ELOBSERVADOR
Estado capturado

Corrupción y antipolítica

El gobierno de Milei representa la última capa de una larga construcción de la derecha argentina: la vinculación de la corrupción a las políticas sociales de tinte redistributivo. La opacidad financiera a todo nivel, los vetos y los asesores que evaden responsabilidades institucionales hacen que este gobierno pueda ser concebido como una definición precisa de corrupción estructural.

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“Que a esta altura de los tiempos Milei, Caputo, Bausili, Quirno no sepan que atrasar el tipo de cambio artificialmente con un tipo de cambio garantizado por el gobierno que dice ‘vendo dólares’, que además te pagan una tasa de interés que va a ser más alta que cualquier devaluación –lo que se llama ‘bicicleta financiera’–... no puedo creer que lo hagan por un error económico. Esta política económica es en sí misma un gigantesco acto de corrupción financiera, que supera cualquier corrupción de las que hemos conocido… Esto es lo peor que hay, porque son cientos de miles de millones de dólares que le roban al pueblo”.

Carlos Maslatón

Teología de la corrupción. El libreto denuncia un pacto entre un sector de la clase política y los sectores populares que, mediante la implementación de políticas públicas, que irían desde programas sociales para la alimentación a proyectos de construcción de viviendas, conformaría el círculo vicioso de la corrupción. Así, los menesterosos recibirían una parte magra, pero suficiente para mantenerlos como rehenes, mientras que los gerentes de la política, junto a actores escogidos del sector privado (el llamado “capitalismo de amigos”), se llevarían la tajada más importante. El razonamiento es lo suficientemente simplista como para penetrar con facilidad en la opinión pública. Además, subestima a los sectores populares acorde a la fantasía de una parte de la población que gusta sentirse honesta y sagaz, pero que no pasa del estereotipo del contribuyente que repite una y otra vez “yo pago mis impuestos” y confunde su sudor con agua bendita.

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¿Cuál es el populismo? ¿El que tiene en cuenta el factor redistribución, conteniendo en su esquema la negociación paritaria, concediendo a los sectores populares que presionan planes sociales, prestaciones en salud y educación, o incluso las migajas que fueran? ¿O aquel atento al imaginario de una parte de la población que prefiere ver a la otra parte decidida a vivir en una suerte de eterna minoría de edad (en el sentido kantiano), entre la vagancia y el parasitismo, entre el beneficio moroso y la disposición a la delincuencia? Este último, antipolítico y reduccionista, es un populismo que hace pie en la “seguridad”, prefiere no incurrir en la inmoral redistribución del ingreso, entonces promete castigar, incluso a costa de una policía que mata, a quienes pongan en peligro lo poco que tienen esos contribuyentes honestos, trabajadores impolutos que, sin saberlo, siguen al pie de la letra el mandato del primer Perón: de casa al trabajo y del trabajo a casa.

¿Cuándo el discurso anticorrupción cambió de bando? Desde la publicación del libro Robo para la corona, de Horacio Verbitsky, en 1991, pasando por el desfiladero de denuncias de corrupción contra el gobierno de Menem, hasta que, finalmente, el gobierno de la Alianza, que venía a ponerle fin a “la fiesta de unos pocos”, mostró su escasa originalidad en la materia –recordemos las coimas en el Senado o el Megacanje–; el discurso, incluso la bandera “anticorrupción”, fue cambiando de dueños. Durante los 90 fueron el gobierno neoliberal y los sectores de poder que lo sustentaron quienes, con mejor y peor suerte, pasaron por el banquillo de los acusados de la opinión pública. 2001 fue, en ese sentido, una verdadera rebelión contra la impunidad política y económica, capaz de impugnar en un acontecimiento social la saga neoliberal que iba, hasta entonces, de la dictadura de la desaparición de personas a la mismísima Alianza, pasando por el menemismo. Pero, con la llegada de un gobierno distribucionista, el foco fue corriéndose. En ese sentido, el kirchnerismo fue el caso perfecto para la tesis de la derecha, claro, una vez que, con Cristina Fernández como presidenta, se rompiera la relación entre el gobierno y el Grupo Clarín.

Una vez que el imaginario anticorrupción adquirió la escala suficiente, con los medios de comunicación de mayor cobertura operando sin cesar, incluso con un show propio, como supo ser el programa de Jorge Lanata, la cancha quedó lo suficientemente embarrada como para instalar todo tipo de noticias falsas, intercaladas con hechos verificados. No pocas veces el Poder Judicial fue cómplice y el resultado final consistió en transformar una corrupción sistémica en corrupción solamente partidaria. Así, en lugar de discutir medidas gubernamentales, hechos políticos, pujas distributivas, asimetrías en todos los órdenes, uno de los sectores mayoritarios de la política partidaria, empresarial y mediática de la Argentina apuesta por una generalización: “Kirchnerismo es corrupción”. Luego, en un tiempo que todo parece tolerarlo, ahí donde la estupidez y el nihilismo se confunden, los que levantan el dedo acusador por deporte… o dinero, no perciben la indignidad de una bandera encabezada por el propio presidente Milei, que reza: “Kirchnerismo Nunca Más”.

El gobierno de Milei aparece como el punto más alto de la doble moral de una derecha ramplona dispuesta a sostener una enunciación infantil con la impudicia de quien no se chupa el dedo. Entre la batería de eslóganes que componen su eficaz comunicación, hay una frase que anuda moral y ajuste: “No hay plata”. La austeridad presente forzada por una supuesta fiesta del pasado habilitaría al Gobierno a utilizar un temerario instrumento, digno del protagonista de una saga de películas de terror, convertido en el arma de la moral: la motosierra. Solo que, esta vez, el ajuste no solo recae sobre sus víctimas habituales (jubilados, beneficiarios de programas sociales, trabajadores del Estado, la educación y la ciencia), sino también sobre derechos de sectores específicos como, por ejemplo, las personas con discapacidad o los niños con enfermedades graves. El argumento de la corrupción para achicar el Estado no es nuevo. La idea de “menos Estado, menos corrupción” fue pregonada por el menemismo como excusa para la entrega del patrimonio público a manos privadas… Y vaya que la corrupción de las concesionarias de servicios públicos o de grupos económicos como Marsans con Aerolíneas Argentinas o Repsol con YPF logró superar cualquier sospecha de corrupción en empresas públicas.

Horacio González, quien supo señalar el fondo teológico de la noción de “corrupción”, se detuvo también en su carácter sistémico, tal como su tocayo Verbitsky se refirió a la corrupción como un “modelo de producción” propio del capitalismo contemporáneo, con sus cuentas offshore, el tráfico de información, la opacidad financiera a todo nivel… Por su parte, el gran trabajo del periodista italiano Roberto Saviano mostró hasta qué punto la ilegalidad es productiva en un capitalismo global que une las fábricas textiles y de tecnología chinas con el puerto de Napoli y, a su través, con los centros comerciales más “chic” del mundo, alcanzando la Camorra una existencia necesaria para el sostenimiento de todo un sistema de precios, un formato laboral y logístico (Saviano, R., Gomorra, 2006).

La problemática de la corrupción, que debería siempre formar parte de la discusión política y, no menos, del ojo avizor de una ciudadanía informada (¿algo que ya no existe?), cuando se convierte en el único o el más importante eje de comunicación de un espectro político, desvirtúa la complejidad misma de la convivencia y del conflicto social. Horacio González advirtió que los gobiernos de raíz popular de los 2000 hicieron hincapié en ejes diacrónicos (emancipación, fomento del consumo popular, derechos humanos, articulación con experiencias sociales diversas, etc.), mientras que la derecha –ya descascarada de cualquier pretensión pasada de seriedad intelectual– se concentra en ejes sincrónicos (inseguridad, inflación, “ñoquis” en el Estado… corrupción). Como ocurría en el tenis hace un buen tiempo, los jugadores, para vencer, debían imponer primero su estilo para, una vez establecido como atmósfera dominante, imponerse desde dentro. Pues bien, el eje sincrónico es lo que triunfó y los candidatos de las derechas más desembozadas, así como los que simulaban pudor republicano, muestran desesperación por ser parte de esa victoria. Enunciados como “la corrupción mata” convirtieron en monstruos a los referentes del llamado “campo popular”, alcanzando la demonización niveles que recuerdan a la experiencia nazifascista. El pensador argentino remataba con ácido humor: “La corrupción mata, metafóricamente, a las experiencias de masas” (González, H., “La corrupción y el Estado”, La Tecl@ Eñe, 2016).

La corrupción laica. Un informe del Instituto Argentina Grande (IAG) sobre el problema de la corrupción durante la primera parte del gobierno de Milei, habla de un “Estado capturado”. Hay aspectos estructurales de la gobernanza libertaria que siembran un campo de posibilidades para la corrupción: gobernar por decreto y a puro veto, confundir deliberadamente el rol de funcionarios con el de influencers, ensombrecer la diferencia entre declaraciones personales y palabra presidencial, desfinanciar y desarmar las instancias de contralor. De hecho, es cierto que el Gobierno se monta sobre una ya magra cultura del contralor, una sociedad que no valora los mecanismos de contrapeso, más habituada a la reacción visceral cuando ya es tarde.

El informe da cuenta del desmantelamiento de los organismos de control llevado adelante por el Gobierno, mediante “el ahogo presupuestario, el despido de trabajadores y la inestabilidad en las líneas directivas y en las estructuras organizacionales”. Así, se ven afectadas la Oficina Anticorrupción, la Auditoría General de la Nación, la AFIP, la Agencia de Acceso a la Información Pública, entre otras.

El IAG se refiere a “un Estado capturado, rehén de un selecto conjunto de empresas y grupos económicos que definen el sentido y la orientación de las políticas públicas y, más en general, del modelo económico y social, a su favor”. Podríamos decir que la corrupción más estructural, sin necesidad de recaer en el sesgo teológico o moral, es aquella perpetrada por los lobos en el gallinero. Contra un sentido común bastante estúpido que piensa que los ricos y los ya poderosos “no van a robar” una vez que ocupen la función pública porque no lo necesitan, es bastante evidente que quienes cuentan con recursos, vínculos y espalda suficiente se encuentran en mejores condiciones para cometer ilícitos de todo tipo, contando con el beneplácito de medios de comunicación y sectores del Poder Judicial. El caso de Macri es paradigmático: ¿por qué alguien cuya fortuna está directamente asociada a una dictadura corrupta y a la denominada “patria contratista”, es decir negociados multimillonarios con el Estado, iba a dejar de robar cuando alcanzara la Jefatura de Gobierno y luego la presidencia?

Los gobiernos caracterizados por un funcionariado que ocupa los dos lados del mostrador configuran la muestra más cabal de la corrupción estructural. En ese sentido, el gobierno de Macri también fue ejemplar, ubicando a referentes de sectores estratégicos en los ministerios correspondientes. Mientras tanto, según el informe del IAG, en el gobierno de Milei, “un tercio (29%) de los funcionarios de la Administración Pública Nacional ocupan cargos de dirección en empresas privadas (Informe del Observatorio de las Elites Citra-UMET, 2024), energía e hidrocarburos, tecnología, servicios financieros y de consultoría”; y la lista sigue, con salud (el ojo de la tormenta de la coyuntura actual), la actividad agropecuaria, el sector bancario, energético y primario-exportador. Así, la Sociedad Rural, Techint, Grupo América, IRSA, Mercado Libre, entre otras firmas, colocan funcionarios o inciden como asesores de hecho del Gobierno. No es muy difícil imaginar qué buscan.

El Ministerio de Economía entero es una oda a la incompatibilidad de la actividad privada con la función pública. José García Hamilton y Alejandro Speroni, participantes de directorios de empresas de servicios e inmobiliarias, y el resto del “equipo” consignado como exempleados o accionarios del JP Morgan, beneficiario permanente de los vaivenes cambiarios. Luis Caputo y Santiago Bausili habían sido ya señalados por incompatibilidad por el fallecido fiscal federal Federico Delgado (como lo recordamos en este diario: “Breve historia de los fracasos financieros y los nombres que se repiten”, Napoli, Pennisi. 2023), Sturzenegger tiene una larga historia que nos traslada a los tiempos del desastroso Megacanje durante el gobierno de De la Rúa, y así.

En ese sentido, el caso de las coimas de Karina Milei, ventilado por el exabogado y amigo de Javier Milei Diego Spagnuolo no pertenece necesariamente a la estirpe de la corrupción sistémica. Ocurre que el soborno de los funcionarios públicos es la forma más conocida y de más fácil pregnancia en la opinión pública, pero, más allá del espanto que con razón genera el robo en un área tan sensible como la Andis, el daño estructural no es comparable con lo propuesto por la ley Bases, elaborada entre estudios contables y de abogados de la cúpula empresarial. Porque, como señala la organización Transparencia Internacional, en sociedades con una brecha muy alta de desigualdad como la nuestra, los grupos que concentran poder económico, con incidencia institucional y capacidad de influencia mediática, inciden en el marco jurídico mismo y en medidas políticas relevantes en favor de sus intereses.

Paradójicamente, el punto más alto de corrupción se alcanza en el momento en que ya no se puede distinguir el interés particular de unos pocos de la legalidad. Por ejemplo, cuando, como marcan desde el IAG, la desregulación se corresponde como una forma de re-regulación que favorece la ausencia de controles para empresas del sector privado en áreas sensibles, como transporte aéreo, transporte interjurisdiccional, medicamentos. En algún punto, no estamos lejos de una de las posibles definiciones del capitalismo, teniendo en cuenta que la lógica del capital consiste en la obtención del máximo beneficio, en el menor plazo posible y con la menor regulación posible; y si es fuera de la ley, da igual. Siguiendo ese argumento hasta sus últimas consecuencias, vemos que tanto el Estado de bienestar como las intentonas distribucionistas no son más que formas del contrapeso, conquistadas muchas veces por luchas y movilizaciones, por desarrollo de cierta consciencia en la sociedad civil que forja la base de sustentación necesaria. Es decir que, aun contando los casos de corrupción en el interior de experiencias políticas de tinte popular, sus políticas, por lo general empujadas desde abajo y atenuadas desde arriba, juegan un rol de contrapeso en un escenario generalizado de corrupción sistémica que tiene como principales responsables las cúpulas económicas y los espacios políticos que trabajan para ellas. Bien, el gobierno de Milei entero puede ser concebido como una definición precisa de corrupción estructural.

Según el informe del IAG, la corrupción estructural conlleva el riesgo de que “el proceso de toma de decisiones se aparte de manera sistemática del interés público y persiga en cambio el interés particular de las grandes corporaciones captoras”. Es decir que atenta directamente contra los principios más básicos de la democracia liberal. Por ejemplo, ¿hay algo más lejano a la participación de la ciudadanía en las decisiones que el endeudamiento con el FMI en condiciones de fuga de capitales? Es decir, ahí donde el propio FMI actúa de manera corrupta respecto de su propia normativa. Por su profundidad y escala, la captura del Estado y la corrupción estructural vuelven irrisorios casos como el de los famosos “bolsos de López” o el de lúmpenes como Lázaro Báez que ascienden económicamente en asociación con un gobierno, pero cuya influencia judicial, como es evidente, es nula. Por cierto, La Libertad Avanza, contando con el abogado de Lázaro Báez (Santiago Viola), parece ocupar todo el espectro de la corrupción, desde lo más lumpen a lo verdaderamente estructural.

Otra situación irregular que llama la atención es la presencia de “asesores” que no se limitan a dar opiniones o consejos, sino que escriben leyes y decretos, organizan reuniones donde se gestionan importantes intereses públicos y administran grandes cantidades de fondos, pero que no tienen designación formal. Se habló de Santiago Caputo como “el monotributista” o el propio Sturzenegger, antes de ser nombrado en el kafkiano Ministerio de Desregulación y Transformación del Estado, fue uno de los ad honorem. No parece muy honorable esa situación, sino más bien un formato para evadir responsabilidades institucionales y no rendir cuentas. En sintonía, la donación del sueldo como forma de demagogia (lo hizo Milei cuando diputado o lo hace el propio Martín Menem), lejos de exhibir transparencia, termina por volver opacos los ingresos de esas personas, ya que, si no perciben su salario del Estado que los emplea, ¿a qué intereses responden?, ¿cuáles son sus verdaderos patrones?

Fin. Lo que aparece a todas luces gracias al experimento libertario es la consustancialidad entre la corrupción por “captura del Estado”, con sus políticas de ajuste, y el robo más pueril y desesperado de recursos que nos pertenecen a todos. Finalmente, los defensores de la “propiedad privada” privatizan de varios modos, tanto rifando patrimonio público, como llevándose a sus bolsillos o a la tesorería de su partido lo que deberíamos comenzar a llamar “propiedad colectiva”. El escaso apego de una parte, tal vez mayoritaria, de la sociedad por los recursos públicos y la despolitización son dos vectores fundamentales para entender por qué la corrupción brota por doquier en el vínculo promiscuo entre Estado y mundo empresarial. ¿Dónde están los ojos de la ciudadanía? ¿Con qué mecanismos efectivos contamos para ser realmente parte de las decisiones sobre lo que es de todos? ¿De qué manera podemos controlar si no es democratizando las instituciones, creando incluso nuevas instituciones asociadas a prácticas que surgen de la cooperación social?

Durante lo que va del gobierno de Milei, la “corrupción” fue utilizada como excusa para despedir trabajadoras y trabajadores del Estado en distintas áreas, sin criterios y con el inmediato descaro de ubicar a los propios alfiles con sueldos groseramente altos. Últimamente se acusó falsamente a la gestión anterior del Fondo de Integración Socio Urbana (FISU), un fondo destinado a obras para el mejoramiento de los barrios populares, para desfinanciarlo y quitarles a las personas beneficiarias una posibilidad de vivir mejor. Cada una de esas operaciones es un mojón que deteriora la convivencia general, es una herida no solo a las personas inmediatamente involucradas, sino al conjunto de la sociedad.

Una de las cantinelas del Gobierno durante el año pasado y parte de este año fue el pedido de que las universidades públicas se dejaran auditar. Pero estas son ya auditadas de manera interna y externa a través de la Auditoría General de la Nación, dependiente del Congreso (mediante una Comisión Parlamentaria Mixta). El ataque del Gobierno, como siempre sin datos ni criterios verificables, tenía la sola finalidad de justificar el desfinanciamiento de la educación superior y el congelamiento salarial de las plantas docentes y no docentes. La falacia gubernamental fue contestada en la calle por una marcha multitudinaria y en los medios por todos los actores de la comunidad universitaria. ¿No será hora de que las universidades públicas que pertenecen a su comunidad de estudiantes, docentes, no docentes y el conjunto del pueblo argentino auditen a un gobierno desbordado de corrupción?

*Ensayista, docente e investigador (Unpaz, UNA, IIGG-UBA); codirector de Red Editorial; integrante del IEF CTA A y del IPyPP. Publicó diversos libros y compilaciones.