La cadena nacional es un recurso habitualmente usado por los gobiernos para difundir información que consideran vital para la población en su totalidad. Se trata de una comunicación oficial emitida por los canales de televisión y las emisoras de radio, realizada por el Presidente de la Nación o por algún miembro del Poder Ejecutivo (como puede ser un ministro), que provoca una interrupción en el flujo habitual de las programaciones. En el pasado, solía ser usada acorde con la ley de 1980 (Ley 20.285, art. 72), que establecía su uso básicamente ante graves emergencias o situaciones de peligro.
Hasta el gobierno de Néstor Kirchner, la cadena nacional tradicional mostraba en el cuadro de la pantalla del televisor al presidente (o a un ministro) en quietud, solo, sentado en su despacho, con algún símbolo de mando institucional, como la bandera a un lado, el respaldo del sillón de Rivadavia o la imagen del escudo nacional, y una escena colmada de notas señoriales (cuadros enormes, lámparas de estilo, pesados cortinados o fotos de familia con marcos dorados). El presidente (o el ministro) miraba de frente a la cámara, dirigiéndose al espectador e interpelándolo directamente. Cada espectador en cada casa podía sentirse como el destinatario privilegiado del mensaje, aun cuando tuviera claro que millones de compatriotas se encontraban en la misma situación.
Pero las cosas han cambiado y, como es de público conocimiento, hay una nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (nuestra célebre Ley de Medios 26.522), que se ocupa de este asunto. En pocas palabras, el artículo 75 de la nueva ley trata sobre quiénes están obligados a difundir la cadena nacional, pero incluye los asuntos de trascendencia nacional al mismo nivel que las situaciones graves o excepcionales en las razones para difundirla.
Y esto no es poca cosa. Sobre todo en el sentido de clausurar las perspicacias legalistas en el empleo de la cadena. O, para decirlo de otro modo, en lo que se refiere a la legitimidad que tiene o que no tiene el Gobierno para usarla. En principio, no hay restricciones causales, más allá de las cuestiones que el Gobierno califique como trascendentales. Después discutimos el resto.
Nadie puede negar que nuestra presidenta sea innovadora en la materia. El cuadro de la pantalla del televisor en sus cadenas nacionales no la ha mostrado en el despacho y rodeada de símbolos de poder, excepción hecha de un par de casos (como cuando se presentó tras la muerte de su marido en octubre de 2010, o cuando habló del fallo contrario a la Argentina por parte de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos en junio de 2014). En general, las cadenas nacionales de Cristina Fernández escapan del escenario previo y acostumbrado para insertarse en ambientes holgados, muchas veces espacios abiertos, acompañada de su gabinete y de una audiencia presente y propicia, con la cual el espectador puede identificarse o ante la cual se siente ajeno.
Y qué decir de los temas. Si los gobiernos de la democracia anteriores al presente reservaban la cadena nacional para asuntos de gravedad (como indicaba la normativa vigente) en la certeza de que la interrupción de las programaciones dejaba en sordina el recuerdo de los comunicados de la dictadura, Cristina, incluso antes de la promulgación de la nueva Ley de Medios, optó por utilizar la cadena nacional como un espacio oficial de comunicación de novedades, en general, favorables. Inauguraciones (alguna vez, repetidas), anuncios de planes, homenajes, todo ha servido para que nuestra presidenta se expresara frente a los cuarenta millones de argentinos. Y argentinas.
Usos y estilos. Lo más sorprendente, sin embargo, no es el cambio de escenario para armar el cuadro de la pantalla del televisor: lo más sorprendente es su estilo discursivo. Tanto el empleo de digresiones constantes y diálogos con los presentes como el uso de palabras inusitadas en boca de una Presidenta quiebran los modos habituales en mandatarios de su nivel.
Descontracturada, informal, canchera y amante del lunfardo (o del lunfardo chic, que no otra cosa es el empleo de palabras o frases sueltas en inglés), Cristina ha pasado de la creación de neologismos (como “ornapo”, originario, nacional y popular) al uso de coloquialismos y al voseo casi permanente.
Así, cual un juego de inversos en que se corrige a sí misma, Cristina reemplaza los términos más formales (propios de su investidura) por formas más vernáculas (propias del habla del barrio), como en el discurso del pasado 7 de abril, cuando se dirigió a una jubilada que avalaba su argumento desde el público: “142 pesos, me dicen ahí. Vos cobrabas 142 mangos, mirá vos…”.
O se anima a las alusiones sexuales. No sólo la del potencial afrodisíaco de la carne de cerdo en tiempos en que aún vivía Néstor: “Es más gratificante comerse un cerdito a la parrilla que tomar Viagra”. También otras más audaces, como cuando, en una fábrica de cosméticos de Berazategui y después de interrogar a una operaria encargada de guardar los pomos en los estuches, le respondió al operario que llenaba los pomos: “O sea, le llenás el pomo a Yanina… está bueno (risa). No se dieron cuenta del chiste, un poquito subido de tono para la Presidenta, pero no importa. Dale, dale, sigamos que nadie se dio cuenta
(risa). No se pongan nerviosos, chicos”.
Y tampoco se priva, para criticar a ciertos sectores, de hablar de lo ilegal con la naturalidad con que deben hablar quienes están familiarizados, por ejemplo, con el negocio de la droga: “Los que tienen mucha plata tienen de la buena, no se les nota, y pontifican sobre los negros que toman paco”.
Es que, sobre todo, Cristina busca construir un personaje que está en contacto con la gente. No sólo porque todo lo sabe y todo lo ve (da explicaciones hasta de los quintiles en que se divide la pobreza), sino porque se muestra como una más, y lo hace por medio de hablar como si realmente fuera (aunque no lo es) una mujer más en el país, incluso desafiando la formalidad de la apertura de sesiones del Congreso: “Porque, además, el 60% de los créditos va en pilchas: sí, no se rían, es cierto. ¡Si nos encantan las pilchas a todas! A la que está abajo y quiere comprarse una pilcha linda para el fin de semana, y a la que está un poco más arriba, que le gusta que la vean
las amigas con mejor pilcha que la otra”.
Usos y abusos. Como sea, la liturgia cristinera tiende a los excesos comunicacionales. En tiempos previos a la intervención quirúrgica por el hematoma subdural (lo que ella describió como una operación “en la capocha”), Cristina ya nos había acostumbrado a las cataratas de tuits con comentarios y reflexiones (sobre todo los domingos a la tarde, a la hora en que a uno le da esa nostalgia que se llevaba tan bien con Sorpresa y media, el programa de Julián Weich). Tampoco hay que olvidar el ciclo de reportajes Desde otro lugar que se emitía por entonces desde la televisión pública y que fue conducido por Hernán Brienza primero y luego por Jorge Rial. Pero estas comunicaciones son incontrastables con las de sus predecesores, porque ningún presidente anterior a Cristina tuvo cuenta en Twitter ni un programa de televisión propio.
Las que sí se pueden contrastar son las cadenas nacionales, aunque los registros sean escasos. Néstor Kirchner, por ejemplo, utilizó la cadena nacional sólo en dos casos durante los cuatro años de su mandato, al menos de acuerdo con fuentes periodísticas (ver Chequeado.com). Y hasta se puede decir que la propia Presidenta la usó con un poco más de mesura hasta 2014.
Pero el que avisa no es traidor y ella misma lo anunció en diciembre, al afirmar que la cadena nacional “Es la única manera que tenemos de que la gente se entere de lo importante”. De modo que 13 cadenas nacionales en poco más de tres meses no debieran sonar a récord.
Con todo, muchos se quejan de que tanta cadena nacional con anuncios de gestión pueda terminar funcionando como una campaña electoral adelantada. Es que, según la ley, la campaña electoral no debe iniciarse con anterioridad a los 35 días previos a la fecha del comicio. Y, como se sabe, las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias para elegir presidente se llevarán a cabo el 9 de agosto, por lo que el comienzo de la campaña electoral fue fijado para el 10 de julio (o sea, recién dentro de tres meses).
Admitamos que, en definitiva, la difusión de tantos actos que muestran un gobierno activo, próspero y comprometido funciona a la manera de una campaña “encubierta”. La pregunta final sería entonces en favor de quién la hace. ¿Para Daniel? ¿Para Florencio? ¿Para Axel? ¿Para Aníbal? ¿Para Máximo?
¿No será acaso que estas cadenas son apenas los primeros eslabones de la larga campaña “Cristina 2019”?
*Doctora en Lingüística. Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.