ELOBSERVADOR
integracion en el bajo flores

Crónica de la pequeña y cercana Corea

Es un espacio en el que se fusionan culturas. La autora recorre fascinada la zona de la ciudad donde se asentó gran parte de la comunidad del país asiático.

default
default | Cedoc

La mujer repartía unos folletos a las siete de una mañana helada, todavía oscura. Debajo del cartel de McDonald’s, casi en la esquina de Rivadavia y Bonorino, parecía una muñeca: el cuerpo menudo perdido en un camperón enorme, los pies chiquititos, la cara muy blanca, como entalcada, los ojos rasgados, la sonrisa paciente ante los manotazos de los transeúntes esquivando de mal humor el papel que repartía. Tomé uno, más por solidaridad que por interés.
Cuando conseguí meterme a los empujones en el 96 me puse a leer el folletito, otra vez, más para pasar el tiempo que por interés. Anunciaba la visita de un pastor a la Iglesia Evangelista Coreana.
Hacía unos años que me había mudado a Flores. Algunas veces había escuchado hablar del barrio coreano, siempre cosas difusas, coordenadas vagas; la única constante era que allí se comía bien. Ahora tenía una dirección, de una iglesia, sí, pero que podía llevarme al barrio.
¿Qué sabía de los coreanos en Argentina? Casi nada: tiendas de ropa en la avenida Avellaneda y una referencia que se remontaba a la infancia: la Señorita Lee, la modelo que trabajaba con Héctor Larrea en Seis para triunfar.
El sábado siguiente a mi encuentro con la anciana y el folleto, me aventuré a desandar las veinte cuadras, apenas veinte cuadras, tan cerca todo este tiempo la lejana Corea del Sur, que separan mi casa del barrio.
Bajé por Boyacá hasta que se convirtió en Carabobo, seguí caminando por esa calle bastante desangelada dividida por una plazoleta, pasé debajo de la autopista hasta avenida Eva Perón. El paisaje soleado del mediodía apenas interferido cada tanto por la trompa del 132 o el 133, bajando, subiendo. Confieso que me desanimé un poco: lo que veía no dejaba de ser otro tramo del Bajo Flores. Y es que al barrio coreano se entra sin estridencias y de a poco. Nada que ver con su pariente el Chinatown porteño, con su arco rimbombante, con sus calles y sus negocios subrayados de orientalidad para occidentales.
Uno se entera de que está entrando al barrio coreano primero por varios templos cristianos que se levantan en una y otra vereda. Y si es sábado pasado el mediodía, porque de allí salen grupos de coreanos bien vestidos: mujeres, hombres, niños… la iglesia cumple una función social, además de religiosa, muy importante en la comunidad: como si fuera una especie de club, allí se reúnen, se encuentran, y desde allí se van a comer. Luego, por la cartelería en coreano y en español: vende, alquila, masajes, panadería, remís. Después, por las verdulerías: los cajones repletos de frutas, hortalizas y verduras de cáscaras, formas, hojas y colores extravagantes. En estos templos vegetales reina el baechu, una col gigante parecida a la lechuga, que es el alma del kimchi, el encurtido picante y salado omnipresente en la mesa coreana.
Y por fin, las estrellas del barrio, la razón que me había llevado hasta allí: los restoranes. En un par de cuadras, uno al lado del otro. Los restoranes coreanos también son discretos, austeros, como el resto del barrio. Apenas un letrero pintado en la misma pared que manda en coreano y en español: restaurante. A muchos se entra por una puertita estrecha, subiendo unas escaleras. Otros están sobre la vereda, pero con las ventanas pintadas con paisajes orientales que impiden ver el interior. A diferencia de la mayoría de los restoranes de Buenos Aires, en los que se puede cogotear y testear desde afuera cómo es la decoración, cuántos comensales hay, cómo viene el tamaño de las porciones, a éstos se entra a ciegas, con la sola confianza que inspiran los aromas que salen por debajo de las puertas, cerradas, porque también hay que tocar el timbre para poder entrar. Además de estos comedores en planta alta y estos otros con las vidrieras tapiadas, otra curiosidad son aquellos que en el interior están compartimentados en pequeños boxes, también con puertitas, en los que la gente se zambulle a comer sola o sólo en compañía de aquellos con quienes comparte la mesa. Hay un restorán donde sólo se sirve carne en palitos, una suerte de brochette o shish kebab. Hay otros que en las mesas tienen unas bandejas de metal debajo de las cuales se pone un brasero y el comensal va cocinando todo tipo de carnes y pescados, y va comiendo de allí mismo. Esta modalidad es más recomendable en el invierno si no querés sudar sobre los alimentos. Y otros que son a la carta, que siempre viene ilustrada con fotografías de los platos.
En todos hay parroquianos de todas las edades: parejas de ancianos, amigas de mediana edad, familias jóvenes con niños, y grupos de chicos y muchachas que parecen salidos de los videos de K-Pop, la música que bailan y cantan los adolescentes coreanos.
Mi restorán favorito, descubierto mucho después de aquella primera visita pues entonces aún no existía, se llama Una Canción Coreana. Su dueña es Ana Chung, la mujer coreana más alta que he visto y una de las mujeres más delicadas y bellas que conozco. Ana es cantante y también la protagonista de un proyecto doble (cine y teatro) de Gustavo Tarrío y Yael Tujsnaider. El experimento teatral la puso sobre las tablas, y en el Bafici del año pasado se estrenó la película Una canción coreana, en la que –además de seguir la vida de Ana y su esposo, Víctor– se puede ver cómo ellos van montando el restorán.
El kimchi de este lugar es el mejor que probé. Víctor se enorgullece de eso: es una receta familiar que prepara su madre, la cocinera del restorán. Una particularidad es que la carta, además de tener fotos ilustrativas y no meramente ilustrativas (cuando traen el plato a la mesa es ¡igual! al de la foto), cuenta la historia de cada comida: cuál se sirve en los banquetes de boda, cuál sopa es una “levantamuertos”, cuántas horas y hasta días de preparación lleva otro.
El plato que nunca me canso de comer es el nokdu binde tok: una tortilla de habichuela, cerdo y, por supuesto, kimchi. Cuando era chica, los días de lluvia, mi mamá me cocinaba tortas fritas y me hacía una niña muy feliz, no puedo quejarme. Pero, ay, qué envidia que me da ahora la niña coreana que allá lejos, los días lluviosos, se daba la panzada de nokdu: el plato que se prepara y se come en Corea cuando llueve.

*Escritora.