que dejaría para siempre de votar al peronismo. Fue al anochecer del 9 de julio de 1988, cuando regresé de mi trabajo de fiscal en la primera y única interna abierta, democrática y libre que el peronismo organizó en toda su historia para elegir un candidato a presidente. Ese día, el “pueblo peronista”, la esencia, aquel que tenía una sabiduría inmanente, construida colectivamente, el que nunca se equivocaba, eligió a Carlos Menem y postergó a Antonio Cafiero. El pueblo había optado por el caudillo disfrazado de Facundo Quiroga y había rechazado al dirigente al que acusaban de socialdemócrata, un insulto terrible para el peronismo de aquellos años.
Desde entonces, el peronismo es una de mis identidades. Sigo evocando con cariño esa emoción que me unió como nunca a mi padre, pero ya no voté a sus candidatos. Eso sí, no soy ex peronista: soy posperonista. Un ex es alguien que se dedica a destruir aquello en lo que creía, a repudiar en retrospectiva su historia pasada, que se mueve animado por el furor del converso. Yo sigo creyendo en muchas de esas cosas, pero pienso que ya se terminaron. Creo, como muchos, que el peronismo se murió con Perón y que lo que hoy debería hacer es disolverse en uno, dos o tres partidos más homogéneos ideológicamente.