Fiel a la naturaleza cíclica del país, la última fuga de Joaquín Guzmán Loera “el Chapo” del Penal de Máxima Seguridad de Almoloya de Juárez, conocido como El Altiplano, obedeció la lógica propia de la desmesura. Para bien y sobre todo para mal, México es ese lugar extraño en el que lo imposible se confunde con lo probable: porque parece mentira, la verdad nunca se sabe.
Concebido como la fortaleza máxima para contener criminales del más alto perfil –entre sus inquilinos figuran Servando Gómez “la Tuta” (líder de los Caballeros Templarios), Miguel Angel Treviño “el Z-40” (ex líder de los Zetas) o el ex alcalde de Iguala José Luis Abarca, acusado de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa–, es teóricamente imposible escapar de sus entrañas, a menos que el fugitivo sea uno de los hombres más poderosos del planeta, buscado tanto por el FBI, la DEA, la Interpol y el gobierno de México, quien ha desplegado una auténtica cacería digna de una furia apocalíptica que comprende casi 10 mil policías federales, divididos en 8.200 integrantes de la División de Seguridad Regional, más 1.250 integrantes de la División de Fuerzas Federales, 180 efectivos pertenecientes a los grupos especiales de la División de Gendarmería de la Policía Federal y 48 perros entrenados con sus acompañantes: todo para aprehender a un individuo de menos de 1,70 de estatura, el Chapo, uno de los criminales más singulares de la historia reciente.
De creerse la versión oficial, el Chapo y sus secuaces habrían construido un prodigio ingenieril de kilómetro y medio en menos del año y cinco meses que il capo di tutti capi estuvo encerrado, tiempo récord en el que debieron removerse casi dos toneladas de tierra a través de 300 camiones de volteo, lo que habría costado un millón de pesos mexicanos más otro millón para la instalación eléctrica, ventilación y la colocación de un riel con motocicleta.
Para seguir con el temple faraónico, el gobierno ha ofrecido 60 millones de pesos (3,8 millones de dólares) a quien provea información que ayude a su captura, unas monedas si se compara con la fortuna que la revista Forbes le atribuyó al jefe del cartel de Sinaloa: más de mil millones de dólares.
Aprehendido por vez primera 1993 en Guatemala, y luego de purgar nueve años de condena en la prisión de Puente Grande en Jalisco, el Chapo se fugó en 2001, cargando a cuestas los delitos de asesinar entre 2 mil y 3 mil personas –el número es impreciso–, lavar dinero en cantidades industriales y haber trasegado montañas de cocaína a la unión americana. Se trata de un criminal confeso al que sólo una distorsión de la realidad puede señalar como prócer de la justicia distributiva a la manera de un Robin Hood facineroso: distorsión propia de un lugar tan corrupto como la república mexicana.
Por ello su caso, además de excepcional, es sintomático, puesto que para contar con semejante margen de maniobra ha sido necesario hacerlo al amparo de autoridades corrompidas al más alto nivel en ambos lados de la frontera, a las que probablemente les sean de mayor utilidad los ardides de un estratega y empresario fuera de serie como el Chapo entre la sierra mexicana que extraditado en las inexpugnables cárceles de Estados Unidos, donde su información sensible podría colapsar puntos clave del sistema político.
En opinión del especialista uruguayo Edgardo Buscaglia, presidente del Instituto de Acción Ciudadana en México, se trató “de una fuga institucional, ya que en México los sistemas penitenciarios son feudos de la delincuencia organizada” y suponiendo que los delincuentes hayan actuado en absoluta secrecía, resulta imposible no darle la razón. Lo extraordinario de la fuga, que ha puesto en entredicho la capacidad del actual gobierno de hacer frente a sus compromisos elementales, contrasta con la imagen que el gobierno exportó hace unos días en Francia, donde el presidente asistió con una comitiva de casi 400 elementos para una visita histórica, en la que sostenía las ventajas de las instituciones democráticas.
Sin embargo, todo el movimiento de la fuga del Chapo mueve a la sospecha, dado que prácticamente coincidió con la apertura de los 14 bloques para explorar y explotar hidrocarburos en el país, cuyo recibimiento por parte de las empresas petroleras fue cauto. Existen intereses muy fuertes a los que beneficia directamente apuntalar la imagen de un país inoperante y vapuleado, una realidad evidente y alimentada de continuo por los dislates del gobierno. En una de las mejores piezas dramáticas del siglo XX mexicano, El gesticulador, Rodolgo Usiglli desveló la naturaleza falaz de un revolucionario oportunista, que engaña al mundo entero usurpando una personalidad que no le corresponde: en México nunca nada es lo que parece. La vigencia del drama continúa vigente en el presente, donde para impedir que un águila siga extorsionando sin misericordia a una serpiente, es necesario cortar de tajo con las leyendas y empezar a encarar las realidades, cubiertas por un halo de tinieblas.
*Escritor y periodista.