ELOBSERVADOR
justicia, en problemas

Cuando el poder está demasiado cerca

El autor plantea que el sistema judicial argentino, armado a imagen de los más equilibrados del mundo, atraviesa una crisis estructural que se refleja, entre otros aspectos, en el abuso de influencias y presiones del Ejecutivo.

| Dibujo: Pablo Temes

Quisiera reflexionar, en lo sigue, acerca de algunos problemas estructurales que afectan el funcionamiento de la Justicia en la Argentina. Según diré, en la Argentina se radicalizan problemas que son propios del modo en que se organizó la Justicia en el constitucionalismo moderno; y por lo demás, tales problemas o “vicios” son la contracara de algunas “virtudes,” que quisieron asociarse al funcionamiento de la Justicia. Mi expectativa es que este análisis nos ayude a entender los modos en que la Justicia se encuentra actuando, hoy, en nuestro país.

Distancia e imparcialidad. En primer lugar, importa señalar que la “distancia” que se percibe entre la Justicia y la ciudadanía no es el mero producto de la “frialdad” de nuestros jueces o del “formalismo” de las reglas dentro de las cuales nuestros jueces eligen moverse. Más bien, se trata de un efecto buscado, desde un comienzo, por los “padres fundadores” del constitucionalismo americano. En efecto, tanto en América Latina como en los Estados Unidos se optó, desde un comienzo, por una organización judicial basada en la distancia, justificada a partir de razones en principio atendibles, aunque –como hemos podido comprobar con el paso del tiempo– riesgosas. Se partió entonces de la idea según la cual la “imparcialidad” que se exigía a la Justicia iba a estar mejor asegurada a través de la separación institucional entre jueces y pueblo. La idea, que por distintas razones hoy merece ser desafiada, resultaba en su momento más comprensible: el temor era que los jueces actuaran de un modo indebidamente “dependiente” de las pasiones mayoritarias, en momentos en que había un gran temor por los posibles “excesos” de las mayorías legislativas (expropiaciones sin causa; violaciones de derechos; etc.).

Se pensó entonces en un “sistema de frenos y contrapesos” que, se suponía, debía funcionar del siguiente modo. Por un lado, las ramas políticas del poder –esperablemente– iban a tomar decisiones siguiendo los deseos y pretensiones del sentir mayoritario. Por ello mismo es que se las “vinculaba” a las mayorías de modos diversos (sus miembros iban a ser elegidos y removidos, más o menos directamente, por el pueblo). La rama judicial, mientras tanto, iba a estar –esperablemente– más preocupada por resguardar los derechos de las minorías. Por ello mismo es que se la “desvinculaba” de las mayorías de modos diversos (sus miembros no podían ser elegidos ni removidos directamente por el pueblo). Es decir, regulando de este modo la elección y función de los miembros de las distintas ramas del gobierno, se procuraba resguardar tanto los intereses mayoritarios como los derechos de las minorías.

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Los problemas que enfrenta esta propuesta –una realidad concretada en Constituciones como la argentina– resultan, en la actualidad, bastante evidentes. En primer lugar, no es nada obvio que la imparcialidad tenga que ver con la “distancia” ni con la “separación” entre funcionarios y pueblo. Para muchos, más bien, lo que la imparcialidad requiere es lo opuesto, es decir, un mayor vínculo entre agentes públicos y ciudadanos. Más todavía –y éste es un problema que resulta particularmente saliente en nuestro país–, la idea de que el principal “riesgo” para la imparcialidad de una decisión judicial tenga que ver con la cercanía entre jueces y pueblo, y no con la cercanía entre jueces y (digamos así) la elite en el poder, resulta también, en la actualidad, muy llamativa: por qué no pensar, más bien, en la idea de que muchas decisiones judiciales pierden respetabilidad y atractivo, justamente, porque los jueces se encuentran situados (demasiado lejos del pueblo, y además) demasiado cerca de los sectores del poder que podrían verse afectados por la norma del caso.

La conclusión parcial que mencionaría, por el momento, sería la siguiente: la distancia que advertimos hoy entre el sistema judicial y “el pueblo” no es una distancia producto del “mal” funcionamiento de nuestras instituciones, ni consecuencia de la (baja) calidad de los miembros de nuestro Poder Judicial. Se trata, más bien, de un resultado buscado, por razones en su momento entendibles (la certeza de que un Poder Judicial demasiado vinculado a la ciudadanía iba a terminar colocando todo el sistema institucional en una posición amenazante para las minorías). El hecho es, sin embargo, que hoy padecemos el aspecto obviamente negativo de dicha opción: el Poder Judicial ha quedado situado demasiado lejos del pueblo y demasiado cerca del poder (político, económico). De allí que nos encontremos, demasiado frecuentemente, con fallos judiciales “insensibles” a las necesidades de los menos poderosos y demasiado “sensibles” a los intereses de los más poderosos.

Acceso, elección y composición judicial. Hay al menos otros dos temas que afectan, hoy, la relación entre Justicia y sociedad. El primero tiene que ver con las dificultades de acceso a la Justicia, y el segundo, con los modos de la elección judicial. En cuanto a lo primero, diría que en la actualidad, en la Argentina, el acceso a la Justicia sigue siendo caro, difícil, plagado de formalidades, exigencias y burocracias. El punto resulta de particular interés por lo siguiente. Ante todo, países del “Sur global” (pienso en países como Colombia, Costa Rica, Sudáfrica, India) han ensayado métodos de acceso casi “libre” (sin necesidad de abogados, formalismos, pagos, etc.) a los tribunales, con un éxito notable. A la luz de tales experiencias, resulta particularmente molesta la discusión que aquí ensayó el kirchnerismo en términos de “democratización de la Justicia”: hoy sabemos que existen fáciles vías para mejorar el acceso del pueblo a la Justicia, y ellas son justamente las vías que el Gobierno dejó de lado en la (afortunadamente) malograda “democratización” judicial: nada de lo que se intentó servía en absoluto para democratizar nada, pudiendo hacerse mucho al respecto.

El segundo tema que, adicionalmente, afecta la relación Justicia-sociedad tiene que ver con la elección (y estabilidad) de los jueces, que todavía hoy favorece que dicho poder se integre con individuos provenientes, en su mayoría, de sectores más o menos homogéneos en términos de clase y origen social (media-alta); formación educativa y religiosa (católica); visión ideológica (liberal-conservadora); etc. En su “minuto inicial”, el kirchnerismo hizo un intento (a través del Decreto 222) para romper esa homogeneidad (en términos de clase, género, proveniencia). Sin embargo, luego de ese primer instante, el Gobierno pasó a repetir las peores prácticas históricas de la política argentina en esa materia (que hoy agrava, por caso, a través de presiones ejercidas sobre el aparato judicial, desde los servicios de inteligencia). El resultado es, otra vez, un reforzamiento de los peores sesgos judiciales. Lo dicho no niega la posibilidad de que aparezcan, aquí y allá, ocasionalmente, jueces “progresistas” o “populares” (sea este hecho bueno o no), que actúan de modos que incomodan al poder. Lo que se afirma es que la regla es la otra: jueces que piensan menos en lo que dice el derecho y más en lo que exige el poder de turno; jueces que se someten al poder político o que tratan todo el tiempo de pasar desapercibidos frente al mismo, para poder preservar los propios privilegios.

El agregado “argentino”. Dificultades como las citadas en los párrafos anteriores afectan a la Justicia, conforme al modo en que ella está organizada en una mayoría de los países de Occidente: hablamos de serios problemas de parcialidad, falta de acceso ciudadano, cercanía de la Justicia con el poder, etc. Luego (y ya hemos sugerido algo al respecto), cada país ha procesado a su manera tales rasgos estructurales, para agravarlos o matizarlos de modo diferente. En el caso de la Argentina –es mi opinión–, tales inconvenientes han resultado empeorados desde muy temprano, a partir de otro rasgo distintivo de la organización institucional del país: el hiper-presidencialismo. Este hecho, que marca la identidad de la Argentina (y de muchos países latinoamericanos) desde hace largas décadas, agrava el panorama anterior por razones obvias: el “sistema de frenos y contrapesos” originario nació, en nuestro caso, “desbalanceado”, y ello le ha permitido al Ejecutivo, desde un comienzo, “torcer” todo el resto de la estructura de poderes, gracias a sus poderes e influencia especiales. De allí que hayamos desarrollado Legislaturas más bien opacas, y un Poder Judicial políticamente dependiente.

Otra vez: nada de lo anterior niega la posibilidad de que aparezcan, aquí o allá, jueces probos, o dispuestos a sentar a los más poderosos, ocasionalmente, en el banquillo de los acusados. Sin embargo, nuevamente, no debemos sorprendernos si ésta no es la regla, ni si los jueces que en un momento han avanzado investigaciones sobre el poder repentinamente “giran” y comienzan a tomar decisiones contradictorias con lo que sugerían hasta hace poco, mostrando que mantienen un ojo demasiado atento a los modos en que se mueve el poder. La vida y el accionar de nuestra comunidad judicial, en mi opinión, tiene demasiado que ver con este tipo de situaciones, tan poco atractivas, tan dolorosas para el ciudadano común.

*Doctor en Derecho y sociólogo.