ELOBSERVADOR
REFLEXIoN IMPERIAL

Democracia, el opio benéfico de los pueblos menores

En esta inquietante ¿ficción?, el autor se mete en la conciencia de un líder de una gran potencia, a la que promete embarcar en un “nuevo desorden mundial”.

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desafio. “El mundo de superficie me mira y vocifera con el necesario odio del esclavo ante el guerrero.” | temes

“Hay un solo imperio que se mueve por el mundo. Y un solo emperador que renace de la misma estirpe.”

Theodor Mommsen

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“He tenido que ser duro desde mi asunción al poder. Ya no podíamos seguir atados a los principios y mentiras piadosas (y prestigiosas) que hemos inventado para negociar el mundo en las últimas décadas. Después de la guerra recreamos la economía de los culpables y vencidos a nuestra imagen y semejanza. Hemos creado una juridicidad humana, humanista e internacionalmente de apariencia democrática. Logramos rodear a nuestros enemigos, los aguerridos eslavos, con un cerco de ilegitimidad y desprestigio. Ellos fueron la sinrazón. Nosotros, Occidente, la razón humanista.

Esos eslavos orientales, que parecían todopoderosos, terminaron finalmente intoxicados por nuestras ideas de exportación. Se les ocurrió pasar de imperio a república y se deshicieron en el intento en menos de diez años. Es como si no hubiesen sabido leer la historia de Roma, que con tanta claridad les explicaba su endiosado Marx. Ellos habían llegado en 1950, con el zar Stalin, a la posibilidad de la hecatombe y del inexorable triunfo. Las legiones del Pacto de Varsovia se habrían bañado en las playas del Algarve, que bien lo necesitaban. Pero muerto el zar, les faltó la decisión. Un imperio muere si teme su combustible natural, que es la sangre. Y peor es cuando no comprende su hora. Los imperios caen no por perder valores sino por perder fuerza vital. El alma se enferma pero el cuerpo muere.

Libres de nuestra mayor amenaza al cabo de cuarenta años de equilibrio del terror, hemos visto envejecer las ideas que usamos desde 1945, después de la hecatombe. El mundo ingenuo pretende tomar por eternas aquellas ocurrencias con las que cercamos y finalmente nos consagraron en el dominio mundial: las Naciones Unidas (¡cada nación un voto!), la Unesco, el Fondo Monetario, la Corte Internacional, las patrañas de “el desarme universal”...

Los que hoy critican mi espada a punta de flexible pluma, lo hacen en nombre de los “valores y respetos” del Iluminismo, pero olvidan que esos reflectores de fama universal se encendieron con el atroz baño de sangre de la venerada “Revolución Francesa”, y nosotros lo supimos usar.

Pero no me temblará la mano. O nos libramos de la decadencia y creamos con la espada el nuevo orden y la nueva razón, o desaparecemos de la historia ahogados en el más ominoso y antinatural “buen sentido”. Perderíamos nuestro poder por delicadeza.

No tengo otra posibilidad que la de Augusto después de Actium: abandonar la querida y prestigiosa fábula republicana e igualitarista. Esa fue una etapa prestigiosa, pero la historia cubre con su manto de decadencia hasta los momentos mejores.

Pero no hay alternativa. O nos resolvemos a librarnos de la envejecida red de mentiras pietistas fabricadas con nuestra retórica como razón humanista universal, o pereceremos dejando de recuerdo una lata de Coca-Cola y la sombra de las orejas del ratón Mickey.

El llamado Occidente está dormido en su complaciente decadencia de burócratas. Y de la decadencia sólo se sale con la santificación de la barbarie o de la mística. Nos estamos arrepublicanando. Estamos creyendo lo que hemos propinado a tantos pueblos dominados.

De la barbarie primordial de la guerra nace la legitimidad de los fuertes, de los señores. Crearemos la nueva legalidad, la nueva paz, el nuevo estilo. La nueva política.

Los vencidos, los mediocres, los débiles no pueden alegar ningún derecho para administrar los recursos del mundo ni su destino. El rigor imperial consiste, por esencia, en devolver un mundo cansado a su base instintiva, bárbara, nublada por la decadencia. Regenera la salud y la virtud de la flébil especie humana.

Por eso la guerra. Por eso me empeñaré contra los partos y por reconquistar el Eufrates y el Tigris, donde los judíos tuvieron la ocurrencia de situar el Paraíso Terrenal. Es un Herzland mítico. Un centro a conquistar, para remodelar el mundo. Licinio Craso murió en el primer intento por hacerse con la Mesopotamia. Trajano agotó bosques para tender puentes sobre el Tigris, pero estaba viejo y su triunfo fue efímero. Ahora le toca a nuestra estirpe y mi triunfo me llenará de orgullo. El decrépito Occidente renacerá en las puertas de Asia.

El mundo de superficie me mira y vocifera con el necesario odio del esclavo ante el guerrero. Se restablecen las castas. El señorío de la guerra renueva las agotadas jerarquías y escandaliza a los países pietistas, fieles a la fábula perimida. Me odian los poetas, las viejas beatas, los comediantes de Hollywood y los periodistas, esa maléfica raza de espectadores, eternos voyeurs. Nos acompañarán aliados voluntariosos y naturalmente los britanos que con nosotros creen renovar su sangre muerta.

La Providencia nos acompaña con su voz sutil, apenas audible. Me dice que bajo mi estrella y el signo de Marte nacerá el nuevo equilibrio. Todo emperador es hacia arriba, Sumo Sacerdote, hacia abajo, Generalísimo. Impondremos la democracia y la libertad de mercado para idiotizarlos con el descaro con que los romanos impusieron el Derecho. La democracia es el benéfico opio de los pueblos menores, garantiza líderes quinquenales, no héroes. Seremos implacables con los intolerantes. Limitaremos las soberanías molestas o insumisas. Nadie podrá tener armamento peligroso. Sin el monopolio del poder destructivo, no hay imperio. Lo que es lícito para Júpiter no lo es para los bueyes electorales.

Los escribidores, siempre al margen de la realidad, afirman que pretendo crear un “nuevo orden”. No atinan a comprender que estamos apostando a un gran desorden. Un desorden fundador basado en el espíritu de la guerra. Un nuevos Nomos de la tierra. El olor de la decadencia era ya insoportable. Ahora me toca ser el conductor de los cuatro principados. Es mi tiempo.

Diplomático. Miembro de la Academia Argentina de Letras.