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De menem a olmert

Corrupción: del poder a la cárcel

La caída en prisióndel exprimer ministro israelí Ehud Olmert demuestra que cuando funcionan los mecanismos de control no hay impunidad.

Bajo el peso de la ley. Ehud Olmert y Carlos Menem, en el momento de ir a prisión.
| Cedoc Perfil

Barbadillo, Matamoros, Evora, Remetinec. Y ahora Maasiyahu. Son los exóticos nombres de algunas prisiones alrededor del mundo que comparten el honor de alojar o haber alojado en sus celdas a ex jefes de gobierno, esas personas que parecen en general estar exentas de la obligación de tener que pagar sus delitos con tiempo detrás de las rejas.

Para algunos expertos, la fórmula para convertir presidentes y primeros ministros en seres humanos comunes que deban pagar por sus crímenes es sencilla: una prensa independiente a la que le guste de verdad investigar y un Poder Judicial poderoso y libre de influencias políticas.

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Así lo ve Abraham Divkin, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en Israel, precisamente el país donde más recientemente se aplicó la fórmula mágica anticorrupción que hizo ingresar, el lunes pasado, al ex premier Ehud Olmert a una cárcel común, la de Maasiyahu, en los alrededores de Tel Aviv.

“En cualquier lugar donde haya un gobierno puede haber corrupción, la corrupción es parte de la naturaleza humana”, dijo Divkin a PERFIL.

Citando un “punto de vista personal”, y también entrevistada por PERFIL, la ex defensora del Estado peruana Delia Muñoz estimó por su lado que “las personas que ejercen poder político por mucho tiempo se sienten poderosas y pierden contacto con la realidad”.

Algunos “consideran que lo pueden todo, hasta transgredir las normas. Y, en cuanto a los sobornos –añadió–, suelen pensar que es una pequeña retribución por lo mucho que hacen por su país”.

De esta manera, en semejante universo paralelo de presidentes, ministros y funcionarios con demasiado poder se genera un juego constante de gatos y ratones corriendo detrás de siempre posibles montañas de dólares. Cuando caen, muchos lo hacen sobre sus patas. Otros acaban en prisión. Uno de los casos más sonoros es precisamente el del ex presidente peruano Alberto Fujimori, quien está descontando una pena de veinticinco años por delitos de lesa humanidad y de corrupción. Fujimori pasa las horas en una celda del penal de Barbadillo, cerca de Lima.

El ex presidente, quien sigue dividiendo opiniones en Perú, donde muchos lo detestan por su manejo de la economía y del conflicto con Sendero Luminoso y otros lo admiran por lo mismo, disfruta de una cocina equipada, una biblioteca, televisor y mesa con sillas, donde cada tanto recibe invitados.

Después de haber intentado, en el año 2000, renunciar a su cargo desde Japón, adonde se había refugiado, y moverse luego hasta Chile, desde donde fue extraditado, en 2007 Fujimori fue condenado dos veces por violaciones a los derechos humanos en el marco del enfrentamiento
con la guerrilla.

A esas condenas de seis y veinticinco años se agregó otra pena de siete años y medio por corrupción, en el caso del desvío de 15 millones de dólares del Tesoro a los bolsillos del jefe de los espías, Vladimiro Montesinos. Más tarde admitió haber aceptado sobornos y se le agregaron otros seis años de prisión, pero las leyes le pusieron un tope total de 25 años a la condena en Barbadillo.

América Latina dio otro buen ejemplo en 2015, cuando el entonces presidente guatemalteco, Otto Pérez Molina, cayó después de conocerse su involucramiento en un esquema que ofrecía descuentos aduaneros a importadores a cambio de sobornos.

El ex general, también acusado por violaciones de derechos humanos cometidas en los sangrientos años 80 durante el régimen de Efraín Ríos Montt, ahora reside en el fuerte-prisión de Matamoros, en la ciudad de Guatemala.

“Dicen que tengo jacuzzi”, comentó divertido el ex militar a un equipo televisivo que lo entrevistó frente a un portón de la prisión. Sin embargo, la especie de “apartamento” de dos ambientes en que está detenido apenas si cuenta con un amoblamiento “cómodo pero sencillo”, según explicó la prensa guatemalteca, y “un patio con árboles”.

También en Europa algunos ex mandatarios durmieron en celdas. En Portugal, por ejemplo, el ex presidente José Sócrates pasó nueve meses –desde finales de 2014– en la cárcel de Evora, en la ciudad homónima del centro-sur del país.

Hallado culpable de fraude fiscal y lavado de dinero, Sócrates fue nuevamente crónica periodística en diciembre pasado, cuando volvió a Evora a “visitar a los amigos” que dejó en la prisión.

A fines de 2012, en Croacia, la Justicia envió a la prisión de Remetinec al ex premier Ivo Sanader, hallado culpable de casos de corrupción por varios millones de euros, pero en noviembre del año pasado la corte de Zagreb ordenó su liberación aduciendo fallos procesales previos a su condena.

Otros nombres, como los de los ex presidentes Fernando Collor de Mello en Brasil y Carlos Menem en Argentina, prueban que es una buena idea convertirse en senador para escaparse con inmunidad de posibles condenas por corrupción. Y el venezolano Carlos Andrés Pérez o el italiano Bettino Craxi enseñaron que exiliarse en Miami o en Túnez –antes de pasar a mejor vida– también funciona.

Cualquiera sea el epílogo de estos casos, juzgar a un presidente o primer ministro “es un reto para el funcionamiento democrático de una sociedad”, dice la peruana Muñoz.

Es que “los vericuetos del proceso judicial, en especial en un proceso de análisis político pero con efectos penales, hacen que la población y la clase política tomen conciencia de los riesgos que acarrea la mala utilización del poder”.

Y si bien los ciudadanos pueden estar a favor o en contra del personaje sentado en el banquillo de los acusados, “en ambos casos la población mira y se maneja dentro del sistema judicial y legal”. Y al someterse el poder a un “máximo escrutinio”, agregó, “siempre gana la sociedad democrática”.
Todo sea, completó, para establecer si los poderes “están a la altura del cumplimiento de sus funciones” o si prevalece la “sensación de abuso o de impunidad”.

(*) Desde Tel Aviv.