Esta vez, Sebastián Cuattromo llega al Palacio de Tribunales con otro semblante. No está solo. Lo acompaña su enamorada, Silvia. La última vez que había estado allí fue en 2012, cuando, en última instancia judicial, por unanimidad, logró de la Corte Suprema de Justicia, una condena memorable contra quien había abusado de él cuando tenía 13 años, más de dos décadas atrás, tras diez años de silencio, y otros 12 de juicio.
Sebastián decidió reunir a sus compañeros de escuela, que también habían sido víctimas por parte del mismo agresor. “Al ir en la búsqueda, me voy enterando de la existencia de más casos de abuso por aquel docente y religioso”, recuerda.
La condena fue por el delito de corrupción de menores, calificada y reiterada. Durante el juicio oral y público, Cuattromo apuntaba cada detalle del proceso en un blog, aún activo, bajo el nombre de “AbusoEnLaEscuela”. “(...) da cuenta de su particular vulnerabilidad al tiempo de los hechos, concretamente por el temor por su continuidad en el colegio (...)”, se lee en la sentencia. Recuerda que en el colegio decían que había que “pasar la escoba, porque acá sobran varios. Yo era parte de ellos”, asegura. “Mi casa era un infierno. Tenía miedo de que mi papá me tirara por el balcón, del 4° piso de nuestro departamento de Almagro, si le decía que me iban a expulsar”, sigue con su relato.
Continúa la sentencia: “(...) El agresor, les dijo que, frente a su inminente expulsión, en la colonia de vacaciones, les haría un informe favorable ‘si se portaban bien’. (...) Desde la salida del ómnibus los acosa y hostiga. Se sienta entre él y (otro niño), para luego decirles que se sentaran a upa”. “Yo me quedé estupefacto. Porque alguien que representaba el poder… ¡Un cura! Me estaba ofreciendo ayuda. Y, finalmente, no nos echaron”, cuenta. Luego, con Sebastián ya en secundaria, ocurrió otra vez.
Cifras. Uno de cada cinco niños es abusado sexualmente según la Organización Mundial de la Salud. De ese total, el 90% de los casos son intrafamiliares. “El abuso sexual es un descomunal abuso de poder. Un gran avasallamiento. Un adulto que toma a un niño, niña, o adolescente como un objeto”, afirma Cuattromo.
Por entonces, en 1991, cuando sucedían los abusos, el director técnico Héctor Bambino Veira fue condenado por violación. “Mientras yo sufría, ponía la tele y veía horrorizado cómo se arruinaba la vida de ese chico, que tenía la misma edad que yo”, hace memoria. “Era refutbolero. En la cancha escuchaba a miles de varones adultos cantando ‘vos me das a Sonia, yo te doy a mi sobrino’. Y yo estaba ahí parado. Ya no en mi casa o en el colegio. La sociedad entera que me rodeaba me iba a destruir si yo hablaba”, afirma.
En el juicio declararon todos: quienes habían sido docentes, compañeros, autoridades religiosas: “Quedó demostrado que sabían y que lo trasladaron. Él ya había ido preso en Estados Unidos. Estuvo prófugo”. Hoy, aquel hombre recuperó la libertad, y, por lo que sabe Sebastián, hace pocos meses se presentó como voluntario para dar clase a niños sin recursos económicos. “Todo chico es vulnerable por esencia, pero las víctimas viven en contextos de especial vulnerabilidad. Eso los abusadores lo pueden ver. Mis compañeros de escuela que también fueron víctimas vivían en casas con violencia y sin confianza”.
Ese 2012, cuando algunas profecías anunciaban el fin del mundo, fue para Sebastián un renacer. No solo logró la condena por la que tanto había luchado, sino que, un mes después de sellar el destino del criminal, conoció al amor de su vida.
Anécdotas. “Mi nombre es Silvia Roxana Piceda. Fui abusada sexualmente entre los 9 y los 11 años, por personas cercanas a mi hogar. Yo creía que el abuso de mi infancia había quedado como una anécdota, pero no. Me casé con un abusador, y tuve que defender a mi hija de él, su propio padre”.
En 2009 contacta a Silvia una mujer de 36 años, Romina, la hija mayor de su ex marido, y progenitor de su hija, Jazmín, que para entonces tenía 11 años: “Romina tuvo la gran valentía de buscarme para contarme que había sido abusada sexualmente por este hombre cuando tenía la misma edad que Jazmín en ese momento. Fue la peor noticia de mi vida. El abuso sexual contra mi infancia no estaba en mi pasado, ni era una anécdota triste. La persona que más amo en el mundo, mi hija, estaba en riesgo. Mi hija cumplió 11 y Romina fue abusada a los 11. No quería que eso pasara, estaba decidida a defenderla”, recuerda Silvia.
“Me di cuenta de que Jazmín era una nena. Si yo no hablaba, le iba a pasar lo mismo. No sabía si Silvia me iba a creer, pero necesitaba que a Jazmín no le pasara nada”, afirma Romina. Ella hizo su denuncia, pero fue desestimada por considerar que el delito había prescrito. Aquel proceso fue en 2009, cuando la Ley Piazza (2011), que establecía que los plazos debían empezar a computarse con la mayoría de edad del denunciante, estaba vigente. Menos aún la ley de Respeto a los Tiempos de las Víctimas (2015). “Muchos sobrevivientes de abuso hablan cuando hay otro niño en riesgo”, dice Silvia. Las dos mujeres de este encuentro de rescate hoy siguen en contacto.
Con respecto a los agresores de Silvia, cuando les contó a sus padres lo sucedido, nada cambió: “No se volvió a hablar del tema. Los familiares preguntan por qué las víctimas hablan después de tanto tiempo. Dicen que destrozan la familia. Que cómo no se va a invitar al tío a las fiestas. La respuesta tiene que ser un profundo rechazo al agresor. En muchos casos, se termina aislando a la víctima. No pasó nada con los abusadores. Cuando empecé a hablar, esa gente ya estaba muerta”.
La Justicia obligó a Silvia a vincular a su hija con su progenitor: “Me decían: ‘¡Ay, mamá! La nena tiene derecho a ver a su papá’. ¡Pero el papá es un abusador! Tuvimos que escaparnos abruptamente de nuestra casa y vivir en la clandestinidad, para protegerla de una aberrante orden judicial de vinculación. Yo no iba a relacionar a mi hija con un tipo que había abusado de su hija mayor”. A los abusadores les llaman “progenitores”, no “padres”, “porque un papá que abusa no es papá”.
Hoy, el hombre vive a veinte cuadras de la casa de Silvia y se lo suele cruzar.
Grupo. “Durante ese andar de angustia, sentí necesario encontrarme con otras mamás que estuvieran atravesando el mismo horror: saber que sus hijos habían estado en riesgo por el hombre que habíamos elegido como pareja. Formé un grupo de ‘madres protectoras’, porque no podía vivir. Era un calvario. Nos dimos cuenta de que, todas teníamos el mismo problema: que los tipos tenían contacto con el poder”, recuerda.
En octubre de 2012, una madre del grupo le cuenta a Silvia sobre un sobreviviente que había ganado su juicio tras una larga lucha, y que compartía públicamente su testimonio: “Entonces conocí a Sebastián Cuattromo. Nos enamoramos enseguida”, se ríen. “Él, relento”, dice Silvia con ironía. “La vi y me flechó, me encantó”, dice el enamorado. “Horas y horas caminábamos juntos. Fue una coincidencia tan profunda. Los dos hacíamos lo mismo sin conocernos. Fue un encuentro dichoso”, aseguran mientras se miran con ojos de amor.
De ese amor nace el grupo Adultxs por los Derechos de la Infancia, su asociación civil de lucha. En 2017, Silvia y su hija recuperaron su casa y hoy es una de las sedes de su ONG. “Somos los adultos los que tenemos que hacer algo, porque los niños no pueden. Por eso se llama así nuestro grupo, porque queremos cambiar la historia”, dicen.
La activista tiene recuerdos de la relación entre su hija y su ex pareja. Por ejemplo, cuando el progenitor llamaba por teléfono, la niña se encerraba en su habitación a hablar en secreto: “Mi psicóloga me decía que yo era una mamá posesiva, que me molestaba que mi hija tuviera un vínculo particular con su papá. Salía de la sesión con culpa, sin darme cuenta que yo estaba intuyendo, viendo a un tipo preparando un terreno”.
Por eso ambos recalcan la importancia de la Educación Sexual Integral; para que los niños sepan cómo es una relación normal con adultos y con sus pares, y así poder detectar cuándo algo no anda bien: “Los niños no siempre se manifiestan con palabras. Hablan con dibujos, es el modo de relacionarse. Nuestros cuerpos hablan por nosotros. Por eso se necesita de adultos que puedan decodificar esos gritos silenciosos. Generaciones enteras gritamos, pasamos por delante de toda la sociedad, y todas esas señales no fueron vistas por nadie. Cuando se discute esto con respeto, la vida de las víctimas cambia. Hay menos abusadores que víctimas porque el abusador reincide. No paran si no hay intervención. Hoy cualquiera puede denunciar y, de hecho, es obligatorio hacerlo. La denuncia es, nada más, y nada menos, que comunicar una sospecha. Hablar hace que esa herida no sea lo único que haya en la vida. Que no solo sea miedo, angustia, vergüenza. Queremos que sepan que la vida de ningún niño está terminada por el hecho de haber sido víctima de abuso”.
Una mirada psicológica
“Lo que no se nombra cae en la sombra del silencio, en lo inexistente. Los abusadores no son personajes de películas de terror, con cara de monstruo. Tampoco son perfectos desconocidos. Son personas que deambulan en las calles con rostros amables y muchas veces con vínculos de confianza”, explica la licenciada en Psicología Sofía Machinandiarena.
Un trabajo de investigación realizado en París a través de trescientas entrevistas con profesionales comprobó que un 55% de los encuestados dudaron de la veracidad de los relatos de los niños. “Es importante que las víctimas sientan que existen adultos protectores que los cuidarán. Uno de los más grandes mitos es que exageran o tienen mucha imaginación. Es imposible que inventen cuestiones que no hayan vivenciado relacionadas a la sexualidad. Otra de las grandes leyendas es que los abusadores utilizan la fuerza física, y no, no la usan. Suelen ir por la persuasión, la amenaza, la manipulación”, relata la psicóloga.
La profesional en el campo Natalia Maldonado cree que no se trata de un problema individual, sino de una red de violencia que se encarna en diferentes personas: “A lo que voy es que no son locos sueltos. Podría decirse que, en su mayoría, los abusadores son hombres por las desigualdades en la distribución del poder”.
“En ningún caso se debería hablar de la existencia de un consentimiento mutuo, dado que el niño no está en condiciones de darlo. El adulto responde perversamente con el lenguaje de la erotización al pedido de amor y ternura del niño, sin considerarlo como un ser, sino como un objeto al servicio de su propio goce”, afirma Juan Eduardo Tesone, médico, psicoanalista, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina, y titular de la Société Psychanalytique de París.
“En el abusador lo más frecuente es la negación y la ausencia de culpabilidad. Deniega la gravedad del abuso subvirtiendo todos los valores psíquicos. Al niño la sociedad le exige desde su más temprana infancia que responda con un sí automático a las propuestas del adulto. Luego de haber revelado los hechos, el niño tiene tendencia a desdecirse. Esto se conoce como el síndrome de adaptación y de retractación”, dice Tesone. Y finaliza: “No hay abuso sexual sin violencia, así como no hay violencia sin un cierto grado de erogenización. Para la víctima, la dimensión traumática queda enquistada, como aparentemente fuera de la vida psíquica, pero ejerciendo, sin embargo, su efecto desde el inconsciente”.
La palabra, aliada de las víctimas
Ocho escritores escucharon a ocho sobrevivientes de abuso sexual. Donde el silencio es cómplice, la palabra es aliada de las víctimas. De esta premisa surge el libro de la ONG. Su título: Somos sobrevivientes. Crónicas de abuso sexual en la infancia. Cuenta con la escritura de Sergio Olguín y Claudia Piñeiro, entre otros. Fue tal su éxito que la obra fue presentada ante la ONU en Suiza, en Ferias del Libro, y ante Presidencia. Definen el resultado como “un sueño hecho realidad”. “Nos decimos sobrevivientes por todos los que aún no pueden hablar”, explican.
Las historias de Sebastián y Silvia están relatadas en el libro. Los capítulos pertenecen a víctimas de 18 hasta 86 años. Se destaca el testimonio de Vera Iuguenburg, quien recordó a sus 60 años que fue abusada, y lo pudo contar a sus ochenta. “El Estado le pidió disculpas, por no haber brindado las condiciones necesarias para ella. Este año Vera hizo la denuncia por lo que sufrió cuando tenía 8 años. Hay veces que se logra poner en palabras el trauma al final de la vida”, cuenta Sebastián.
Extractos del libro
“(...) Equis le vendaba los ojos. Le hacía cosas o lo obligaba a que él las hiciera. Imposible que un nene de siete u ocho años pudiera saber que se había convertido en víctima de alguien diez años mayor, de alguien que él consideraba su amigo, el mayor de sus amigos(...)”. Jota, por Sergio Olguín.
“(...) De parte del colegio, escuché argumentos inconcebibles. Dijeron que lo que había hecho con nosotros era ‘un juego inapropiado’, lo calificaron como –cosas feas–.Y que, gracias a esas acciones se había encendido –una luz amarilla–. La luz amarilla apenas alcanzó para trasladarlo de localidad (...)”. Sebastián Cuattromo, por Claudia Piñeiro.
“(...) Sentí mucha vergüenza: yo me había casado con esta bestia. De pronto soy esa nena y todos mis demonios me rodean, me dañan, me atomizan (...)”. Silvia, por Claudia Aboaf.
“(...) Yo de chica fui abusada por un vecino. (...) ¿Y a quién le iba a decir en ese momento? Lo que esperaba todo el mundo era que mi papá abusara de mí o de alguno de mis hermanos, y no pasó. Pero este vecino sí. (...)”. Nadia, por Gabriela Cabezón Cámara.
“(...) Varias veces papá quiere entrar a mi cuarto, sigue convencido de que puede hacerme lo que quiere, grito antes que pueda ponerme una mano encima (...). Mamá lo sabe y no hace nada (...)”. Tatiana, por Juan Carlos Kreimer.
“(...) Comenzó a entender que le podían pasar cosas feas sin que nadie lo notara. El miedo al que no podía ponerle nombre era que sus hermanos se convirtieran en víctimas”. Sofía, por Fabián Martínez Siccardi.